Blanca Marsillach y Xabier Olza
EL REINO DE LA TIERRA
Antes de la inundación
Antes de la inundación
Por Alejandro Cabranes Rubio
Cuando creíamos saberlo todo sobre Tennessee Williams (1911-1983), Blanca Marsillach ha rescatado un texto suyo inédito en España, El reino de la tierra. Dejando al margen por el momento si convence o no la representación dirigida por Francisco Vidal –eso depende del gusto personal de cada espectador- e incluso el debate sobre la pertinencia de seguir representando a un autor con una temática tan característica de una sociedad determinada; el intento debe ser de entrada bien recibido porque permite comprender más al autor, y no sólo por las evidentes novedades de la pieza (un mayor sentido del humor), sino por su íntima relación con las anteriores. De nuevo tenemos a una familia al borde de la escisión como la que protagonizaba La gata sobre el tejado de zinc. De nuevos unos intereses creados determinan la actuación de los personajes centrales. Dos hermanos, Lot (Carlos Martínez Merón) y Gallina (Xabier Olza), pugnan por la casa familiar por la negativa del primero –mortalmente enfermo- a que herede el segundo. Ese conflicto, esos rencores, va a conocer un mediador: como el médico de De repente el último verano, la mujer de Lot, Myrtle (Blanca Marsillach), ejercerá de árbitro y con el público descubrirá una verdad convenientemente tapada: la afición de Lot por vestirse con ropas de mujer, y la sangre negra que corre por las venas de Gallina (y que heredó de su madre, quien tuvo una aventura con el padre de Lot). Hay más puntos de conexión con otras piezas: Gallina (que debe su mote porque sobrevivió a una inundación subido a un tejado junto a las gallinas) es el reverso de Stanley de Un tranvía llamado deseo. Como aquél representa a un mundo primitivo, de una sexualidad masculina muy marcada, con una violencia interior que asusta a quien conviva con él por su comportamiento a veces cruel, y que le lleva a “hurgar” en el pasado de las personas que llegan a su entorno para expulsarlo del mismo. Pero, al revés que Stanley, también posee un punto vulnerable: el saberse rechazado, apartado de todo, marginado incluso por las mujeres; y que apenas se conforma con recibir algo de cariño, afecto, al que responde efusivamente. Lot por el contrario evoca al hijo de Violeta Venable en De repente, el último verano: el niño mimado por su madre, caracterizado por su refinamiento, su exquisito gusto; pero al revés que el anterior no es una víctima, sino más bien un verdugo egoísta, clasista y racista.
En tales circunstancias, Vidal y Marsillach a pesar de trabajar con la libertad artística de los pioneros deben mirar de frente al universo literario de Williams, asumiendo su legado y formas, incluso convirtiendo su función un espejo en el que contemplar la obra del responsable de Verano y humo. Y es ahí donde cabe –ahora sí- preguntarse por el interés que tiene representar El reino de la tierra en la actualidad. No sólo por su conmovedor discurso -mérito atribuible al original- sobre la necesidad de cariño frente a esos intereses creados de una sociedad individualista, sino por su forma de abordar el miedo a la regresó que padece la sociedad blanca (occidental) al saberse hermana de un mundo más primitivo, ancestral. Un pavor a lo desconocido que se traduce en el conflicto y en la permanente agresión entre ambas partes, irreconciliables: no creo que haya falta evocar el conflicto entre Estados Unidos y los fundamentalistas islámicos para convenir en la vigencia del tema. El reino de la tierra esconde en su más evidente metáfora (esa inundación a la que los tres protagonistas se enfrenta no es más que el símbolo de una catástrofe que terminará purificándolos al arrasar con el ambiente podrido) su clave interpretativa principal: como los personajes, los espectadores esperan el advenimiento de un nuevo día en un lugar virginal, y que sólo llegará cuando el anterior descienda por su escalera vital, en el ocaso de la existencia. La imagen de Myrtle y Gallina subidos al tejado contemplando ese paraíso pagano el que se funde el cielo y la tierra resulta en ese sentido mucho más sugerente porque ese lugar no se hace material en el escenario y sólo existe en los ojos de los personajes: ese reino de la tierra sólo lo podrán disfrutar aquellos que simbolicen esa inocencia, como Myrtle o Gallina que pese “a su salvajismo” no posee la mezquindad que anida en Lot.
De ese enfrentamiento entre dos mundos y la visualización escénica de ese reino pagano nacen las mejores virtudes del montaje. La división del escenario en múltiples estancias reforzado por el empleo de las bombillas y lámparas del decorado (cuya luz a su vez varía de intensidad bajo el efecto de los focos) expresa esa oposición entre Lot y Gallina. Cuando llega Lot a su casa, la cocina donde permanece Gallina permanece a oscuras: según Lot lo degrade verbalmente a su mujer, Gallina se moverá de manera más furiosa, sosteniendo con rabia los vasos… La intermitencia de las luces entre ambas mitades de la casa no sólo expresa ese enfrentamiento de caracteres, y la idea de pugna entre dos mundos, sino que además comenta anímicamente quién lleva las riendas de la pelea a cada asalto: cuando Lot planea robar los documentos de Gallina, la mitad de la casa donde se encuentra su hermano está escondido está apagada; pero cuando esos planes se van al traste es Lot quien se ve envuelto por la oscuridad. Hay veces que esa dialéctica opone el refinamiento de Lot frente al pagano Gallina; sobre todo cuando este obliga a Myrtle a sentarse “sobre un triple cojín” mientras que él planta literalmente su bragueta -sentado sobre la mesa- delante de los ojos de su cuñado; o cuando la pasión entre Myrtle y Gallina se consuma. Un determinado empleo de la columna sonora había hermanado previamente a ambos personajes: al inicio del relato unos vecinos se despiden de Gallina haciendo gala de su racismo (esas voces en off que lo rechazan: esos rostros inmateriales, esos fantasmas, a los que el protagonista se enfrenta cada día sin que éstos muestren su cara cobarde); y cuando Myrtle evoca su pasado como actriz oímos los ruidos de unos espectadores riéndose de ellas. Ambos quedan denigrados antes unos enemigos invisibles, que los desprecian y los privan de dignidad.
Ese interesante empleo del sonido va dotando al montaje de una atmósfera particular: el agua que poco a poco anuncia su llegada; la voz majestuosa de Louis Armstrong acompañando a Lot en su agonía; el ruido de la tormenta que azota la casa…
Cuando creíamos saberlo todo sobre Tennessee Williams (1911-1983), Blanca Marsillach ha rescatado un texto suyo inédito en España, El reino de la tierra. Dejando al margen por el momento si convence o no la representación dirigida por Francisco Vidal –eso depende del gusto personal de cada espectador- e incluso el debate sobre la pertinencia de seguir representando a un autor con una temática tan característica de una sociedad determinada; el intento debe ser de entrada bien recibido porque permite comprender más al autor, y no sólo por las evidentes novedades de la pieza (un mayor sentido del humor), sino por su íntima relación con las anteriores. De nuevo tenemos a una familia al borde de la escisión como la que protagonizaba La gata sobre el tejado de zinc. De nuevos unos intereses creados determinan la actuación de los personajes centrales. Dos hermanos, Lot (Carlos Martínez Merón) y Gallina (Xabier Olza), pugnan por la casa familiar por la negativa del primero –mortalmente enfermo- a que herede el segundo. Ese conflicto, esos rencores, va a conocer un mediador: como el médico de De repente el último verano, la mujer de Lot, Myrtle (Blanca Marsillach), ejercerá de árbitro y con el público descubrirá una verdad convenientemente tapada: la afición de Lot por vestirse con ropas de mujer, y la sangre negra que corre por las venas de Gallina (y que heredó de su madre, quien tuvo una aventura con el padre de Lot). Hay más puntos de conexión con otras piezas: Gallina (que debe su mote porque sobrevivió a una inundación subido a un tejado junto a las gallinas) es el reverso de Stanley de Un tranvía llamado deseo. Como aquél representa a un mundo primitivo, de una sexualidad masculina muy marcada, con una violencia interior que asusta a quien conviva con él por su comportamiento a veces cruel, y que le lleva a “hurgar” en el pasado de las personas que llegan a su entorno para expulsarlo del mismo. Pero, al revés que Stanley, también posee un punto vulnerable: el saberse rechazado, apartado de todo, marginado incluso por las mujeres; y que apenas se conforma con recibir algo de cariño, afecto, al que responde efusivamente. Lot por el contrario evoca al hijo de Violeta Venable en De repente, el último verano: el niño mimado por su madre, caracterizado por su refinamiento, su exquisito gusto; pero al revés que el anterior no es una víctima, sino más bien un verdugo egoísta, clasista y racista.
En tales circunstancias, Vidal y Marsillach a pesar de trabajar con la libertad artística de los pioneros deben mirar de frente al universo literario de Williams, asumiendo su legado y formas, incluso convirtiendo su función un espejo en el que contemplar la obra del responsable de Verano y humo. Y es ahí donde cabe –ahora sí- preguntarse por el interés que tiene representar El reino de la tierra en la actualidad. No sólo por su conmovedor discurso -mérito atribuible al original- sobre la necesidad de cariño frente a esos intereses creados de una sociedad individualista, sino por su forma de abordar el miedo a la regresó que padece la sociedad blanca (occidental) al saberse hermana de un mundo más primitivo, ancestral. Un pavor a lo desconocido que se traduce en el conflicto y en la permanente agresión entre ambas partes, irreconciliables: no creo que haya falta evocar el conflicto entre Estados Unidos y los fundamentalistas islámicos para convenir en la vigencia del tema. El reino de la tierra esconde en su más evidente metáfora (esa inundación a la que los tres protagonistas se enfrenta no es más que el símbolo de una catástrofe que terminará purificándolos al arrasar con el ambiente podrido) su clave interpretativa principal: como los personajes, los espectadores esperan el advenimiento de un nuevo día en un lugar virginal, y que sólo llegará cuando el anterior descienda por su escalera vital, en el ocaso de la existencia. La imagen de Myrtle y Gallina subidos al tejado contemplando ese paraíso pagano el que se funde el cielo y la tierra resulta en ese sentido mucho más sugerente porque ese lugar no se hace material en el escenario y sólo existe en los ojos de los personajes: ese reino de la tierra sólo lo podrán disfrutar aquellos que simbolicen esa inocencia, como Myrtle o Gallina que pese “a su salvajismo” no posee la mezquindad que anida en Lot.
De ese enfrentamiento entre dos mundos y la visualización escénica de ese reino pagano nacen las mejores virtudes del montaje. La división del escenario en múltiples estancias reforzado por el empleo de las bombillas y lámparas del decorado (cuya luz a su vez varía de intensidad bajo el efecto de los focos) expresa esa oposición entre Lot y Gallina. Cuando llega Lot a su casa, la cocina donde permanece Gallina permanece a oscuras: según Lot lo degrade verbalmente a su mujer, Gallina se moverá de manera más furiosa, sosteniendo con rabia los vasos… La intermitencia de las luces entre ambas mitades de la casa no sólo expresa ese enfrentamiento de caracteres, y la idea de pugna entre dos mundos, sino que además comenta anímicamente quién lleva las riendas de la pelea a cada asalto: cuando Lot planea robar los documentos de Gallina, la mitad de la casa donde se encuentra su hermano está escondido está apagada; pero cuando esos planes se van al traste es Lot quien se ve envuelto por la oscuridad. Hay veces que esa dialéctica opone el refinamiento de Lot frente al pagano Gallina; sobre todo cuando este obliga a Myrtle a sentarse “sobre un triple cojín” mientras que él planta literalmente su bragueta -sentado sobre la mesa- delante de los ojos de su cuñado; o cuando la pasión entre Myrtle y Gallina se consuma. Un determinado empleo de la columna sonora había hermanado previamente a ambos personajes: al inicio del relato unos vecinos se despiden de Gallina haciendo gala de su racismo (esas voces en off que lo rechazan: esos rostros inmateriales, esos fantasmas, a los que el protagonista se enfrenta cada día sin que éstos muestren su cara cobarde); y cuando Myrtle evoca su pasado como actriz oímos los ruidos de unos espectadores riéndose de ellas. Ambos quedan denigrados antes unos enemigos invisibles, que los desprecian y los privan de dignidad.
Ese interesante empleo del sonido va dotando al montaje de una atmósfera particular: el agua que poco a poco anuncia su llegada; la voz majestuosa de Louis Armstrong acompañando a Lot en su agonía; el ruido de la tormenta que azota la casa…
Gracias al empeño de Blanca Marsillach (en su faceta empresarial) y Francisco Vidal El reino de la tierra se convierte en una novedad en la cartelera madrileña, y que de paso –para quien suscribe- trae otros descubrimientos más aparte del conocimiento de ese texto inédito de Williams, menos densa que otras de su autor pero al menos sirve para conocer la totalidad de su obra. Me refiero a dos actores a quienes –reconozco- no había visto en ningún trabajo previo. Xabier Olza logra evocar dentro de un orden al Marlon Brando de Un tranvía llamado deseo, confiriendo a Gallina de rabia, masculinidad, y a la vez de esa indefensión de quien se contenta con recibir sólo beso. Carlos Martínez Merón debe expresar la delicadeza de Lot sin caricaturizarla, sin histrionismos que valgan, humanizando a un ser mucho más abyecto que Gallina. Gracias a los cuatro, El reino de la tierra supone una pequeña curiosidad -sobre todo, insisto por recuperar un texto de Williams- para completar el conocimiento sobre su memorable autor, si bien quizás precise de una mayor densidad.
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