¿Quién dijo “facha”?
Por Alejandro Cabranes Rubio
Hace aproximadamente siete años en un vagón de metro un adolescente estaba leyendo un panfleto falangista que le instaba a claudicar su voluntad propia en beneficio de la de un “jefe” que con su sabiduría solucionaría todos los problemas, de los individuales a los colectivos. El principio rector del fascismo viajaba en el tren de todos los madrileños de la mano de un quinceañero presumiblemente inseguro, tentado por ese grupo de ultra-derecha. A pesar de tan espeluznante espectáculo –la juventud en las redes del grupo que más alentó la guerra civil en España-, en el mejor de los casos pensábamos que se trataba de un asunto marginal en la sociedad.
La Transición nos había impartido lecciones de democracia. El interés hacia la interculturalidad, el rechazo al racismo, la aceptación del otro, el posterior intercambio de ideas con él, formaban parte de nuestra cultura, de nuestro imaginario colectivo. No se gasificaban a los judíos. Los nazis habían sido derrotados. Los fachas en apariencia no estaban a la vista. Todos acatábamos la constitución. Todos apostábamos por soluciones políticas y sociales a los problemas. Éramos una población moderna, abierta al mundo. Podíamos liquidar el problema de una vez. Los fachas eran sólo los de falange. No tenían nada que ver con el común de los mortales. ¿O tal vez si?
Ciertamente en la actualidad española no prodigaban actos en los cuales un individuo sacrificaba su vida en nombre de una idea o de una patria –Al Kaeda aparte-. Pero nos tememos si persistía en la conciencia ciudadana la firme creencia de que nuestra sociedad se podía jerarquizar en escalafones. Ya no se consideraba a los militares superiores a los civiles, pero sí existían para algunos ciudadanos de primera y de segunda. Los deseos de Esperanza Aguirre de establecer en la escuela la clase de los listos frente a la clase de los tontos tropezaban con el principio vector de toda política educativa, aquella que cree firmemente en la igualdad de oportunidades, en la integración. Los alumnos de segunda merecían ser castigados.
El fascismo como toda ideología adaptaba sus atributos a los nuevos tiempos, los depuraba, los limaba y se desprendía de sus características más inaceptables, convirtiéndolas en accesorios. Su reformulación daba como resultado no su pervivencia, sino la creación de un ideario de nuevo cuño: un neofascismo pertrechado con vocabulario políticamente correcto. ¿Y cómo había emergido entre nosotros?
Concluida la etapa de euforia de la Transición, enterrado “el padre”, tocaba poner en práctica aquellos proyectos que desde hace tiempo anhelábamos ejecutar. Empero la caída de la demanda internacional desde 1973 había precipitado al primer mundo a la paranoia colectiva. Con el bolsillo vacío nuestras propuestas se convertían en inviables. La corrupción penetraba en la esfera política. Las pautas de comportamiento del padre se reproducían inconscientemente en los hijos, tal como evidenciaba la redacción de La Ley Corcuera. En vez de mostrar nuestra llegada a la madurez, seguíamos jugando a ser maduros. La caída del Muro de Berlín a la vez que cerraba una injusticia histórica y permitía la llegada a la democracia a los países del éste, en cambio significaba el enterramiento de las utopías políticas: el socialismo había fracasado estrepitosamente. En Reino Unido, Margaret Thatcher había socavado la autoridad de los sindicatos. En España, Felipe González asumía la triste labor de emprender la reconversión industrial. El mundo no estaba para proyectos solidarios. Porque antes tenía que acaudalar dinero para su propia autonomía.
En esa coyuntura John Williamson redactaba El consenso de Washington, hablando de una década pérdida. El libre mercado, la supresión de aranceles y la globalización nos sumergiría en la prosperidad. Y así Francis Fukuyama predicaba el fin de la historia. Como acertadamente señalaba Joaquín de Estefanía en la Escuela Julián Besteiro apenas hace un mes, la reducción de impuestos permitía sufragar los gastos destinados a la adquisición de un armazón ideológico que justificase la coyuntura internacional: se pagaba a los intelectuales para vender lo invendible, consentir lo inaceptable… En Latinoamérica, lejos de efectuar la transición demográfica y la creación de relaciones entre ciudadanos y estado a través de una fiscalidad directa, se perpetuaba las formas de antaño, alimentadas por multinacionales que por muy poco dinero se instalaban en territorio ajeno, incrementando dependencias, permitiendo la desigualdad entre firmantes de acuerdos comerciales, eliminando posibilidades al propio desarrollo político y económico de muchos países. Y por supuesto el Fondo Monetario Internacional, también como señalaba Joaquín Estefanía, lejos de mantener una actitud crítica con esa situación, regañaba a esos países latinoamericanos por no hacer bien sus deberes (sólo desde el punto de vista de las cifras), dejándoles sin postre por su mala conducta.
En el mundo occidental “La Era Clinton” alumbraba un espejismo de Renacimiento después de las tensiones acumuladas durante la Guerra Fría. Sin embargo los atentados contra las torres gemelas, el establecimiento de un horrendo muro –injustificable- en Israel, y la carencia de estados de derecho en determinados puntos del globo manifestaban claramente que la historia no había concluido. El mal llamado eje del bien se encargaría a base de bombas de sofocar la rebelión del eje del mal. La Era Aznar en vez de ser la era del milagro económico pasó a ser la era de la reproducción de viejos idearios que iban desde unos presupuestos educativos que más bien deseducaban a soluciones judiciales mal entendidas, pasando por el interés de revivir “la Gloria del Imperio”. Tony Blair traicionaba las políticas laboralistas al fotografiarse en Las Azores. En Alemania el abandono a ciertas políticas sociales era replicado con manifestaciones. En un referéndum de Italia se ponían cortapisas al avance científico en nombre de la moral. George Bush jr, no contento con iniciar ilegalmente una guerra que obedecía a intereses mercantiles, aprobaba una Acta Patriótica que instauraba el estado de alerta en su propio territorio.
La noción de seguridad había desplazado al concepto de empatía. Se prefería el embrutecimiento de la macroeconomía a las bondades del estado del bien estar. Tal como pensaban los tecnócratas del Régimen, se llegaba a creer que la buena salud de la economía se traducía espontáneamente en la llegada de la prosperidad a cada hogar. Las empresas, tal como recordaba Joaquín Estefanía en esa conferencia, no abogaban por la elaboración de un mejor producto, sino por la optimización de la inversión con independencia de que ésta diese o no una mejora de los servicios. La obsesión por el déficit cero corría pareja al desprecio hacia las instituciones públicas, tal y como se deducía de la actuación de una clase dirigente a raíz de la denuncia anónima hacia un empleado de un hospital, o de la inestimable colaboración de una presidenta de una comunidad autónoma en el despojo de plazas en las escuelas para los alumnos de Fuenlabrada.
En semejante coyuntura internacional, ¿dónde quedaba el ciudadano de a píe? La escisión entre individuo y sociedad permitía de esta manera la conformación de ese neofascismo al que al principio de estas líneas aludíamos. En ese estado de paranoia colectiva, las ramificaciones de esa ideología se hacían notar en la sociedad. Tanto en su vertiente consciente e inconsciente, la xenofobia, el racismo, el machismo, el clasismo, la homofobia partían de la premisa de que los judíos, los extranjeros, las mujeres, los habitantes de barrios marginales o con menor poder adquisitivo, y los homosexuales no pertenecían en absoluto a ese grupo de personas que de forma narcisista se denominaba así misma gente de bien, de una superioridad notable a la gente rara que deambulaba, sin ir más lejos, en la Gran Vía madrileña. Porque ellos constituían esa mayoría moral para la cual Ronald Reagan había trabajado en los años ochenta. En un mundo desmigajado, en descomposición, tenían que afianzar su propia identidad a través de la conservación del monopolio de todas las cosas que afectaban a la vida cotidiana: el trabajo, la autoridad familiar, la carrera universitaria, el matrimonio… Ellos formaban parte del orden lógico de las cosas. El recuerdo de miles de inmigrantes españoles que buscaban su lugar en el mundo en otros países en los años de la dictadura era borrado por la presencia de rumanos, moros y sudacas que nos robaban en el metro, y nos acuchillaban con sus navajas. Los desmemoriados priorizaban el odio hacia sus personas –insistiendo en el prejuicio generalizado- al combate en contra de la informalidad laboral, la precariedad y la economía sumergida. Ciertos sectores aducían el deseo de normalizar la situación de los homosexuales, pero no a través de los matrimonios, potestad exclusiva de las parejas normales, sino en categorías especiales que por su excepcionalidad actuaban como nuevo mecanismo de marginación. Se protestaba en las calles salamanquinas por el envío de un 3% de papeles de un archivo histórico a Cataluña, obviando que dicha documentación había sido expoliada del lugar receptor, que comprendía correspondencia privada, y que en todo caso se guardarían copias de ella: pero no importaba porque tal actividad resquebrajaba la tan querida unidad de las cosas, la quiebra del monopolio. En plenas elecciones gallegas un político afirmaba que los votantes indecisos se comportaban como las mujeres que se negaban a confesar sus aventuras adúlteras, patentando su machismo.
El miedo nutría a esas ramificaciones del neofascismo mientras el arribismo se expandía como pauta de comportamiento. El neoliberalismo había vencido al liberalismo. Como consecuencia de una falta de recuerdo histórico se permitía a un antiliberal bañado en sangre como Blas Piñar firmar sus obras en una caseta de la Feria del Libro (10-6-2005), en la sede de la Cultura Oficial. Nuestra respuesta no podía ser otra que eliminar de nuestro vocabulario la inseguridad a través del fomento tanto de políticas integradoras como de su valoración en la escuela. Salvo que pensásemos que el problema se focalizaría exclusivamente en ese chaval del metro que leía un panfleto falangista
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