sábado, 24 de noviembre de 2007

Cine e ideología: reflexiones motivadas por La extraña que hay en mi

CINE E IDEOLOGÍA
Por Alejandro Cabranes Rubio

Al contemplar el retrato de Carlos V que evoca a la Batalla de Mühlber uno puede enfrentarse a esa imagen de varias maneras. La primera de ellas es considerarla como una expresión de propaganda política que ennoblece al Rey. La segunda radica simplemente en admirar la técnica de Tiziano, sin que por ello sintamos una especial adhesión emocional hacia lo representado. Hay una tercera manera que esquiva una mirada de miras estrechas que considera que una obra de arte es tal si está al servicio de una buena causa/ doctrina correcta; y que también rechaza el análisis positivista. Consiste en ser consciente de los elementos que integran el cuadro: los externos –ideológicos, marco socio-cultural de la creación- y los internos que conforman una estructura.

Esta misma operación en cine resulta en general más difícil de llevar a cabo. ¿Qué es una buena película? Yo me atrevería a decir que es aquella que partiendo de un material –que puede ser incluso mediocre- logra contar una historia mediante diversos técnicas que afectan a la caracterización de los personajes y la capacidad de las imágenes para expresar cosas que no están incluidas en el guión. Voy a poner un ejemplo muy simple en tiempos en los que se confunde la funcionalidad con la desaparición del director –realizar una planificación funcional consiste en potenciar con un estilo sencillo u opulento las ideas y sentimientos de la historia, no en “no molestarla” para así justificar la atonía visual: para eso prefiero leer el guión de la película-. Cuando José María Latorre en su maravilloso libro La vuelta al mundo en 80 aventuras analizó la estupenda adaptación de 20.000 leguas de viaje submarino llevada a cabo por Richard Fleischer reparó en un detalle admirable: cuando el arpero Land contemplaba la naturaleza marina quedaba encuadrado en primer plano (insinuando la insensibilidad del personaje frente al hermoso paisaje), mientras que cuando su amigo el Profesor Anorax hacía lo propio la cámara lo encuadraba de espaldas y quedaba integrado en el encuadre ese paisaje, diferenciando así las dos actitudes ante un mismo hecho. Tal vez me equivoque, pero la técnica cinematográfica debe ser uno de los principales asuntos que ocupen el análisis de una película: aunque algunas veces se puede reparar en algunos planos/ movimientos de cámara por su valor estético en sí mismo considerado, casi siempre se han de citar al servicio del discurso que construya el crítico, o en el peor de los casos- como complemento a éste. Una buena película lo es en gran parte por la precisión con la que está concebida; esa precisión que o bien nos hace pensar o emocionarnos (o incluso las dos cosas al mismo tiempo).

En la actualidad se tiende a valorar más las películas en base a sus apariencias temáticas y estéticas, de tal manera que no sé sabe distinguir muy bien lo qué es trasgresor visualmente y qué no; qué película hace gala de un clasicismo expresivo y cual se ampara en ese clasicismo para construir estampas bonitas. Y cuando la ideología se mete de por medio las cuestiones se complican mucho más… ¿En cuántas películas la gente admira diálogos explicativos –que en realidad son sentencias adoctrinadoras- por el mero hecho de qué se identifica en los que se dice en ellos, con independencia de que ese discurso en apariencia brillante esté bien integrado en la película, sea radiofónico o no, o que no sean más que una redundancia verbal a ideas ya expuestas? Es más, porque uno de esos diálogos contenga un componente progresista ya se valora mucho, a pesar de que su formulación tienda más al adoctrinamiento, y que su inclusión en el guión original obedezca a la necesidad del director a “recapitular” su mensaje.

En tales circunstancias, uno se encuentra en dilemas morales y estéticos que afectan a su argumentación crítica. Uno puede admirar La inglesa y el duque (Eric Rohmer, 2001), con independencia de que comulgue con los principios de la Revolución Francesa, por el mero hecho de que su manera de enfrentar al individuo frente al motor de la Historia tenga cierto rigor cinematográfico y esté provisto de matices muy interesantes (por ejemplo: la aristócrata a punto de ser guillotinada se gana la vida pasando la correspondencia entre los revolucionarios). Por el contrario ver Martín Hache –por mucho que uno aprecie mucho otros títulos de su director, Adolfo Aristaraín, como Un lugar en el mundo y La ley de la frontera- hace que lamente disentir ante el aplauso generalizado a una película cuyos parlamentos contienen ideas de una generosidad temática emocionante de por sí, pero que bien mirados permanecen en el recuerdo como proclamas filmadas de forma plana, indigna de alguien que había demostrado en anteriores títulos una creatividad muy superior. Y ahora pasamos al ejemplo contrario, Jerry Maguire (Cameron Crowe, 1996), una aborrecible película sobre la importancia del éxito en la sociedad contemporánea y una oda al hogar grotesca por emplear también proclamas (esta vez conservadoras) y servirse además de subrayados visuales (años después Cameron Crowe nos compensaría con su muy recomendable libro de entrevistas con Billy Wilder). En el otro extremo encuentro una película que me estimula a tres niveles (ideológico, formal y emocional): Lone Star (John Sayles, 1996), donde conceptos como la solidaridad, la fraternidad entre las etnias, la denuncia a la especulación, el abuso del poder y al derecho a matar quedan integrados en un guión de personajes muy matizados cuyas experiencias vitales quedan articuladas en una estructura narrativa en absoluta plana; y visualizadas con cierto sentido del detalle por un muy inspirado John Sayles. Intento que la ideología no me nuble el criterio analítico y sin embargo no puedo dejar de sentir una simpatía extra por Lone Star. Uno no es de piedra. Aunque sepa que le gusta la película con independencia de que comparta los principios de la cinta.

Dentro de tres semanas se estrenará una película llamada La extraña que hay en mi (The Brave One, Neil Jordan, 2007) que va a generar unas discusiones más éticas que propiamente cinematográficas. Su protagonista Erica (una Jodie Foster magnífica) sufre una agresión física en Central Park, en la que fallece su novio. Y desde ese momento el filme nos habla de una sociedad que para defender su libertad/seguridad acaba por privar a sus miembros de libertad, vigilando sus movimientos, encarcelando sin pruebas, agrediendo a países en guerras condenadas internacionalmente, reactivando el magma de violencia… La extraña que hay en mí habla sobre cómo el miedo en la cultura occidental post 11S, post Irak, acaba por despertar la furia/la sed de venganza… Erica se convierte en la justiciera de la ciudad, como si fuese una émula femenina de Charles Bronson, aniquilando a delincuentes y asesinos que salen a su encuentro. Durante una buena parte del metraje se cuestiona su postura anticonstitucional a la vez que la comprende, haciendo gala de una ambigüedad moral como muy pocas veces se ha visto en una sala de cine. Hacia el final el defensor de la democracia justifica y ayuda a Erica. Y a pesar de que en apariencia la tesis de la película lleva a esa conclusión, hay un plano que vuelve a poner en cuestión todo: el encuadre que cierra el filme muestra a Erica en la oscuridad: nada se ha solucionado. La vida seguirá siendo igual de terrorífica y el miedo formará parte del día a día, por muchas balas que uno gaste ilegalmente para sentirse seguro.

Uno que detesta los registros ilegales, la doctrina del ojo por ojo, la pena capital, las escuchas telefónicas, el sistema expeditivo para librarse de la basura que la propia sociedad ha contribuido a fomentar con políticas sociales que o bien discriminan o resultan insuficientes, se encuentra en un conflicto bien gordo. Porque por un lado se indigna ante el hecho de que el buen policía “se salte las reglas” y por otro confiesa que la película le ha interesado. En parte porque su estructura dramática gira en torno al debate (lejos de la que había en los bodrios protagonizados por Charles Bronson) y porque, a pesar de alguna secuencia efectista (sobre todo en los primeros quince minutos de la película), Neil Jordan es un director mucho más interesante que Michael Winner. Me bastará dos ejemplos para demostrar la capacidad de observación del realizador. Erica, que lleva un programa de radio, se ve obligada a incluir en su espacio la opinión que le merecen a los oyentes las acciones de ese justiciero social cuya identidad desconoce: la cámara abandona el estudio de grabación, y un largísimo travelling va encuadrando a los diversos conductores que escuchan desde su coche el programa ofreciendo puntos de vista antagónicos, de tal manera que el movimiento de cámara es ante toda la expresión de un hilo de reacciones que provocan que Erica se enfrente a sus propias acciones. Cuando toma por primera vez la decisión de matar, hay dos travellings que la acosan: la dualidad del movimiento insinúa el desgarro (la doblez) emocional y ética que experimenta.

La extraña que hay en mi se distingue de otros títulos reaccionarios como la horrenda Tiempo de matar (Joel Schumacher, 1996) no sólo por esa mayor inventiva y tono menos sermonero, sino porque rehúsa coartadas políticamente correctas para disfrazar su contenido tan resbaladizo. Esa ambigüedad moral molestará y mucho. Viendo la película me acordé de Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), en la que Robert De Niro era considerado un héroe por haber matado al malvado Harvey Keitel, quien tenía subyugado precisamente a la propia Jodie Foster… De ahí que se le pueda considerar un filme peligroso en tiempos de corrección, pero uno se detiene a analizar dos detalles que dinamitan ese maniqueísmo: Jodie Foster también compartía de agrado algún momento con Keitel; y el plano final de la cinta mostraba a De Niro en un retrovisor de un coche, más peligroso y loco que nunca. Lo mismo sucede en La extraña que hay en mí donde ese plano en Central Park ejerce de contrapunto a esa conclusión asquerosa. Y deja indefenso al espectador, con dudas éticas, en conflicto interno consigo mismo: el filme me despierta la curiosidad, pero no sabe si rechazarlo o apreciarlo. Mi posición ante la postura de Erica no variará: la encerraría en la cárcel. Pero no me deja de inquietar esa imagen final en Central Park, nada optimista. Por un lado debemos ver cine sin que pese del todo el criterio ideológico y por otro no es recomendable soslayar este. Y uno se encuentra con La extraña que hay en mí, sin saber exactamente cómo abordar su comentario, cómo enfrentarse a sus propuestas. El cine ya no lo podemos comprender con los mismos criterios que antes. Sin un manual de instrucciones. S.O.S

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