lunes, 25 de febrero de 2008

Vive y deja morir

VIVE Y DEJA MORIR
Nueva Orleans Conection
Alejandro Cabranes Rubio
Hay varias maneras de entender Vive y deja morir (Live and Let Die, Guy Hamilton, 1973) dentro de la saga sobre James Bond. La primera de ellas es analizarla en función de relacionar sus características con las directrices de la etapa de Roger Moore, quien interpreta por primera vez al agente secreto con lo que ello significa: un estilo más irónico, distendido frente a la severidad de Sean Connery y George Lazenby.

La segunda es considerarla una réplica a las blaxploitation que se rodaron en Estados Unidos a raíz del éxito de Shaft, trasladando la acción lejos de la vieja Europa. De hecho si no fuera por la presencia de un ayudante negro de 007 la película podría considerarse racista: el villano de la función, Kanaga (Yaphet Kotto), es un primer ministro que se enriquece a costa del narcotráfico y que idea regalar heroína por todos Estados Unidos para apoderarse acto seguido del mercado. Paradójicamente Paul McCartney, compositor de la canción que abre la película, fue detenido junto con su banda de entonces (The Wings) en la aduana de un aeropuerto por posesión de droga…

La tercera forma de afrontar el visionado del filme consiste en vincular la fecha de su estreno con las estructuras de la vida internacional: 1973 fue el año que estallo la crisis del petróleo y de ahí que el cine identificase a aquellos que no se integraban en la vida occidental como auténticos peligros público… De ahí que el servicio secreto de su majestad pierda a tres de sus miembros al inicio del metraje, y de que la CIA, representada en el homólogo estadounidense de Bond, Félix Leiter (David Hedison), haga frente común ante el extranjero malvado…

Si en Vive y deja morir se adivina un sustrato de conflictividad social ausente en otros títulos de la franquicia, lo es por su planteamiento, el cual se dilapida una y otra vez como consecuencia de varias malas ideas. El guionista Tom Mankiewicz (hijo de Joseph Lee Mankiewicz) siempre tuvo interés en confrontar la fantasía con la realidad; pero en esta ocasión –al revés que en su valiosa aportación para Superman- su libreto no es compacto y no queda bien armonizado su discurso. A ello contribuye una óptica foránea de una extremada vulgaridad que en vez de insuflar realismo a la hora de retratar costumbres tribales destaca por un gusto por lo exótico bastante grotesco. Pienso por ejemplo en la filmación de los asesinatos en mitad de fiestas que tienen lugar en un poblado dominado por Kanaga; o en la manera de retratar los bailes que animan las noches en los hoteles occidentales.

Hay veces que esa mirada deleitante se mezcla con un tono humorístico que confunde lo irónico con lo tosco. De ahí que las escenas de los funerales en Nueva Orleáns o en la que se caricaturiza a la policía local resulten bastante insoportables porque diluyen una y otra vez la sensación de peligro; algo de lo que se resienten varias secuencias bien planteadas como en la que una espía de Kanaga, Roxie (Gloria Hendrix) encuentra en una habitación un sombrero puesto allí como señal de amenaza, o cuando la susodicha huye de los disparos que proceden de los tótems que se encuentran en la isla. Guy Hamilton potencia el chiste fácil siempre que puede: una novia en una boda se desmaya porque Bond destroza con una lancha la tarta; una pasajera accidental de una de las persecuciones en las que participa 007 grita “O cielos”; el agente británico desabrocha la cremallera del vestido de una de sus amantes usando un reloj que contiene dentro un imán (“¡qué suavidad!” se maravilla la afortunada)…

Por si fuera poco Hamilton aplica el zoom con demasiada frecuencia (aunque una vez su empleo es correcto: cuando informa que Bond es seguido) y despacha con excesiva rapidez momentos tan atractivos como la pelea final entre Kanaga y 007 mientras unos tiburones se dirigen a ellos; o en la que el espía británico se deshace del hechicero de la tribu arrojándolo a un ataúd repleto de serpientes venenosas. En ese contexto el personaje de Solitaire (Jane Seymour), una mujer que adivina el futuro con las cartas para Kanaga, aporta un toque más de exotismo a la acción en vez de potenciar una atmósfera más misteriosa… Vive y deja morir es uno de los peores títulos de la franquicia y se queda a mucha distancia del mejor filme de la etapa de Roger Moore, La espía que me amó (The Spy who loved me, Lewis Gilbert, 1977), donde el humor no impide la consecución de una atmósfera ni el desarrollo de un discurso crítico en torno al personaje principal.

A pesar de ello, la visión Vive y deja morir no resulta insatisfactoria del todo. No sólo porque anticipa algunas constantes del resto de la etapa de Moore (cf. hay un personaje que puede ser la génesis del “Tiburón” de La espía que me amó y Moonraker; la presencia de escualos también adelanta la resolución del filme de Lewis Gilbert; el ataque del secuaz del villano una vez que este ha sido eliminado se retomará en El hombre de la pistola de oro), sino porque hay momentos logrados. Citando unos cuantos de corrido: la relación que se establece entre el avión en el que viaja Bond y las cartas de Solitaire que anuncian su llegada; la secuencia en la que Kanaga deja de hablar y pone una cinta con su voz grabada sabiendo que la CIA le escucha; la “bienvenida” que sufre el espía británico dentro de un coche accidentado; el ataque de una serpiente a 007 dentro de la habitación de un hotel; o el buen provecho del decorado de un bar en el que una silla o una pared puede moverse en cualquier momento y conducir a la guarida de un criminal… Si como réplica al blaxploitation Vive y deja morir es insuficiente, al menos se puede ver a pesar de sus innumerables deficiencias por esos aciertos muy parciales y por -al revés que otras sagas- saber llevar los periodos de vacas flacas sin tomarse demasiado en serio así misma.

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