miércoles, 23 de enero de 2008

Las brujas de Salem

LAS BRUJAS DE SALEM
El diablo está entre nosotros
Por Alejandro Cabranes Rubio

Cuando en 1953 Arthur Miller redactó Las brujas de Salem, el autor de Panorama desde un puente estaba en el punto de mira de aquellos que decían velar por la moral del país –como si alguien se lo pidiese- y mermaron varias carreras. Concebida como una respuesta a tales actividades anticomunistas, la pieza más allá del carácter coyuntural que amparó su creación sorteaba las trampas del teatro de tesis a pesar de que el argumento se prestase a ello –cf. la recreación del proceso inquisitorial en el siglo XVII contra los habitantes de Salem acusados de brujería por unas adolescentes-, matizando de manera magistral a sus personajes. John Proctor, un terrateniente, era un hombre atormentado por la infidelidad a su mujer (Elizabeth); a quien su antigua amante (Abigail) quería eliminar aprovechando la idiosincrasia de un estado en el que se perseguían a las brujas y a aquellos que habían (sic) firmado en el libro del demonio. Un ser que claudica verbalmente (pero no a través de palabra escrita) puesto que se sabe no merecedor de morir como un santo. Elizabeth, víctima del relato, a su vez es capaz de mentir –algo que jamás había hecho- y mostrarse como una mujer distante. Un miembro del tribunal, el Reverendo Hale, firma varias penas de muerte y cuando comprende en qué clase de farsa ha participado incita a llevarla a término para salvar vidas inocentes…

A pesar de evitar el simbolismo más demagógico, Las brujas de Salem no dejaba de ser una brutal diatriba contra la hipocresía, los intereses creados, la apología de la delación, la cobardía, la envidia… Y no sólo eso. Una defensa absoluta de la necesidad de decir la verdad como único modo de restablecer los cimientos de la civilización; como arma contra la irracionalidad que emana del fascismo, contra el histerismo y plagas de puritanismo… Por eso cuando hace unos años el propio Miller adaptó su obra al cine en El crisol (The Crucible, 1996) me llevé una notable desilusión: más allá de las humanistas interpretaciones de Joan Allen y Paul Scofield, y la riqueza del texto; la película fracasaba por una errática dirección de Nicolas Hyther.

En 2007, es decir diez años después de aquella insatisfactoria experiencia, ¿por qué adaptarla de nuevo en las tablas? Las brujas de Salem, entre otras cosas, también captaba certeramente una comunidad escindida, tal y como también lo hacía el filme de Nicholas Ray, Johnny Guitar (1954). En ese sentido la asistencia casi simultánea en el tiempo de la obra de Miller y el montaje que ha orquestado Gerardo Vera en torno al texto de Ibsen Un enemigo del pueblo resulta aleccionadora. Medio siglo después de la pesadilla Mccarthysta, y ya finalizada la Guerra Fría, somos víctimas de una política internacional bipolar que se cobra muertos en atentados y sucios bombardeos; de unos tiempos propicios para despertar los temores impidiendo afrontar las cosas que más nos afectan –como el final del alto el fuego de ETA- con serenidad y sin fracturas sociales. Después de Guantánamo, del juicio del 11M, tanto Un enemigo del pueblo como el texto en el que se basa Las brujas de Salem reconfortan por su defensa de la dignidad humana, por su despiadada crítica al cinismo de aquellos que con tal de preservar el poder a costa de mentiras (que pueden ir desde unas inexistentes armas de destrucción masiva a la manipulación más vil de informaciones vitales); de quienes quieren crear el estado de alerta en el suelo patrio, alimentando miedos y falsas sospechas.

En el montaje que nos ocupa, dirigido por Alberto González Vergel, una imagen precisa alude a esa riada putrefacta de impostura: Abigail (María Adánez), sus amigas y los miembros del tribunal conforman una cadena mientras las primeras simulan ver una encarnación del demonio. John Proctor (Sergi Mateu) y Hale (Juan Ribó) son los únicos que se apartan de ese hilo. Y la escisión se traduce en unas composiciones que enfrentan a grupos contrapuestos (un poco también como en Un enemigo del pueblo), en los que a veces hay infiltrados del otro bando. Pienso por ejemplo en la que se forma cuando la criada de Proctor, Mary Warren (Carmen Mayor), quiere declarar. En el otro extremo de la tabla están reunidos los miembros del tribunal, menos el Juez Hathorne (Francisco Grijalvo), acechando a Proctor y Mary… Apenas un minuto después, Abigail se trasladará al lugar ocupado antes por Hathorne… Pero hay más ejemplos de esa división (relativa) del espacio a dos: la pelea entre Proctor y el reverendo de Salem (Parris: Manuel Aguilar) cada uno rodeado de sus partidarios (y que dura casi diez minutos en los que un venerable anciana, Rebeca, situada en la mitad del escena intenta mediar entre ambos mundos); la claudicación frustrada de John; el arresto de Elizabeth en plena noche… No es de extrañar en tales circunstancias que cuando esa fractura y odios ya escandalizan al mismo Díos, una cruz mengue de tamaño súbitamente…

Si esa división moral está delimitada por el trabajo del director, también cabe admitir que éste también sabe acorralar a sus personajes cuando sobre ellos pesa la sospecha, como la criada negra Tituba (Lia Chapman), quien rápidamente se une a la farsa y se dirige acompañada de Abigail hacia la mitad del la tabla); o la misma Mary Warren… Pero aún la puesta en escena esconde más apuntes suculentos: algunos atañen al cariño y distanciamiento que sienten los Proctor (John abraza por detrás a su mujer; e instantes después se sitúan uno en frente de otro); y otros al carácter instigador de Abigail. Uno de ellos viene reforzado por el hecho de que María Adánez –bastante más entonada que Winona Ryder-, que encarnó a Salomé la temporada pasada, interprete a Abigail. Otros son más abstractos: mientras todos los personajes rodean a Tituba, ella observa lo que sucede desde una prudente lejanía; evidenciando su poder demiúrgico sobre los hechos que allí tienen lugar. En ese sentido cuando se traslada circularmente por el espacio escénico, envuelve de alguna manera a toda la población en su mentira. …Una sociedad cuyos atributos derivan en estilos interpretativos distintos, pero que confluyen armónicamente.

Frente a la gallardía que imprime Sergi Mateu a su personaje; la honradez y serenidad con la que Marta Calvó se despoja de la malvada Virginia de Motivos personales; la bondad que transmite Carmen Bernardos, Pablo Isasi y José Albiach; la duda que expresa Juan Ribó y la incredulidad de Elías Arriero; hallamos en el resto del elenco expresiones faciales que van del miedo (Virginia Méndez, Lia Chapman, Carmen Mayor, Sheila González, Inma Cuevas); a la mezquindad (Manuel Aguilar, Victoria Rodríguez, Manuel Brun) y el despotismo (Francisco Grijalvo y Manuel Gallardo).

Pero no todo en Las brujas de Salem produce admiración, pues es cierto que a la propuesta le falta “furia” y modernidad, y que limita bastante el alcance de la propuesta. Ahora bien su discurso moral y la funcionalidad de su decorado permite suplir en parte ese déficit, a lo que también contribuye algún instante como en el que Elizabeth dirige la mirada a su marido sentado en un carro que le transporta a las entrañas del infierno… Cincuenta años después del McCarthysmo, la sociedad occidental ha permitido que se perpetúen los mismos demonios de siempre, convenientemente disfrazados, pero siempre dispuestos a infiltrarse entre nosotros…
Nota
Se ha rescatado el artículo a raíz de la candidatura de Pablo Isasi a los premios de la Unión de Actores.

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