sábado, 24 de noviembre de 2007

El ultimatum de Bourne

EL ÚLTIMATUM DE BOURNE
¿Bourne versus Bond?
Por Alejandro Cabranes Rubio

Matt Damon estos días ha promocionado El ultimátum de Bourne comparando la franquicia que el protagoniza sobre un agente de la CIA que ha perdido la memoria con las películas sobre James Bond. La suya está concebida como una réplica a la segunda. Jason Bourne saca a la superficie los trapos sucios de la CIA y la estética de la saga pretende ser verista. De ahí la presencia de Paul Greengrass en la dirección: el autor de la espléndida Bloody Sunday y productor de la no menos notable Omagh gusta articular sus ficciones como si fuesen reportajes. Cine de compromiso comercial mezclado en teoría con vanguardia estética. Ese es el producto que nos quiere vender. En ese sentido, el casting no deja de resultar significativo. El propio Damon ya había protagonizado dos cintas igualmente críticas sobre la CIA, la decepcionante Syriana (Stephen Gaghan, 2005) y El buen pastor (Robert De Niro, 2006), un título que asombra por su capacidad para el análisis de la conducta humana y la precisión de sus imágenes. A su lado figuran varias de los actores más progresistas de la industria estadounidense: David Straithern, Julie Stiles, Joan Allen y Scott Glenn. Del cine europeo solicita la presencia de dos intérpretes no menos comprometidos: Daniel Brühl (un actor que había sabido dar réplica a actrices de la categoría de Judi Dench, Maggie Smith y Myriam Margolyes) y Paddy Considine, habitual del productor ejecutivo de Bloody Sunday: Jim Sheridan. Finalmente encontramos a Albert Finney, así mismo compañero de Damon en Oceans Twelve. El ultimátum de Bourne no sólo dispone de estrellas estadounidenses y europeas con las que atraer al público, sino estrellas de las que cabe esperar películas adultas.

Más a la hora de la verdad, El ultimátum de Bourne no funciona a ningún nivel más allá de la aportación personal de los miembros de su reparto, particularmente Finney, Allen y Straithern (Brühl, Considine y Glenn resuelven sus breves secuencias con su buen hacer habitual). Si algo llama la atención en el producto es el escaso talante crítico con el que se contempla a Bourne, quien fue un asesino que formaba parte de un programa de la CIA para ahorrar papeleo a Washington, más allá de un par de planos en los que está arrepentido: al mostrarle redimido desde el inicio del metraje esa carga moral no cobra fuerza alguna. El imperialista Bond era cuestionado con mucha más fiereza por sus responsables en Al servicio de su majestad (Peter Hunt, 1969) y Casino Royale (Martin Campbell, 2006). Incluso el personaje que presuntamente podría tener más aristas, otra jefa de inteligencia llamada Pam (Joan Allen), resulta ridícula en su definición: ayuda a Bourne porque está horrorizada por las artimañas de la CIA, indignas de la causa noble en la que se embarcó… La pobre seguramente desconocía las operaciones tan descaradas que la agencia desarrolló en Chile y Panamá, por ceñirme a los ejemplos más famosos y reconocidos. Como consecuencia de esos dos errores en la construcción de ambos personajes, ese retrato de la CIA posee muy poco alcance y garra dramática: leyendo el tercio final del magnífico libro de John Lee Carre Amigos absolutos se comprende mucho mejor cómo se las gasta la Compañía porque sus personajes son dignos de considerarse tales. Y resulta una auténtica pena considerando que la CIA en teoría representa los valores de la democracia a costa de actitudes muy poco democráticas, sanguinarias y bastante más materialistas de lo que dan a entender “los nobles ideales” que propiciaron su fundación. ¿Dónde queda el verismo del que presumen sus responsables? Y no me digan que en el sonrojante final, en el que Bourne entrega a la justicia a los asesinos, el solito… Tampoco en su forma de salir ileso de todos los accidentes. En Muere otro día (Lee Tamahori, 2003) al menos la inverosimilitud era deliberada y coherente con el discurso de la película sobre un mundo en expansión –donde todo es posible- en el que Bond queda como un reducto del pasado; tal como señaló Tomás Fernández Valenti en la reseña que escribió en su momento sobre el filme.

Si como réplica a Bond El ultimátum de Borne ya tiene bastante que desear, su supuesta innovación formal en realidad desvela la ausencia auténtica de vanguardia. La técnica documentalista que tan buenos resultados había dado en Bloody Sunday aquí deviene estéril al despojar al filme toda sensación de opresión en una cinta de persecuciones… La multiplicación de planos con cámara digital, los barridos y el montaje sincopado no resultan en absoluto expresivos porque restan tensión a lo que narra por su mala dosificación. Lo más lamentable de todo reside en que muchas de sus imágenes parecen elecciones formales no asumidas y que no tienen otra función narrativa que aparentar una cierta modernidad. Los repetidos planos de Bourne en un lavabo de Kiev no corresponden a ningún punto de vista y por tanto nada insinúan sobre el estado mental del personaje: el inicio de Desmontado a Harry (Woody Allen, 1997) había demostrado que esa técnica podría poner de relieve las turbaciones internas de un personaje, pero aquí se queda en puro formalismo. En la secuencia en la que Bourne se entrevista con un reportero mientras son vigilados gracias a la ausencia de comprensión del decorado no se intuye más peligro que el quiere insuflar con un tipo de montaje en el que la variedad de planos tomados desde varios puntos de vista y escasa duración, en absoluto amenazadores. Steven Spielberg en Minority Report (2002) resolvió una escena similar con mucho más brío. Pero no son los únicos ejemplos: la reunión de Pam con sus jefes está filmada con más planos de los estrictamente necesarios; los flash backs que narra el pasado de Bourne debido a su esteticismo nunca pesan sobre la crisis vital del protagonista; la llegada de un jefe de la CIA a un edificio concluye con una vulneración del raccord para mostrarnos los ventanales de ese edificio de manera arbitraria; el paseo en taxi de Bourne por Madrid nos transporta súbitamente del interior del vehículo al asfalto donde vemos además al coche descentrado en el encuadre sin una función expresiva clara; la parada de Bourne en un portal madrileño está filmada también con planos qué tampoco corresponden a un punto de vista y no ejercen ningún contrapunto a nada ni siquiera la irrupción allí de la policía; la explosión de una moto en Tánger queda en evidencia al lado de lo que logró Alfonso Cuarón en Hijos de los hombres (2006); y, sobre todo, las persecuciones automovilísticas recuerdan muchísimo a las que nos regaló Michael Bay en ese engendro reaccionario llamado La roca (1996), con planos detalles de trozos de los coches que no se sabe muy bien porqué ocupan metraje…

Qué quieren que les diga, ninguna vanguardia no se puede considerar tal si los criterios estéticos estén –y perdón por repetirme- asumidos y dosificados para que su inclusión tengan peso dramático. ¿De verdad lo tienen los movimientos de cámara que relacionan el borde de la pantalla del ordenador con alguna persona que se encuentra en esa habitación; o los planos que pasan de la lámpara de una mesa a otro lugar de un despacho y que se podían haber ahorrado manteniendo el encuadre fijo desde algún lado? Cuando François Ozon construyó Swimming Pool basándose exclusivamente en el proceso mental y creativo de su protagonista, una escritora, lo hacía con una cierta coherencia. Cuando Picasso pintó El gernika la disposición de objetos en el cuadro obedecía a un propósito. Cuando Brian de Palma escamotea planos en sus películas lo hace porque sabe que en la vida real a la gente nos “falta” planos para comprender del todo las situaciones a las que asistimos… Frente a ellos, la puesta en escena de El ultimátum de Bourne se distingue por su carácter gratuito, que no libre. Cuando James Ivory rodó Las bostonianas (1984) se le acusó con razón de esteta del clasicismo mal entendido de la misma manera que ahora Greengrass lo es de un modernismo también mal comprendido. Trocear/ fragmentar cada acción acaecida en pantalla en diversos planos en la actualidad se considera un efecto estético imaginativo y bonito, con independencia de que ese procedimiento no sea estrictamente necesario. Lo que no quita que a veces sus técnicas reconocibles den sus buenos frutos, como de hecho prueban Lo que queda del día (James Ivory, 1993) y Bloody Sunday.

Sea como fuera y por mucho que uno proteste, El ultimátum de Bourne acabará con la manía hacia el cine comercial que tienen algunos que sólo disfrutan del minoritario (en el que tiene cabida grandes directores y también malos: ya sé que es de cajón lo que he escrito, pero hace falta ponerlo), demostrando de paso que según ellos este sólo es bueno cuando apoya una causa digna de considerarse como alertar sobre la CIA. Es cierto que al cine estadounidense actual le haría falta más títulos como los que rodaba John Frankeheimer, pero esa adhesión sin reservas ante esa apariencia crítica (que luego encima resulta endeble) y esa modernidad (que tampoco es tal: Greengrass relata la toma de conciencia de Pam con la cámara más quieta, contradiciendo de paso su propia estética) redunda en un empobrecimiento del debate sobre el estado de la cultura. Uno en tales circunstancias debe mirar con los ojos bien abiertos. El aplaudir a Bourne por hundir a Bond debería basarse ten resultados artísticos, no en presupuestos conceptuales que atañen a cuestiones temáticas y estéticas que no tienen valor hasta que se traducen en un logro concreto. Por muy imperialista que sea el agente 007.

No hay comentarios: