miércoles, 23 de enero de 2008

El coleccionista

EL COLECCIONISTA
Mariposas atrapadas

Por Alejandro Cabranes Rubio

En la primera secuencia de El coleccionista (The Collector, William Wyler, 1965) un joven que ha ganado una fortuna en las quinielas (Freddy: Terence Stamp) pasea por el campo, cazando mariposas y las encierra en un tarro. En muy pocos minutos, se compendia el significado de una cinta sobre seres humanos que se coleccionan los unos a los otros, privándose de libertad entre ellos para satisfacer sus anhelos… Y en medio de tal discurso, una nada despreciable digresión sobre las relaciones de poder en una sociedad que oculta en su interior sus más profundas patologías y las desigualdades entre sus miembros. …Un desequilibrio que se salda en una inesperada venganza del proletariado sobre la burguesía… Entonces, no estamos muy lejos del terreno de esa obra maestra absoluta llamada Frankenstein creó a la mujer (Frankenstein created Women, 1967), en la que Terence Fisher ya anuncia el advenimiento del mayo francés con sus habituales dosis de escepticismo.

Marc Ferro señaló en sus artículos sobre las relaciones entre el cine y la historia la capacidad del primero para plantear respuestas diferentes a una misma temática. Y de ahí que no sorprenda que un autor tan progresista como William Wyler se aproxime como Fisher –en palabras de Carlos Losilla “un puritano con ganas de participar en el ambiente revolucionario”- a las profundas convulsiones que iba a experimentar el país, y a pesar de que sus conclusiones son diametralmente opuestas en el terreno ideológico ambas propuestas distan mucho de ser conciliadoras…. Pero hay una diferencia: Terence Fisher era genuinamente británico mientras que William Wyler (a pesar de haber nacido en Francia) la quinta esencia del cine estadounidense a tenor de títulos como Mrs. Minniver, El forastero, Los mejores años de nuestra vida, La calumnia… En ese sentido la labor del segundo en El coleccionista queda emparentada con la magnífica Llamada para un muerto (The Deadly Affair, 1966), realizada por un Sidney Lumet que se adentra en los suburbios de Londres con la visión de quien se adentra en territorio ajeno… Y yendo aún más lejos también no resulta difícil establecer comparaciones entre El coleccionista y La huella (Sleuth, 1972), adaptación del yanki Joseph Lee Mankiewicz del texto teatral del británico Anthony Shaffer en la que el control del espacio escénico puntúa el dominio que ejercen las clases dominantes sobre las trabajadoras. Y eso indica que El coleccionista surge de un estado de cosas concreto, en el que los sueños revolucionarios de igualdad sexual y laboral pronto cobrarían forma a través de la toma de los espacios.

Consciente de todo ello, William Wyler se reserva una gran idea de puesta en escena para marcar la peculiar relación que Freddy va a tener con la casa que se compra: primero con el travelling que recorre la estancia donde va a permanecer secuestrada su adorada Miranda (espléndida Samantha Eggar), hija de un médico, y después con un primer plano del propio Freddy. Con semejante sencillez expositiva, el realizador afianza la comunión entre el protagonista y su lugar en el mundo, donde se aísla para sobrellevar las continuas humillaciones padecidas…. Y su terror a perderlo se concreta en un encuadre excelente en picado que relaciona a Freddy atendiendo a un vecino de la comarca con el agua que sale debajo de la puerta del baño donde está encerrada Miranda, quien ha abierto un grifo para llamar la atención del invitado.

La opresión que emana de la puesta en escena y la horizontalidad de los encuadres expresan la tensión subyacente de este filme que se podía considerar en toda regla como una muestra de cine-teatro, es decir una película que retoma procedimientos teatrales para otorgarles una forma cinematográfica. Ya no sólo en el empleo simbólico de escalera cuyos peldaños marcan el viaje de la vida a la muerte, como en todas las películas de Wyler desde (como mínimo) los tiempos de La loba (The Little Foxes, 1940), sino su particularmente atractiva manera de escenografiar la privación de libertad de Miranda. Pienso cómo ésta queda encerrada a través de las persianillas del coche que conduce Freddy; o cómo su rostro se refleja en la cristalera donde están atrapadas las mariposas cazadas también por su raptor, o el modo en el que queda “enjaulada” en el retrovisor del vehículo del secuestrador… De todos esos momentos, destaca uno por sutil: la secuencia en la que Miranda se dedica a pintar (su actividad cotidiana) mientras en segundo término Freddy la contempla, casi violando su intimidad…

Si la forma de secuestrar en cada fotograma a Miranda resulta particularmente notable, no lo es menos su manera de insinuar sus temores y miedos, dignos de los personajes ideados por Harold Pinter en sus obras teatrales… Como ejemplo de lo segundo se podría citar el travelling que avanza lentamente cuando Miranda pasea de nuevo al aire libre por primera vez (y que comparte con ella ciertos titubeos), en el otro travelling que descubre al mismo tiempo que ella las molestias que se ha tomado Freddy por reconstruir en la habitación el tipo de vida que llevaba antes de ser secuestrada, o el inserto de una pala que simboliza sus anhelos de liberación… El coleccionista es una obra dotada de una gran violencia, una turbación que Wyler puede sugerir con un escueto plano de los pelos de la protagonista (el objeto del deseo de Freddy), con los contraplanos que marcan las diferencias entre los dos personajes, e incluso con el empleo del fuera de campo en el momento en el que tiene lugar el secuestro…

Esa agresividad visual tiene su correspondencia con otra de tipo verbal que estalla definitivamente en torno a un debate literario sobre ese estupendo libro que es El guardián entre el centeno (John Salinger) que Fredy detesta por su forma de denigrar al ser de humano y que Miranda posiblemente ama por su manera de reivindicar la búsqueda de la pureza en un mundo abyecto, incapaz de superar sus propios traumas… En ese sentido la película descarga buena parte de su eficacia en la antológica composición de Terence Stamp, en un papel en las antípodas del que representase en la formidable La fragata infernal (Billy Budd, Peter Ustinov, 1963), uno de los mejores largometrajes de los sesenta sobre los derechos del hombre. Como aquella, El coleccionista rehuye cualquier maniqueísmo expositivo al convertir a sus dos protagonistas en verdugos y víctimas a la vez, invirtiendo sus roles constantemente… Y de esta manera la película, a pesar de ligeros defectos (un uso indiscriminado del teleobjetivo, el paseo innecesario de Freddy bajo la refrescante lluvia), emerge como uno de los más apasionantes testimonios cinematográficos sobre la privación de libertad en una sociedad en plena transformación. Una que sustituiría sus antiguas patologías por otras nuevas.

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