lunes, 10 de diciembre de 2007

El príncipe y la corista

Marilyn Monroe en El príncipe y la corista

El PRÍNCIPE Y LA CORISTA
Olivier y la distensión
Por Alejandro Cabranes Rubio

Hoy por hoy El príncipe y la corista (1957) es una película muy poco apreciada entre los aficionados. Cuando Emilio Gutiérrez Caba estrenó una versión teatral hace unos años arremetió contra la dulcificación del texto de Terence Rattigan que emprendió Laurence Olivier en la adaptación cinematográfica. ¿Cómo una obra tan conciliadora, incluso ñoña en su enfoque, puede ser apreciada por alguien con gusto? Más considerando que Olivier siempre ha estado mejor valorado como actor que como director, algo injusto desde mi punto de vista… Y por si fuera poco Olivier quedó tan espantado con la experiencia de haber dirigido a Marilyn Monroe que dejó pasar una década antes de situarse de nuevo tras las cámaras: tenemos también una leyenda negra. Nos dejamos dos motivos más de rechazo. El primero, el hecho de que David Mamet lograse su mejor trabajo (como director) hasta la fecha con otra obra de Rattingan, El caso Winslow (1999), cuyo enorme brillo hace palidecer a El príncipe y la corista. El segundo, la interpretación de Olivier –siendo muy competente- no está a la altura de las que realizó a lo largo de la década de los setenta en cintas tan admirables como Nicolás y Alejandra (1971), La huella (1972), Marathon Man (1976), Los niños del Brasil (1978) y la memorable Drácula (1979).

Por lo que a mi respecta, El príncipe y la corista no sólo contiene apuntes de interés, sino que es una buena muestra de cine-teatro, no exenta de lecturas políticas (1)… Esa dulzura que algunos le recriminan en realidad resulta muy coherente con el momento histórico en que se rodó la cinta. Para 1957 ya no sólo se había firmado el Tratado del Carbón y del Acero, sino también el Tratado de Roma. En otras palabras, la película opera como reflejo involuntario de esa Europa que ya trabajaba en su reconciliación. Los enfrentamientos entre el regente de un país ficticio (Charles: Laurence Olivier) y su hijo Nicolás (Jeremy Spenser) por devolver la democracia al territorio patrio son en verdad una metáfora: la intervención de alguien ajeno al conflicto (la cabaretera Elsa Marina: Marilyn Monroe) como mediador se presta a esas lecturas. El filme habla también de las medidas de distensión de la guerra fría: Elsa se convierte en el teléfono rojo entre Charles y Nicolás. No en vano la primera vez que los vemos juntos, forman un triángulo en el decorado. El mensaje de “haz el amor y no la guerra” puede provocar risas por cándido; pero lo cierto es que tal y como está articulado en pantalla posee convicción.


Laurence Olivier y Marilyn Monroe

A ello contribuye sobradamente la labor de Olivier tras las cámaras: su experiencia teatral le acredita como un experto a la hora de definir espacialmente las situaciones y saber valorar la expresividad del movimiento escénico en función de las necesidades narrativas, dándoles una textura cinematográfica. Todos los personajes y conflictos están definidos por la exactitud de los encuadres. Empecemos por uno de los más insignificantes, Mr. Northbrock (Richard Wattis), encargado de atender a Charles, Nicolás y la Reina Madre (simpática Sybil Thorndike) durante la coronación del Rey Jorge de Inglaterra. Es un pobre hombre al que el Foreing Office le ha encargado velar por los representantes de un país cuya misma existencia desconocía: de ahí que la cámara se aleje de él, mientras se asoma por una ventana, ya que la situación le viene grande (de ahí el plano general) y por tanto alza la vista al mundo. A partir de ese momento será un simple subordinado, al que encomiendan entretener al Príncipe Regente con un espectáculo: la panorámica que recorre la marquesina del teatro donde trabaja Elsa evidencia que carece de voluntad propia, y a la vez alerta al espectador sobre el brillo y las luces que va a arrojar la corista sobre la política internacional. Cuando esta es invitada por Charles, a Northbrock le tocará esperar mientras la artista se prepara: es un mandado sin rostro propio. Y de ahí que cuando Elsa replique “No sé quien es usted” un plano muestre cómo un biombo le tapa la cara. A partir de entonces todas las medidas que adopte durante la estancia de la actriz en la embajada quedarán anuladas por la intervención de ésta o del propio Charles.

Elsa (Marilyn Monroe: una actriz eficiente, con independencia de que fuera problemática) es vulgar e inculta (aunque sepa hablar alemán); alta defensora de la democracia y a pesar de ello lo suficientemente sensible como para apreciar al solitario Charles; alguien que conoce, a pesar de las apariencias, a qué mundo pertenece. Por ello su entrada en la embajada está rodada con un travelling de retroceso que parece reverenciarla. Su conflicto con Charles también queda muy bien definido: cuando comprueba el despotismo del regente mientras éste da instrucciones de encarcelar a sus oponentes, Olivier emplea un contraplano que toma a Charles como primer término del encuadre, porque al fin y al cabo éste (y por ende la cámara) está dando la espalda a los valores estadounidenses… A pesar de ello la planificación da parte de cómo Elsa sabe adaptarse a las circunstancias gracias a su intuición: cuando la Reina Madre le dirige la palabra en francés para no decepcionarla por su desconocimiento sobre esa lenguaje se ve obligada a pensar: un travelling se dirige a su cabeza y ella asiente con un “oui”; la Reina Madre vuelve a dirigirse en ella en el idioma pero la cámara permanece fija (ya actúa mecánicamente; el plano puede reposar); y en la tercera réplica comprendiendo que esta vez un “oui” ya no sirve para soslayar la situación otro travelling vuelve a acosarla… Si la dirección de Olivier se muestra firme en la forma de insinuar la agilidad mental de Elsa (palpable, por ejemplo, en la ejemplar escena en la que descubre que Nicolás conspira contra su padre), no menos notable es su manera de sugerir su talante humilde y soñador. Ya no sólo en el espléndido travelling que se dirige a sus espaldas cuando Nicolás la invita al baile de la coronación (y que puede interpretarse como un signo de la complicidad de los dos personajes, y también con un movimiento indicativo hasta qué punto la oferta sorprende y abruma a Elsa), o cuando la Reina Madre le nombra Dama de Honor (y la jerarquía de términos visuales realza su condición de súbdita), sino sobre todo en el largo fragmento que va desde el paseo en carroza hasta la coronación en la Abadía de Westminster. El primero evoca a un momento muy similar de El prisionero de Zenda (1952) al saber combinar la fascinación que siente Elsa y un sentido del humor que resta solemnidad al acto, sin desvirtuar el sentido de la escena. La coronación en la Abadía merece destacar como lo mejor filmado jamás por Olivier por derecho propio. Las panorámicas que recorren el rosetón, los capiteles y las bóvedas góticas expresan certeramente cómo poco a poco Elsa queda extasiada de tales visiones. Un plano en concreto debe ser destacado: aquel que transforma un castillo dibujado en una de las vidrieras en un castillo real situado al lado del mar (la máxima expresión de los deseos de la corista); una fuga mental audaz desde cualquier punto de vista y que desmiente por si sola la afirmación de Truffaut acerca de la incapacidad narrativa del cine inglés. Frente al poder de la ensoñación impera la realidad y de ahí que Elsa sepa comprender que los días que ha pasado en compañía de la familia real sólo serán un feliz recuerdo. De ahí que su forma de abandonar la embajada –en un plano general fijo- exprese de forma tan certera como melancólica su serenidad y llegada a la madurez, como si fuese la protagonista de Tres sombreros de copa. Una espléndida revisión del mito de la Cenicienta.


Marilyn Monroe ejerce de teléfono rojo

Si El príncipe y la corista puede enseñar cómo caracterizar a un personaje femenino a través de la mera elección de un plano y movimiento de cámara, lo mismo lo podemos decir del masculino, el rígido Charles, cuya manera abrupta de cerrar una puerta (Coppola en la genial El padrino no se inventó nada) dice mucho de su carácter tajante e intolerante hacia lo que no comprende porque le asusta. Mencionar al respecto el momento en el que Elsa se desmaya por culpa del alcohol y elogia los dibujos del techo (unos querubines) y un simple plano en el que el regente queda literalmente rodeado de esos frescos dice mucho más de su impotencia y rabia que cualquier línea de diálogo: los querubines pertenecen al mundo romántico de Elsa, y que repudia por el mero hecho de no haber sabido entrar en él. Su permanente estado de duda a veces queda contenido en un simple travelling cuyo movimiento se detiene –como así sucede cuando pregunta a la artista qué haría con un hijo como Nicolás-; o en la mera interrupción de la planificación que imperaba en la escena en la que Elsa le obliga a acatar la celebración de unas elecciones generales y la cámara deja de danzar con los personajes: el mundo de Charles se deshace y debe tomar aire (y descansar) para renovarse. (Nota bene: si Charles acepta tal cambio eso se debe a su deseo de reconciliarse con su hijo, y porque sabe que su imagen internacional se afianzará sin necesidad de perder el poder). El travelling que se aleja de él cuando despide a Elsa por penúltima vez sabe captar su agradecimiento y nostalgia por lo que acaba de vivir; a la vez que adelanta que su amada y su hijo lo van a desobedecer una vez más… Todo en El príncipe y la corista está visualizado de forma cinematográfica, incluido el temor de Nicolás de que la reconciliación sea una quimera mientras las sombras del pasado le persiguen literalmente por los vestíbulos de la embajada. En fin. Puede que El príncipe y la corista sea ñoña, suavice el original y contenga alguna que otra redundancia; pero no traiciona en algunos puntos a Rattigan (cf. el discurso sobre la importancia de decir la verdad) y tampoco a Olivier (para quien así lo sepa apreciar hay ciertas reflexiones sobre la naturaleza del poder coherente con sus adaptaciones de Shakespeare); varios momentos demuestran su buen pulso como director (cf. el travelling sobre los murales que reproducen las calles de Londres; la panorámica que recorre la fachada de la embajada y que tanto sugiere sobre el estado anímico de los personajes); los signos que recorren el relato (las condecoraciones) lo puntúan con encomiable precisión… Lo suficiente para volver a reconsiderar esta buena película.
Notas
(1)Las demás adaptaciones de Laurence Olivier de piezas teatrales tampoco se libran de lecturas políticas, desde la clara metáfora de la segunda guerra mundial que se aprecia en Enrique V (1945) a la duda existencial tras el fin de la contienda que expresa Hamlet (1948).

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