LA CAUSA DEL ALBÉNIZ, ¿UNA CAUSA PERDIDA?
Por Alejandro Cabranes Rubio
Durante el pasacalles que se celebró el pasado junio de 2006 un recogedor de firmas para evitar el cierre de uno de los escenarios más emblemáticos de Madrid pudo observar todo tipo de reacciones ante su solicitud, desde la solidaridad más absoluta al desinterés más deprimente. Una de ellas merecía destacarse por encima de todas: la de un señor mayor que nos preguntó porqué luchábamos por el Albéniz si a continuación no íbamos al teatro. Más allá de la impertinencia de quien ignora los hábitos culturales de quienes solicitaban menos de medio minuto de apoyo, la contestación resumía muy bien el porqué los trabajadores del centro se sentían desalentados ante la marcha de los acontecimientos. Por lo visto no hemos llamado lo suficiente la atención lamentaba uno de ellos el pasado octubre.
El abandono a la cultura en pro de la especulación inmobiliaria más despiadada e implacable, la destrucción del arte en nombre del libre mercado así como la autosuficiencia de una sociedad que por lo visto ya no precisaba más ficciones que llamasen la atención sobre sus problemas más íntimos habían revertido en la decisión inapelable. A ella contribuía la desidia –quizás otras apetencias no demostrables- de los mismos políticos que luego pregonaban la felicidad que les reportaba presentar la temporada estival en el libreto de la comunidad destinado al Festival de Otoño 2006. También una cobertura mediática insuficiente que por lo que se ve prefiere dedicar más páginas y minutos televisivos en la sonrisa de un bebé de la familia real. Y por supuesto la acumulación de miradas críticas asqueadas que dieron la batalla por perdida de antemano. En lugar de teatro para vivir, reflexionar, dialogar, resistir y escenificarnos tendríamos exactamente aquello nos merecíamos: dudosas maniobras políticas –como la retirada de la protección oficial al Albéniz- que quedaban impunes, macrosuperficies que aplastarían a los pequeños comerciantes que montaron su negocio animados por la posibilidad de obtener una clientela atraída por las sucesivas funciones, otro triste paisaje, un paso más en la prolongada agonía de la vida de la ciudad. Sin duda la causa del Albéniz era otra causa romántica perdida. ¿O tal vez no?
Durante el pasacalles que se celebró el pasado junio de 2006 un recogedor de firmas para evitar el cierre de uno de los escenarios más emblemáticos de Madrid pudo observar todo tipo de reacciones ante su solicitud, desde la solidaridad más absoluta al desinterés más deprimente. Una de ellas merecía destacarse por encima de todas: la de un señor mayor que nos preguntó porqué luchábamos por el Albéniz si a continuación no íbamos al teatro. Más allá de la impertinencia de quien ignora los hábitos culturales de quienes solicitaban menos de medio minuto de apoyo, la contestación resumía muy bien el porqué los trabajadores del centro se sentían desalentados ante la marcha de los acontecimientos. Por lo visto no hemos llamado lo suficiente la atención lamentaba uno de ellos el pasado octubre.
El abandono a la cultura en pro de la especulación inmobiliaria más despiadada e implacable, la destrucción del arte en nombre del libre mercado así como la autosuficiencia de una sociedad que por lo visto ya no precisaba más ficciones que llamasen la atención sobre sus problemas más íntimos habían revertido en la decisión inapelable. A ella contribuía la desidia –quizás otras apetencias no demostrables- de los mismos políticos que luego pregonaban la felicidad que les reportaba presentar la temporada estival en el libreto de la comunidad destinado al Festival de Otoño 2006. También una cobertura mediática insuficiente que por lo que se ve prefiere dedicar más páginas y minutos televisivos en la sonrisa de un bebé de la familia real. Y por supuesto la acumulación de miradas críticas asqueadas que dieron la batalla por perdida de antemano. En lugar de teatro para vivir, reflexionar, dialogar, resistir y escenificarnos tendríamos exactamente aquello nos merecíamos: dudosas maniobras políticas –como la retirada de la protección oficial al Albéniz- que quedaban impunes, macrosuperficies que aplastarían a los pequeños comerciantes que montaron su negocio animados por la posibilidad de obtener una clientela atraída por las sucesivas funciones, otro triste paisaje, un paso más en la prolongada agonía de la vida de la ciudad. Sin duda la causa del Albéniz era otra causa romántica perdida. ¿O tal vez no?
Con independencia de que sólo una derrota electoral de un grupo político –el mismo que descontento con los resultados obtenidos en los anteriores comicios “se benefició” del soborno a dos miembros de otro partido- pudiese cambiar la situación, lo cierto es que cualquier persona que haya peleado por el Albéniz no merece sentirse derrotada por aquellos que procuraron deteriorar la imagen de la sanidad pública, contravenir el impulso a una educación secular en los bachilleres, talar árboles y convertir Madrid, nuestra Madrid, en una nueva Alejandría. Desde aquí la invitación a cualquier ciudadano que lea estas líneas a votar a cualquier otra formación. Desde aquí la indignación por este caso paradigmático. Desde aquí también la advertencia de que la Historia condena y en sus ciclos rescata del olvido acciones minoritarias que dejan constancia de valores perdidos como la solidaridad; actos individuales que también forman de la historia de las mentalidades y cuya derrota se torna en una victoria moral propia de quien defiende aquello que es justo. La apuesta por la vida, la dignidad reposan en los cimientos con los cuales edificamos nuestros ideales, nuestra historia. Un día, como diría Pablo Milanés, los niños jugarán en una alameda y pagarán su culpa los traidores. Con la mirada orgullosa enseñaremos a nuestras futuras generaciones que no todo está perdido mientras determinados legados se transmitan, aunque fuese de manera furtiva. Y sin duda la causa del Albéniz, el sudor derramado en el empeño, es uno de ellos. Porque algún día, en contra de lo que opinen algunos, volveremos al teatro.
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