La deriva de la historia
Por Alejandro Cabranes Rubio
Desde hace unos años la crítica cinematográfica tilda a la obra del realizador James Ivory de académica. Hablan de él en términos muy generalizadores: “es el más británico de los directores estadounidenses” dicen aquellos que deben conocer perfectamente la sociedad anglosajona, ya que de lo contrario no se atreverían a efectuar dichos comentarios a la ligera. Por mi parte a la hora de abordar estas líneas sobre La condesa rusa quisiera distanciarme de algunos lugares comunes. El más habitual, asociar lo académico con lo disciplinado, perfecto, rutinario y aburrido; descalificando de paso la labor de no pocos profesores universitarios (también los hay buenos). De acuerdo a esos sinónimos, el cine de James Ivory es “muy educado”, y, ¡horror!, suele estar ambientado en el pasado. Por todo ello le acusan de negar la evolución del propio cine como arte expresivo. Tampoco se acepta que su trabajo, guste o no, goza de una personalidad reconocible por otros motivos que nada tienen que ver con los aducidos en esta presentación. Cierto: Ivory no usa la cámara digital ni se permite estridencias y de ahí surgen las reacciones que giran en torno a su filmografía presuntamente académica. Permítanme plantear una cuestión al respecto: ¿acaso algunas cintas “independientes” o el propio Dogma no siguen su propia ortodoxia, plegándose a coartadas culturales tan manipuladoras como la pobreza económica –sinónimo automático “de mayor creatividad” con independencia de los logros reales de cada título- o la sospechosa pureza cinematográfica? Lo que en Ivory se trata de defectos, en Von Trier de genialidad…
Más allá de esa tibieza intelectual que exhiben determinados críticos que en programas televisivos de cierta difusión llegan a exclamar que determinadas cintas entusiasman a todas las personas que poseen buen gusto -¡a la mierda el derecho a la disidencia!-, podríamos hacer un balance menos general de lo que ha dado de sí la obra de Ivory a lo largo de las últimas décadas. Con una coherencia interna innegable, su “estilo” ha amparado el rodaje de películas flojas (Las bostonianas, Le Divorce), otras que combinan aciertos y errores a partes iguales (Sobrevivir a Picasso, Esperando a Mr. Bridge); algunas apreciables (La copa dorada, Regreso a Howard End) y un título realmente magnífico: Lo que queda del día. Todas ellas guardan denominadores comunes como la preferencia hacia las adaptaciones de buenas novelas (preferentemente de Foster o James); un tipo de narración construida en torno a la dialéctica establecida entre mentalidades contrapuestas que en determinadas ocasiones lo son también de tipo geográfico y cultural. Títulos como Oriente y Occidente, Jefferson en París, Una habitación con vistas o La hija de un soldado nunca llora resultan sintomáticos al respecto. Mucho antes de que la globalización despertarse cierta inquietud sobre la convivencia entre distintos pueblos y sobre el sometimiento de unos sobre otro a través de unas formas de colonialismo aún más peligrosas que las más pretéritas, Ivory ya aprovechaba las posibilidades del cine para indagar en esas cuestiones a veces son una planificación que confundía el clasicismo con la inexpresión, y otras -por el contrario- con una igualmente pulida, pero expresiva.
Más allá de esa tibieza intelectual que exhiben determinados críticos que en programas televisivos de cierta difusión llegan a exclamar que determinadas cintas entusiasman a todas las personas que poseen buen gusto -¡a la mierda el derecho a la disidencia!-, podríamos hacer un balance menos general de lo que ha dado de sí la obra de Ivory a lo largo de las últimas décadas. Con una coherencia interna innegable, su “estilo” ha amparado el rodaje de películas flojas (Las bostonianas, Le Divorce), otras que combinan aciertos y errores a partes iguales (Sobrevivir a Picasso, Esperando a Mr. Bridge); algunas apreciables (La copa dorada, Regreso a Howard End) y un título realmente magnífico: Lo que queda del día. Todas ellas guardan denominadores comunes como la preferencia hacia las adaptaciones de buenas novelas (preferentemente de Foster o James); un tipo de narración construida en torno a la dialéctica establecida entre mentalidades contrapuestas que en determinadas ocasiones lo son también de tipo geográfico y cultural. Títulos como Oriente y Occidente, Jefferson en París, Una habitación con vistas o La hija de un soldado nunca llora resultan sintomáticos al respecto. Mucho antes de que la globalización despertarse cierta inquietud sobre la convivencia entre distintos pueblos y sobre el sometimiento de unos sobre otro a través de unas formas de colonialismo aún más peligrosas que las más pretéritas, Ivory ya aprovechaba las posibilidades del cine para indagar en esas cuestiones a veces son una planificación que confundía el clasicismo con la inexpresión, y otras -por el contrario- con una igualmente pulida, pero expresiva.
En ese sentido el filme que nos ocupa ahora se adscribe sin dificultades a las características temáticas y visuales de Ivory, quien en esta ocasión ha sustituido en el guión a la habitual Ruth Prawer Jhabala por el novelista que inspiró su obra más reputada: Kazuo Ishiguru. A groso modo, La condesa rusa relata la historia de una aristócrata (Natasha: Natasha Richardson) que huye de la Revolución Rusa hasta llegar con su familia a Shanghai donde sobrevive como chica de alterne hasta conocer al ex diplomático Todd Jackson (Ralph Fiennes), quien quiere abrir su propio bar de ensueño (“La condesa rusa”). En tales circunstancias en el momento de su estreno, no pocos periodistas además de aprovisionarse de todos los latiguillos enumerados al inicio de este comentario destacaron el carácter folletinesco de una historia que se nutre de clichés; un ejemplo de lo que se considera cine conservador y gastado de sí mismo. Admitiendo que la resolución se prevé con facilidad y que los materiales eran un poco de derribo, se nota que Ishiguru e Ivory conocen perfectamente de lo que hablan y se entregan a hacerlo como si fuese la primera vez que alguien llevase a cabo tal empresa. Puede que La condesa rusa no se distinga por sus innovaciones, pero atesora un guión muy bien construido puesto en imágenes pulidas pero muy expresivas; dignas de una realización que no confunde clasicismo con estatismo. Por todas estas razones resulta injusto su fracaso comercial y crítico en plena entronización de artefactos como Crash (el peor guión de Paul Haggis hasta la fecha) y la demasiado efusiva aceptación de cintas tan desiguales como Orgullo y prejuicio, la cual por cierto contenía una lectura muy suavizada de la maléfica novela de Jane Austen.
Ya que he sacado a coalición dos películas aplaudidas por sus “audacias”, vamos a compararlas un poco con la cinta de Ivory. Allá donde la “Mejor Película” de 2005 –un inesperado cruce entre el relato existencialista y el navideño- hablaba de un mundo en el que sus habitantes colisionaban sin remedio mientras la redención y compañía impedía su destrucción total; La condesa rusa articula un discurso sobre una sociedad en proceso de desarticulación, aplastada por la deriva de una Historia que se presenta efímera y en la que los intentos de atrapar la belleza resultan baldíos por la ceguera que ésta muestra ante el trabajo de los hombres… En la última película de Ivory, la heroicidad escasea –al revés que en el presuntamente más duro filme del guionista habitual de Clint Eastwood- ya que la comunidad representada debe seguir buscando su camino, no sé sabe muy bien en qué dirección. Miren por donde, sin necesidad de desenfocar todos los encuadres, La condesa rusa tiene mucho más que decir de la sensación de desconcierto y desorientación del mundo actual, dominado por gente tan poco recomendable como Bin Landen o Bush: incluso entre sus fotogramas se advierte el advenimiento del fascismo.
La falta de percepción –tema sobre el cual La condesa rusa habla con mayor propiedad que Orgullo y prejuicio- se concreta, como insinuaba líneas atrás, en la ceguera de Jackson; alguien sacudido dos veces por la tragedia (la muerte de su mujer e hija en circunstancias evitables), comprensivo, distante y afectuoso como el Rochester de Jane Eyre; pero también capaz de ponerse en ridículo a causa de los celos: un hombre cuya falta de visión le impide apreciar lo que tiene y que construye su futuro siguiendo los dictados de ciertas ilusiones ópticas. Resulta espléndido en ese sentido su presentación: una panorámica que recorre su cuerpo, evidenciando el hecho de que carece de campo visual. La representación mental de lo que le rodea viene expresada por su capacidad auditiva para trasladarse allá donde se encuentren las personas que quiere localizar. De ahí que las vulneraciones del raccord estén dramáticamente justificadas, sirviendo de expresión cinematográfica de dicha facultad (1). Así ocurre cuando puede sentir el galopar de un caballo (inserto de las patas del animal) cuyo triunfo le hace ganar dinero; o cuando busca a la hija de Natasha en el puerto (los planos de ésta gritando en las embarcaciones responden a la visualización mental de Jackson sobre los hechos), y por supuesto cuando conoce a Natasha mientras esta conversa con otro aristócrata ruso venido a menos… Incluso la fragmentación de los planos con los que Ivory filma la invasión japonesa de Shanghai sabe transmitir la falta de comprensión de Jackson sobre el terreno donde pisa; sin que el espectador se pierda en el espacio escénico.
Ya que he sacado a coalición dos películas aplaudidas por sus “audacias”, vamos a compararlas un poco con la cinta de Ivory. Allá donde la “Mejor Película” de 2005 –un inesperado cruce entre el relato existencialista y el navideño- hablaba de un mundo en el que sus habitantes colisionaban sin remedio mientras la redención y compañía impedía su destrucción total; La condesa rusa articula un discurso sobre una sociedad en proceso de desarticulación, aplastada por la deriva de una Historia que se presenta efímera y en la que los intentos de atrapar la belleza resultan baldíos por la ceguera que ésta muestra ante el trabajo de los hombres… En la última película de Ivory, la heroicidad escasea –al revés que en el presuntamente más duro filme del guionista habitual de Clint Eastwood- ya que la comunidad representada debe seguir buscando su camino, no sé sabe muy bien en qué dirección. Miren por donde, sin necesidad de desenfocar todos los encuadres, La condesa rusa tiene mucho más que decir de la sensación de desconcierto y desorientación del mundo actual, dominado por gente tan poco recomendable como Bin Landen o Bush: incluso entre sus fotogramas se advierte el advenimiento del fascismo.
La falta de percepción –tema sobre el cual La condesa rusa habla con mayor propiedad que Orgullo y prejuicio- se concreta, como insinuaba líneas atrás, en la ceguera de Jackson; alguien sacudido dos veces por la tragedia (la muerte de su mujer e hija en circunstancias evitables), comprensivo, distante y afectuoso como el Rochester de Jane Eyre; pero también capaz de ponerse en ridículo a causa de los celos: un hombre cuya falta de visión le impide apreciar lo que tiene y que construye su futuro siguiendo los dictados de ciertas ilusiones ópticas. Resulta espléndido en ese sentido su presentación: una panorámica que recorre su cuerpo, evidenciando el hecho de que carece de campo visual. La representación mental de lo que le rodea viene expresada por su capacidad auditiva para trasladarse allá donde se encuentren las personas que quiere localizar. De ahí que las vulneraciones del raccord estén dramáticamente justificadas, sirviendo de expresión cinematográfica de dicha facultad (1). Así ocurre cuando puede sentir el galopar de un caballo (inserto de las patas del animal) cuyo triunfo le hace ganar dinero; o cuando busca a la hija de Natasha en el puerto (los planos de ésta gritando en las embarcaciones responden a la visualización mental de Jackson sobre los hechos), y por supuesto cuando conoce a Natasha mientras esta conversa con otro aristócrata ruso venido a menos… Incluso la fragmentación de los planos con los que Ivory filma la invasión japonesa de Shanghai sabe transmitir la falta de comprensión de Jackson sobre el terreno donde pisa; sin que el espectador se pierda en el espacio escénico.
Ivory convierte -gracias a su trabajo tras la cámara- a Jackson en un hombre que necesita crear sus propios lugares, ya que en los ajenos no termina de desenvolverse como quisiera y haciéndolo con bastante obstinación, apasionadamente. Su idea de abrir su propio bar nace a raíz de una conversación con un espía japonés, Matsuda (Hiroyuki Sanada), quien regala a sus oídos esa posibilidad. En ese momento, Ivory inserta un plano del violín que toca un hombre de la orquesta: Jackson está escuchando –literal y metafóricamente- una música que le place… Pues bien, esos cambios en la planificación serena de la película suelen coincidir cuando el estado de ánimo de Jackson se exalta: el travelling que recoge el ataque de celos ya mencionado (una ruptura escénica en consonancia con una quiebra emocional); los movimientos circulares de cámara que lo ahogan mientras escucha los sonidos de un piano –casi zumbidos- que le hace recordar el ruido del incendio que acabó con la vida de su mujer; y sobre todo los montajes con los que Ivory transmite su entusiasmo en relación a la apertura de su propio bar. El primero de ellos es un flash back que explica gradualmente cómo fue introduciendo el personal al local: en vez de destacar el factor informativo, Ivory subraya el emocional, el profundo orgullo que le reporta tales acciones a Jackson. El segundo montaje al que aludo recuerda a algunos llevados a cabo por Francis Ford Coppola: me refiero al que relaciona las sugerencias de Matsuda para crear “tensión política” en “La condesa rusa” y su puesta en práctica, sugiriendo la determinación de ambos hombres en su cometido. Cuando Jackson mantiene su serenidad, la cámara por decirlo de alguna manera se relaja y marca los factores que le diferencian del resto de los estadounidenses afincados en China, tal como ocurre cuando un plano-contra-plano lo separa del joven Thomas (Lee Pace), a quien en otro momento le recrimina su imposibilidad de ver la belleza… Un nuevo apunte sobre la insensibilidad, la ceguera, de los tiempos que corren… La condesa rusa relata la historia de hombres y mujeres que se dejan llevar por la marea, doblegados por culpa del devenir histórico a pesar –a diferencia de la reciente Babel- de no cometer estúpidas insensateces… La película de Ivory es ante todo el retrato exhaustivo de unos seres con un intenso e idílico pasado que se quedó ya demasiado atrás…
La fotografía de Christopher Doyle (colaborador habitual de Wong Kar Wai y así mismo firmante de la fotografía de Héroe y la espléndida Liberty Heights) asocia lo hermoso, puro, al color blanco, identificado así mismo con la protagonista femenina, Natasha, cuya aureola candorosa -también vinculada al verde- se ha resentido de su estancia en una Shanghai iluminada con un rojo abrasador que quizás simbolice la pérdida de virginidad (moral) de ella, así como el color de una realidad sangrante…
La fotografía de Christopher Doyle (colaborador habitual de Wong Kar Wai y así mismo firmante de la fotografía de Héroe y la espléndida Liberty Heights) asocia lo hermoso, puro, al color blanco, identificado así mismo con la protagonista femenina, Natasha, cuya aureola candorosa -también vinculada al verde- se ha resentido de su estancia en una Shanghai iluminada con un rojo abrasador que quizás simbolice la pérdida de virginidad (moral) de ella, así como el color de una realidad sangrante…
Lynn Redgrave
La definición de Natasha ahonda ese discurso: una mujer que a pesar de su carácter noble trabaja –ya anunciábamos hace varios párrafos- como chica de alterne, como si fuese la hermana del protagonista de Alemania, año cero… Del contraste entre sus hábitos actuales y su educación (muy bien visualizada en un escueto flash back) nace su temor a ser un mal ejemplo para su hija Katya (Madeleine Daly). Su forma de quitarse las zapatillas para no despertar a su familia, conformarse con descansar en un sillón, realza su condición de víctima; pero Ivory y el guionista afortunadamente dotan al personaje de incertidumbres, celos (no soporta ver a su cuñada Grushenka jugar con la niña) así como aplomo para salir adelante… incluso pidiendo cantidades ingentes de dinero a Jackson.
Precisamente la manera de puntuar la relación afectiva que se establece entre ambos enriquece el sentido de la narración. En el primer fotograma que comparten juntos, Ivory los encuadra a ambos y mantiene el doble punto de vista sin tener que recurrir al primer plano. Más adelante el director y guionista los hace pasear juntos mientras un travelling tomado desde una distancia considerable recoge ese momento, marcando tanto el inicio de su afecto mutuo (un movimiento emocional) como su todavía falta de proximidad física. Y cuando esta se produce viene precedida por un número musical en el que un cantante corteja a una dama… Finalmente cuando Jackson palpa por primera vez el rostro de Natasha, un plano general da paso a un primer plano de acuerdo con el acercamiento que se establece entre los dos. Es entonces cuando La condesa rusa se permite mostrarse más amable e introducir elementos de una calidez que contradicen la aceptación de que el cine de Ivory es frío. Baste recordar la secuencia en la que Katya mira un calidoscopio (un plano imposible tomado desde el interior del artilugio sugiere que un mundo mágico la está contemplando, aguardando) e Ivory filma las ilusiones ópticas que este produce –y que no son otras que el recorrido de un barco por el mar-, contagiando la ilusión de un viaje hacia otro mundo mejor, con menos pobreza, donde las personas no quedan ni expulsadas ni marginadas…
Precisamente la manera de puntuar la relación afectiva que se establece entre ambos enriquece el sentido de la narración. En el primer fotograma que comparten juntos, Ivory los encuadra a ambos y mantiene el doble punto de vista sin tener que recurrir al primer plano. Más adelante el director y guionista los hace pasear juntos mientras un travelling tomado desde una distancia considerable recoge ese momento, marcando tanto el inicio de su afecto mutuo (un movimiento emocional) como su todavía falta de proximidad física. Y cuando esta se produce viene precedida por un número musical en el que un cantante corteja a una dama… Finalmente cuando Jackson palpa por primera vez el rostro de Natasha, un plano general da paso a un primer plano de acuerdo con el acercamiento que se establece entre los dos. Es entonces cuando La condesa rusa se permite mostrarse más amable e introducir elementos de una calidez que contradicen la aceptación de que el cine de Ivory es frío. Baste recordar la secuencia en la que Katya mira un calidoscopio (un plano imposible tomado desde el interior del artilugio sugiere que un mundo mágico la está contemplando, aguardando) e Ivory filma las ilusiones ópticas que este produce –y que no son otras que el recorrido de un barco por el mar-, contagiando la ilusión de un viaje hacia otro mundo mejor, con menos pobreza, donde las personas no quedan ni expulsadas ni marginadas…
El sentimiento de pérdida –identificado con el desplazamiento emocional, físico y geográfico- invade la mayoría de las imágenes de la película. No me resisto a mencionar el plano tomado a espaldas de Jackson y su hija Christina (Manouk Tideman), premonizando que la promesa de permanecer juntos toda la vida no se va a poder cumplir… La riqueza de determinados detalles, el sentido de la observación demostrado por Ivory -cf. el plano tomado desde las alturas que muestra a Matsuda contemplado el fruto de su trabajo como espía; la manera de preconizar visualmente la relación entre las invasiones japonesas y sus acciones (2)- y lo bien dosificados que están los tiempos distendidos en el relato –que no se limitan a recrear ideas expuestas, sino que permiten avanzar la acción y matizarla- hablan por si solos de la solidez de esta película, que si por algo se distingue es por el rigor con el que están caracterizados los personajes.
Entre estos resulta imposible no mencionar a tres. La suegra de Natasha, Olga (una extraordinaria Lynn Redgrave), es una aristócrata que también ha conocido la derrota pero que no duda en explotar a Natasha, avergonzándose del trabajo que ésta realiza, y que incluso se atreve a abandonarla. La misma actitud mantiene Grushenka (Madelaine Potter), una mujer que aún actuando mal en el fondo quiere lo mejor para Katya, la hija que ella no pudo tener: que ambos personajes estén interpretados por madre e hija en la vida real no resulta ninguna casualidad como lo tampoco lo es que La condesa rusa reúna a buena parte del clan Redgrave (a las mencionadas Natasha y Lynn hay que sumar la presencia de Vanessa). Y finalmente Matsuda queda retratado como un hombre inteligente y peligroso, con ideología fascista, también obsesionado por capturar la belleza como Jackson, y que sabe comportarse adecuadamente con sus amigos: ¿quizás este último detalle es el que ha irritado a buena parte de la crítica, que seguramente prefiere conformarse con el retrato caricaturesco y brutal de ese tipo de personas?
Entre estos resulta imposible no mencionar a tres. La suegra de Natasha, Olga (una extraordinaria Lynn Redgrave), es una aristócrata que también ha conocido la derrota pero que no duda en explotar a Natasha, avergonzándose del trabajo que ésta realiza, y que incluso se atreve a abandonarla. La misma actitud mantiene Grushenka (Madelaine Potter), una mujer que aún actuando mal en el fondo quiere lo mejor para Katya, la hija que ella no pudo tener: que ambos personajes estén interpretados por madre e hija en la vida real no resulta ninguna casualidad como lo tampoco lo es que La condesa rusa reúna a buena parte del clan Redgrave (a las mencionadas Natasha y Lynn hay que sumar la presencia de Vanessa). Y finalmente Matsuda queda retratado como un hombre inteligente y peligroso, con ideología fascista, también obsesionado por capturar la belleza como Jackson, y que sabe comportarse adecuadamente con sus amigos: ¿quizás este último detalle es el que ha irritado a buena parte de la crítica, que seguramente prefiere conformarse con el retrato caricaturesco y brutal de ese tipo de personas?
Quizás por ello y el tono anticuado de la cinta estén mal considerados en la actualidad, pero lo cierto es que cualquier acusación de conservadurismo que recaiga sobre Ivory debe hacerse en el plano formal, pues en el fondo películas como Maurice tienen ciertas intenciones progresistas: ese acervo ideológico en La condesa rusa se manifiesta en un feroz retrato de la aristocracia rusa, a la que describen a la manera del Franklin J. Schaffner de la incomprendida (y magnífica) Nicolás y Alejandra: como seres humanos que son víctimas y a la vez verdugos. Ello, por desgracia, resulta políticamente incorrecto: una auténtica pena por las notables virtudes de la cinta (entre ellos un trabajo admirable de todos los intérpretes, a los que cabe añadir a John Wood y Allan Corduner); revelador de un momento en el que determinados directores siempre son aplaudidos (hagan lo que hagan) y ello en virtud de sus bondades sociales. Pienso en gente como Mike Leigh, John Sayles, Ken Loach, Bertrand Tavernier o Michael Winterbottom con títulos francamente admirables y conmovedores (El secreto de Vera Drake, Lone Star, Agenda oculta, La vida y nada más, El perdón), pero otros que –por decirlo suavemente- no lo son tanto (Dos chicas de hoy, Casa de los Baby, Felices dieciséis, La pequeña Lola, Nueve canciones).
Una nota para el final. La condesa rusa fue la última película producida por el principal socio de Ivory, Ismael Merchant, fallecido como consecuencia de un ataque al corazón a término de rodaje… Quizás de manera involuntaria, el filme además de tener un cierto halo testamentario -a pesar de que Ivory ya ha finalizado City of Your Final Destination (3)-, es tan elegíatico como el último de Robert Altman, El último show… La condesa rusa compendia una manera de entender el cine en vías de extinción propia de un marco internacional y cultural también en vías de desaparición. En la antepenúltima película producida por Merchant, La copa dorada, una mujer que había impuesto su voluntad a costa de traicionar queda literalmente reducida a una pieza más de un museo financiado por su marido: cuando llega a su punto de destino final se cierra el iris de la cámara, como si la vida de dicho personaje hubiese finalizado. Y ese cierre marca un punto final de una sociedad que como los protagonistas de La condesa rusa deben seguir buscando, aún cuando las circunstancias los deja a merced de la historia… ¿De verdad tal sensación de desesperanza y crisis vital puede considerarse académica? ¿O es que acaso la única forma de avanzar es anular a los representantes del pasado? Sea como fuere, La condesa rusa parece contestar afirmativamente, con un sentimiento crepuscular y melancólico, que algunos les parecerá lacrimoso y consolador, pero que jamás pueden impedir la visión de la película como lo que realmente es: un filme cuidado y bien hecho –y no sólo por gozar de una espléndida factura-, que sabe mirar de frente a nuestra realidad prescindiendo de cualquier óptica maniquea, y que expresa sus ideas de forma cinematográfica.
Una nota para el final. La condesa rusa fue la última película producida por el principal socio de Ivory, Ismael Merchant, fallecido como consecuencia de un ataque al corazón a término de rodaje… Quizás de manera involuntaria, el filme además de tener un cierto halo testamentario -a pesar de que Ivory ya ha finalizado City of Your Final Destination (3)-, es tan elegíatico como el último de Robert Altman, El último show… La condesa rusa compendia una manera de entender el cine en vías de extinción propia de un marco internacional y cultural también en vías de desaparición. En la antepenúltima película producida por Merchant, La copa dorada, una mujer que había impuesto su voluntad a costa de traicionar queda literalmente reducida a una pieza más de un museo financiado por su marido: cuando llega a su punto de destino final se cierra el iris de la cámara, como si la vida de dicho personaje hubiese finalizado. Y ese cierre marca un punto final de una sociedad que como los protagonistas de La condesa rusa deben seguir buscando, aún cuando las circunstancias los deja a merced de la historia… ¿De verdad tal sensación de desesperanza y crisis vital puede considerarse académica? ¿O es que acaso la única forma de avanzar es anular a los representantes del pasado? Sea como fuere, La condesa rusa parece contestar afirmativamente, con un sentimiento crepuscular y melancólico, que algunos les parecerá lacrimoso y consolador, pero que jamás pueden impedir la visión de la película como lo que realmente es: un filme cuidado y bien hecho –y no sólo por gozar de una espléndida factura-, que sabe mirar de frente a nuestra realidad prescindiendo de cualquier óptica maniquea, y que expresa sus ideas de forma cinematográfica.
NOTAS
(1)Recientemente la magnífica El perfume repetía este recurso con idéntico sentido, si bien en esta ocasión se trazaban los vínculos entre el protagonista y los olores producidos por los seres humanos o en su defecto se desprenden de determinados objetos.
(2)Por cierto muy similar a la llevada a cabo por el propio Ivory en Regreso a Howard End cuando vinculó sutilmente al personaje interpretado por Anthony Hopkins con una antigua novia, relación que el espectador tendrá conocimiento muchos minutos después en el transcurso de una fiesta en una campiña.
(3)La cinta está protagonizada por actores de distintos países (Norma Aleandro, Anthony Hopkins, Charlotte Gainsbourg, Laura Linney, Omar Metwallt) y se desarrolla en Buenos Aires, lo que en teoría hace sospechar que será otro título que se adscribirá fácilmente en el acervo temático de Ivory.
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