sábado, 8 de diciembre de 2007

Las amistades peligrosas

LAS AMISTADES PELIGROSAS
Las máscaras y el teatro

Por Alejandro Cabranes Rubio

El Vizconde de Valmont (John Malkovich: enigmático y sublime) ostenta en la primera secuencia de Las amistades peligrosas una máscara de carnaval. Su antagonista, la Marquesa de Merteuil (Glenn Close), lleva la cara maquillada de blanco. Los personajes no ofrecen sus rostros y los ocultan porque se disponen a representar sus roles, su desmedida ambición, su notable cualidad para infligir daño a los demás en su propio beneficio… Estamos en el reino del teatro, tomando de base la popular obra de Chordelos De Laclos. El efecto distanciador ya apunta a los intereses del realizador Stephen Frears y a su vez anuncia la naturaleza del proyecto dentro de su extraña filmografía.

Cuando Las amistades peligrosas se estrenó, Stephen Frears ya tenía fama como cineasta combativo, en dura pugna con el gobierno de Margaret Thatcher, abogando a favor de la interculturalidad y la valoración positiva de la diferencia. En pleno fin de la Guerra Fría y en la destrucción del estado del bien estar en Reino Unido, Frears había mostrado sus inquietudes sobre los resortes del poder y la dialéctica entre las fuerzas corruptas… Al llegar a Hollywood quería mostrar una imagen más domesticada en apariencia temáticamente, pero a su vez empleando el formato académico para arremeter contra lo que más detestaba: Las amistades peligrosas recubría bajo su apariencia de qualite (majestuoso vestuario de James Acheson, decoración de Stuart Craig y fotografía de Philippe Rousselot incluidos) una feroz diatriba contra aquellos que en muy poco tiempo sentaban las bases del neoliberalismo en el dichoso decálogo de Washington.

La ambición de la Marquesa por humillar a su ex amante -a través de una oscura trama que tiene como objeto desvirgar a su futura mujer, Cécile- y el propósito de Valmont por acostarse con una mujer casada (Madame de Tourvel: Michelle Pfeiffer) son en verdad una excusa para indagar en esa diálogo entre almas perversas, destructivas… De esa manera el efecto teatralizante de la primera secuencia anuncia que la función no busca otra cosa que diseccionar el carácter abyecto de los poderosos para proceder a continuación a su representación: la calidez emocional de Mi hermosa lavandería da paso a la fría ejecución de los materiales dramáticos puestos en juego.

Al contrario que el Milos Forman de Valmont –una hermosísima película sobre el fin del individualismo en la era de la globalización-, Stephen Frears prescinde de todo tratamiento humanista por otro sarcástico, situando lamentablemente el discurso en primer término del encuadre. El montaje irónico que muestra a Valmont y a su ayudante robando el correo de Madame de Tourvel, o la manera de planificar la escena en la que la Marquesa y Cécile intercambian en una escalera las cartas que un enamorado de la segunda (el Caballero Danceny: un soso Keanu Reeves) responden a la necesidad de cargar las tintas sobre los aspectos satíricos- a través de tales opciones formales- insistiendo sobre los mismos: cine enfático con burda tendencia al subrayado.

Ese interés por el humor como forma de crítica acaba por descompensar a la cinta cuando Stephen Frears pretende potenciar lo íntimo; cuando su realización se pretende más estilizada. Un par de ejemplos. El montaje que muestra a Madame de Tourvel paseando por el castillo –y que responde a la visualización mental que Valmont hace de ella-, o la agonía de Valmont tras luchar contra el Caballero Danceny –mediante un montaje en paralelo que relaciona el combate con el funeral- forman parte de secuencias precipitadas que quiebran la unidad estilística de una película que no sabe decidirse sobre el tono adoptado sin armonía alguna, entre el modelo teatral y el cinematográfico –es más tales montajes y algunos movimientos de cámara parecen elaborados para que se note que estamos viendo una película-, provocando cierta rigidez en su estructura.

Si Valmont ganaba en intensidad según avanzaba su metraje gracias a una graduación dramática excelente, Las amistades peligrosas por el contrario acusa cierta brusquedad derivada del hecho de empezar la función de manera violenta, obligando a Frears y a su guionista Christopher Hampton a mantener una atmósfera no sostenible; agudizando la atonía de una propuesta en la que las intenciones críticas han impedido desarrollar la descripción de los personajes. Frente al equilibrio de Valmont a todos los niveles –incluyendo el meramente interpretativo: a pesar de que Malkovich resulta superior al, no obstante, competente Colin Firth, la labor del conjunto brilla más en el filme de Forman-, Las amistades peligrosas exhibe una desproporción entre intenciones y resultados, a mucha distancia de algunos logros de Frears, como la reciente y estupenda Mrs. Henderson presenta. Y es una pena porque la maldad del proyecto –y de su secuencia final en la que el público humilla a la marquesa- sumada a su espléndida factura merecen todas las simpatías. Pero Stephen Frears ha decidido ponerse esta ocasión una máscara para que nadie pueda identificarle con su cine anterior, ofreciéndonos puro artificio.

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