viernes, 7 de diciembre de 2007

Único testigo


ÚNICO TESTIGO
Los amish y el inglés
Por Alejandro Cabranes Rubio

Dedicado a Nano Rubio López

Peter Weir se reveló hacia la segunda mitad de los setenta como unos de los directores mas interesantes de aquellos años con dos películas tan enigmáticas como fascinantes desde cualquier punto de vista como lo son Picnic en Hanging Rock (Picnic at Hanging Rock, 1975) y La última ola (The Last Wave, 1977), cuya complejidad rebasa el objeto de estas líneas. Desde entonces a la hora de hablar sobre la carrera del realizador siempre han salido a relucir ciertas características temáticas (cf. la lucha del individuo contra su entorno, la confrontación entre personajes y mundos distintos), visuales (un estilo de filmar sensual, el empleo del formato de Panavisión), musicales (preferencias por combinar la música sinfónica de Mozart y Beethoven con otra electrónica).

Esas dos obras fueron acogidas con entusiasmo –y se entiende perfectamente que así fuera: la primera de ellas posee una belleza indescriptible, y la segunda posiblemente sea la película más abstracta, árida y perturbadora de aquella década-. Weir preparó su viaje a Las Americas con el notable filme antibelicista Gallipolli (1981) y la magnífica El año que vivimos peligrosamente (The Year of Living Dangerously, 1983)… En la actualidad hay quien le reprocha haber claudicado, vulgarizado su estilo personal; haberse domesticado. Por el contrario, confieso que a mi entender es junto con Francis Ford Coppola (a pesar de Jack, y en menor medida de su muy desigual Drácula), el director de cine comercial más interesante de aquellos que se consideran “carne de Oscar”. Obras de la categoría de Sin miedo a la vida (Fearless, 1993), Master and Commander (2003), y –a pesar de Jim Carrey- El Show de Truman (The Truman Show, 1998) así lo corroboran.

Todo ello no es óbice para reconocer que hay cuatro películas bastante inferiores a estas últimas, aunque dos de ellas me parezcan buenas a pesar de que en ellas convivan facilidades, obviedades y elementos prescindibles con bastantes de las virtudes de su director. Una de ellas es El club de los poetas muertos (Dead Poets Society, 1989), una versión bastante más accesible de lo ya expuesto en Picnic en Hanging Rock. La otra, Único testigo en la que Weir suaviza el discurso de La última ola. Esta última, como bien explicaba José María Latorre, era una parábola sobre el miedo de la sociedad occidental a la regresión al identificarse –para su horror- en los maoríes, representantes de lo ancestral. En Único testigo Weir explora las relaciones entre un hombre vulgar, un detective, John Book (Harrison Ford) que protege a un niño amish, Samuel (Lukas Haas) y su madre Rachel (Kelly McGillis), de tres asesinos: el jefe de la policía Paul Schaeffer (Josef Sommer), el teniente McFee (Danny Glover) y el detective Fergie (Angus MacInnes) que los quieren eliminar porque se convirtieron en testigos de un asesinato cometido por ellos en una estación de tren.

Esta premisa argumental se convierte en la fuente de la que beben a la vez los mejores logros de la película y sus peores defectos. Empecemos con estos. Único testigo es una película que obliga a Weir a someterse a la rígida estructura de un thirllerMaster and Commander demuestra que al cabo de tiempo el director supo flexibilizar los moldes narrativos inesperados en su filmografía-, por más que su resolución en cierta medida compendie el aprendizaje de Book entre la comunidad amish como veremos más tarde. Cuando Sidney Lumet exploró el mismo tema en la digna –pero no brillante- Una extraña entre nosotros tropezó también con ese patrón, a pesar de que Lumet es un director bastante más apegado a lo real –poco propenso a lo onírico- que Weir. Así mismo, también –y ahí le doy la razón plenamente a Latorre- llame la atención que Book es un personaje vulgar, en absoluto excepcional, y de ahí que su mirada sobre esa forma de vida más primitiva sea un tanto evidente, simple; y en consecuencia su estancia en el hogar amish a la fuerza destaque porque los conflictos se expongan de manera episódica. Pero de nuevo aquí Único testigo relativiza ese “error” porque, tal y como están filmados y escritos, esa estructura mecánica no se caracteriza por el brochazo, quedando plenamente formulados cinematográficamente, y por tanto aprovechables para “ir otorgando espesor” a la relación entre los personajes. Finalmente destacar en ese sentido que a pesar de que la mirada de Bock pese a no ser interesante también Weir la utiliza precisamente para cuestionar al personaje: “es un hombre simple” le descalifica otro pretendiente de Rachel, Daniel (Alexander Gudonov). Es un apunte crítico digno de tener en cuenta, por mucho que la presencia de Harrison Ford termine por conseguir que simpaticemos con el detective.



Book y Rachel desafian las normas de la comunidad


Si a pesar de ello, los resultados de Único testigo son más que estimables se debe en buena parte a la capacidad de Weir por narrar en imágenes de tal manera que el contenido del filme se acepte de sumo grado, por más que se note mucho en determinados detalles que tenía presente una cinta suya muy superior, como demuestra la escena en la que la hermana de Boock, Elaine (Patti Supone), mira a Rachel como la mujer del protagonista de La última ola observaba los maoríes (1). Ello no es óbice que cuando Weir prima la óptica amish, Único testigo gane enteros. Samuel ejerce de mirada intermedia entre la educación que le imparte su madre y su abuelo Eli (Jan Rubes), y la libertad representada por el mundo de Book. Esa dialéctica queda expresada muy bien en dos escenas correlativas. En la primera en un travelling (excelente) tomado desde la altura del niño nos describe el efecto emocional que le causa la estación de tren donde se cometerá el asesinato: la secuencia se cierra con una panorámica de una estatua de bronce que se convierte en el símbolo resplandeciente de ese nuevo mundo que está descubriendo. Más tarde, cuando se encuentra en comisaría para identificar al culpable del asesinato, un travelling más o menos similar va comentando la interrelación entre el personaje y el espacio: de nuevo una panorámica ascendente resalta un objeto, un trofeo que pertenece al criminal condecorado por la lucha contra el narcotráfico: el niño lo reconoce de inmediato y de esa manera comprende la realidad que se esconde tras ese resplandor que le cegó los ojos en la estación. Hay más simetrías visuales que marcan la evolución psicológica de Samuel: los sucesivos travelling laterales que muestra cómo van desapareciendo de su vista –condicionada por la ventanilla de su compartimiento del tren- diversos cosas relacionadas con su entorno natural (el coche de caballos de su abuelo, un globo): el travelling transmite la ilusión por la aventura. Más tarde otro travelling lateral –tomado también desde sus ojos pequeños- muestra cómo desaparece de su vida John Book: esta vez el movimiento de cámara sugiere un sentimiento de pérdida.

En ese mismo sentido opera la descripción del despertar a la vida amish, cuando el punto de vista aún no está condicionado por la presencia de Book posee una singular belleza: los rayos de sol trazan contrastes lumínicos sobre sus tierras; los primeros planos de las ruedas de sus coches decimonónicos logran situarnos en un ambiente en el que se respira a la vez calma y síntomas de cambio… No es un procedimiento narrativo exclusivo en la filmografía de Weir (el inicio de Master and Commander tiene bastante que ver con el de Único testigo, más allá de que se desarrolle la primera en alta mar), pero aquí allana el terreno para la contraposición de dos mundos antagónicos, y que el director sabe diferenciar visualmente. Así cuando Book despierta tras estar entre la vida y la muerte en casa de Rachel, y se ve rodeado de amish un plano general sugiere la fuerte impresión que siente ante tal visión, su extrañeza, incomodidad… Frente a ese plano general, destaca el primer plano en el que encuadra a Eli y Samuel mientras el primero condena las armas de fuego: la comunicación, la sensación de estar integrado, revierten en la composición de un encuadre más cerrado.



Hay veces que esa dialéctica entre dos mundos que se repelen y terminan atrayendo queda mejor expresada con pequeños gestos que en palabras: Weir, que posiblemente sea el cineasta vivo que mejor sabe aprovechar los silencios en el cine (sin que resulten tan retóricos como las pesadas verborreas de cintas que se pasan de explicativas), aquí realiza un trabajo ejemplar. Evoquemos algunos de esos momentos: la mirada de Rachel al encontrar a Samuel tocando la pistola sin cargar de John, el encuentro entre John y Daniel en las intermediaciones de la casa de la mujer –muy lacónico y escueto-, el plano de Daniel y Rachel disfrutando del silencio en un porche delante de Book; la escena de la construcción del granero en el que Daniel y Book comparten una limonada, las tensas miradas que avivan el almuerzo que tiene lugar en un receso de la obra; el enfrentamiento de Book con varios niñatos que tratan de humillar a los amish; las miradas de deseo entre Book y una Rachel totalmente desnuda (momento cuya brevedad se agradece no por su pudor sino porque por una vez la corrección política revierte en una mayor efectividad dramática); la salida de Book de casa de Rachel tras hacer el amor; el beso en la cabeza que el detective da a Samuel cuando abandona su casa; la despedida entre Rachel y Book sin palabras; y la de éste con Daniel a la salida de la granja…

Si la parte más relacionada con los vínculos entre los personajes y las contraposiciones entre culturas es, de lejos, lo mejor del filme; aquellas que para Weir son un puro trámite tampoco están descuidadas. Ya no me refiero solamente a su forma de resolver la historia de amor entre Rachel y Book, en la que destaca con luz propia la secuencia en la que Rachel vulnera las normas de su comunidad bailando con Book el “Wonderful Wolrd” cantado por Sam Cooke, en la que un hombre reconoce su sencillez e ignorancia, pero también la calidez de sus sentimientos: la cámara danza con ambos personajes, menos en un plano general que advierte que serán interrumpidos por Eli. El otro escollo, la trama policiaca, no parece tal gracias al pulso de Weir. Véase sino la inteligencia que emanan en algunas soluciones planes: la reunión de Shaeffer con Book en la que los personajes no llegan a compartir encuadre (sugiriendo así que están enfrentados y que no comulgan en intenciones, y sobre todo que el jefe del detective es un traidor); la entrevista de Schaeffer con Elaine en la que no vemos la cara del villano de la función porque no está ofreciendo su verdadero rostro; el corte abrupto con el que Weir zanja la conversación entre Shaeffer y el amigo de John, el detective Carter (Brett Jennings); el plano general que muestra la llegada de Shaeffer y sus hombres a la granja; o, sobre todo, la lucha de Book con estos que demuestran que ya se ha amoldado a la comunidad porque reduce a sus enemigos gracias a sus conocimientos sobre la economía de los amish (asfixia a Fergie con el grano recolectado, escena a la que Weir confiere cierta sensación de opresión) y su filosofía porque debe combatirlos sin armas…

De esta manera Único testigo, a la que bastantes comentaristas relacionaron con un estupendo filme de serie B llamado La ventana (The Window, Ted Teltzlaff, 1949) porque había un niño testigo de un asesinato, se conserva como uno de los más atractivos ejemplares del cine comercial estadounidense de los ochenta: una muestra quizás domesticada de un Peter Weir que quizás haya pactado su estilo, pero no por ello sin dejar de exhibir lo más interesante de su cine: su inconfundible personalidad., y que llega a traslucirse también en su inteligente empleo de la música (el tema del granero suena de nuevo cuando Book ya ha que ha quedado arraigado emocionalmente a los amish), Veinte años vista, Único testigo puede ser apreciada porque nos muestra a un director afincado en tierra extraña como el propio Book que luchaba por mantener su idea del cine en un territorio plagado de normas estrictas a las que con el tiempo supo derribar…

Notas

(1)El club de los poetas muertos también mira hacia el cine de Weir de los setenta: no sólo recupera la temática de El picnic en Hanging Rock, sino que la cita explícitamente al usar como aquella el Concierto del emperador de Beethoven.

No hay comentarios: