lunes, 19 de febrero de 2007

Afterplay

AFTERPLAY
En los jardines de Chéjov
POR ALEJANDRO CABRANES RUBIO

La pasada primavera Blanca Portillo estrenaba en el Teatro Español la obra Siglo XX que estás en los cielos, donde ejercía de directora. La función era, entre otras cosas, una parábola sobre la pérdida de ideales entre las sucesivas generaciones de jóvenes cuyas vidas se truncaron demasiado pronto. La pieza trazaba la evolución cultural y social de una centuria terrorífica. Este otoño la actriz en el mismo recinto interpretó Afterplay, especulación de Brian Friel sobre el futuro de dos de los personajes más emblemáticos de la bibliografía de Antón Chéjov: Sonia de El Tío Vanya y Andrei de Tres hermanas. De nuevo la reflexión sobre el paso del tiempo y la posición del individuo ante el mismo. De nuevo la amarga pérdida de ilusiones y de cosas por las que luchar. De nuevo la disertación sobre lo volátil y efímera que resulta la existencia. Brian Friel sortea la trampa de efectuar paralelismos argumentales entre su obra y aquellas en las que se inspiran. Elude el reducir su pieza a un juego coyuntural para interrogarnos sobre el sentido de seguir representando a Chéjov a la manera de En torno a la gaviota, escenificada en el Teatro Guindalera. Como el autor de El jardín de los cerezos, Friel atrapa un pequeño momento de felicidad (el inicio de una amistad, la posibilidad de emprender nuevos proyectos en la hacienda, y de asistir gratuitamente a la ópera del Teatro Real de Moscú) que se evaporan gradualmente según los personajes, enjaulados literalmente en el escenario, no evitan alzar su voz y revelar sus frustraciones. Chéjov describía su dolor a las puertas de la revolución de 1905 y Friel lo hace en un momento en el cual la alegre Era Clinton ha preludiado las catástrofes del 11S y las que suceden diariamente en Irak. Tanto ayer como hoy, Chéjov nos descubre un mundo en estado de descomposición, en el que nos vemos despojados de todo aquello que daba sentido a la vida.

En Tio Vania, Sonia se veía rechazada por Michael –enamorado de su madrastra Yelena- y la hacienda que tan mimosamente cuidaba era puesta a la venta por su padre Alexandre. Otra vida inútil. Otros sueños rotos. Años de esfuerzo y lucha finalmente malgastados. Y a pesar de ello, al revés que el Kostia de La gaviota, se resiste a perecer. "¡Hemos de seguir viviendo! (…) Soportaremos con paciencia las pruebas que nos mande el destino (…) Cuando nos llegue la hora moriremos sin protestas y allá, en el otro mundo diremos que hemos sufrido, que hemos llorado, que nuestra vida ha sido amarga, y Dios se compadecerá de nosotros. Y entonces querido tío comenzaremos una nueva vida luminosa y bella, y seremos felices. (…) ¡Descansaremos!" declaraba. Como el Príncipe Fabrizio de El Gatopardo –otra gran creación sobre el paso del tiempo imbuida de la atmósfera de unos días revolucionarios-, Sonia comprende que el pasado ya ha engullido sus ilusiones y que gente nueva ocupará el lugar en el que asentó su vida mientras sus horas se consumen. Al revés que la Angelica de la misma novela, a pesar del daño pasado, espera la muerte sin su acritud y resentimiento. Antes al contrario, y de ahí uno de los hallazgos de Friel, invierte su rol de víctima a través de una simple negativa. De ahí nace la propia personalidad de Afterplay sin renunciar a la fidelidad espiritual a Chéjov, con una estructura dramática en la que cada uno de sus cuatro imperceptibles actos desmienten al anterior y proponen un bello discurso sobre cómo la simulación y las apariencias terminan desnudando la verdad de una humanidad abandonada, tan triste como el sonido de un melancólico violín en la noche; de unos seres cuya luz se apaga.

A pesar de algunos diálogos explicativos –en parte disculpables por la naturaleza de la relación incipiente entre los dos personajes- Afterplay se convierte en un digno espectáculo. A ello contribuye sus intérpretes. Helio Pedregal abandona los roles de traidor que representara este año en Hamlet y en La tempestad para dar vida a un hombre apesadumbrado, cargado a sus espaldas de todo el dolor del mundo, y cuyas miserias sirven de espejo vital a su paternaire. Una excepcional Blanca Portillo transmite la ilusión más candorosa y la sorpresa, pasando del llanto a la firmeza en una composición rica en pequeños y sutiles gestos gracias a su dominio de la expresión corporal (está memorable mientras juguetea inquieta con los dedos de su mano). Y de esa manera concluye una función que al revés de cualquier obra escrita por el Trigorin de La gaviota no se contenta con la bella descripción paisajística, adentrándose en el interior del alma humana y alumbrando el retrato de otras vidas truncadas

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