jueves, 21 de febrero de 2008

Berlín Occidente

BERLÍN OCCIDENTE
Entre las ruinas de Berlín
Por Alejandro Cabranes Rubio

No sin razón Tomás Fernández Valentí consideró en su artículo sobre la relación de los Oscar con la Historia que Días sin huella (The Lost Weekend, 1945), el filme por el cual Billy Wilder cosechó su primera estatuilla dorada como director, podría ser entendida como “una simbólica resaca” tras el fin de la II Guerra Mundial al narrar en ella la historia de un alcohólico. En ese sentido Berlín-Occidente (The Foreing Affair, 1948) podría ser vista como una visita a las ruinas morales escondidas de los vencedores y vencidos en la contienda. Al mismo tiempo que él, Roberto Rosselinni arrojaba a su pequeño protagonista de Alemania, Año Cero (Germania Anno Cero, 1948) al abismo de un Berlín destruido; mientras que en Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948) Vittorio de Sica filmaba a un hombre que prohibía a su hijo verle robar una bicicleta para fraguar su supervivencia en Italia. Incluso títulos de la Serie B como la estupenda Berlín Express (Jacques Tourneur, 1948) acusaban una notable influencia neorrealista al mismo tiempo que se sumergía en las cloacas donde permanecía el fascismo defendido incluso por un partisano… En las cuatro películas la enfermedad, la traición, y el mercado negro confluyen en un paisaje humano desolador, quizás algo más esperanzado en el caso del Tourneur; pero no exento de mala uva: en Berlín Express vender “auténticos” escritos de Hitler constituye todavía un negocio lucrativo.

Frente a las dos películas neorrealistas y Berlín Express, Berlín Occidente posee su propia personalidad: no sólo es muy característica de Wilder, sino que incluso retoma esquemas argumentales previos a su debut en la realización. Si en Ninotchka una implacable agente comunista (encarnada por Greta Garbo) sucumbía ante los encantos de una suculenta muestra del capitalismo occidental (un sombrero para más señas) mientras vigilaba a los suyos; en Berlín Occidente la congresista republicana de Iowa Phoebe Frost (Jean Arthur) inspecciona la moral de las tropas estadounidenses en la antigua capital del III Reich.

Wilder desde la mera elección del casting lleva a cabo una declaración de intenciones. Al rescatar a Jean Arthur evoca muchas cosas: a la idealista que vivía en la gran comuna americana (Vive como quieres), la inquisitiva periodista (El secreto de vivir), la chica que debía acostumbrarse a un lugar extranjero (Sólo los ángeles tienen alas), la treintañera que ascendía en la escala social de la América deprimida (Una chica afortunada) y sobre todo a la memorable Sounders, la secretaria que recuperaba la confianza en la política en las puertas del capitolio en Caballero sin espada (Mr. Smith Goes to Washington, Frank Capra,1939). Todo ello acreditaba a Jean Arthur como la representante de un país que restablecía su entereza, se había redimido de sus pecados, se adaptaba a nuevas y terribles realidades, y salía adelante: la esencia del ideario del new deal, la encarnación de una clase que finalizado el conflicto bélico se instalaría en el conservadurismo más recalcitrante. Como la propia Phoebe, cargante mujer donde las haya. Verla cantar el himno de Iowa animada por los soldados que se divierten en un tugurio constituye una de las visiones más pérfidas (y ya es decir) sobre el ser humano que haya generado Wilder; quien todavía se reserva una perla en el guión digna de mención: “Besar a usted, una congresista republicana, no es un acto subversivo, como besar a una nazi”…

Pero no es la única elección del reparto en la que se produce cierta simbiosis entre personaje y actor. John Lund (por otro lado uno de los dos reparos serios que se puede hacer a esta estupenda película) en su caracterización del sargento John Pringle se intuye el germen de su papel en Casado y con dos suegras (The Maiting Season, Mitchel Leissen, 1951): la imagen del buen chico americano con algo que esconder…En el caso de Pringle, su relación con Erika (Marlene Dietrich), cantante antes relacionada con el Régimen Nazi, y que figura en la lista blanca gracias al sargento. El concurso de Dietrich, que carga su papel de su aire seductor característico –propio de los supervivientes natos- y lo dota de esa aureola de ambigüedad tan característica de la estrella, también es lo suficientemente simbólico.

Si la mera elección del reparto compendia perfectamente las intenciones de Wilder, estas se refuerzan por su forma de caracterizar a los personajes, su manera pesimista de retratar su entorno social y su soterrado discurso sobre la apariencia cómo medio de supervivencia. Sus protagonistas son víctimas y verdugos de su idiosincrasia vital, hombres y mujeres que pese a su mezquindad están provistos de una gran humanidad. Phoebe es un ser inquisitivo, intolerante, repelente, tan apegada a sus valores que es capaz de llevar desde Iowa una tarta que ha hecho una de sus electoras a Pringle; y que los cuestionará cuando huya de su vida reprimida, compre en el mercado negro y quede presa en una de las redadas de la policía. A pesar de su insufrible comportamiento, tampoco merece el tratamiento que le dispensa el Sargento, quien finge estar enamorado de ella para salvar a Erika. Si su actitud hacia Phoebe es cruel, no es menos cierto que su pellejo peligra por culpa de su amor hacia una mujer que le proporcionó cariño tras la caída de Berlín y que le salvó de su soledad… Erika, pese a ser víctima de la persecución de Phoebe, también no deja de ser una aprovechada y mentirosa, aunque haga gala en ocasiones de una franqueza e incluso fragilidad cuando se ve obligada a ver a Phoebe y John tomar una copa junto. El Coronel Plummer (un impagable Millar Mitchell) es un hombre hastiado, aburrido de su vida matrimonial y de la pandilla de soldados que le ha caído en suerte, práctico en el mando (obliga a John a salir con Erika para que el ex novio de este, un alto cargo de la SS, salga de su escondrijo por los celos) y excelente administrador de la justicia: “favorece” la relación entre la congresista y el sargento a forma de condena por su comportamiento.

Precisamente el Coronel Plummer aporta una de las impresiones más sarcásticas del III Reich. Al enseñar la Puerta de Brandemburgo a Phoebe en una visita guiada por la ciudad comenta “los nazis la usaban como Arco del Triunfo para celebrar la victoria, hasta que se dejaron de acostumbrar”… Al lado del búnker de Hitler considera que gracias al refugio donde permanecían encerrados el dictador y Eva Braün disfrutaron de “la perfecta luna de miel”… En ese contexto de una ciudad donde han olvidado cómo se montan unas elecciones y los estadounidenses obligan a los niños alemanes a jugar al béisbol a fin de que dejen de ser “viejos prematuros”, la precariedad y el hambre de la población local contrasta con el opulento modo de vida de las tropas extranjeras. Un lugar donde cada uno esconde sus miserias y se ve obligado a fingir para salir adelante.

Es aquí donde Berlín Occidente conecta con el leit motiv de la filmografía de Wilder: el disfraz y el ocultamiento como forma de vida. En Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, 1959) dos hombres se visten de mujeres huyendo de los gángsters. En Irma La Dulce (Irma La Doulce, 1963), un hombre ser hace pasar por Lord para que su novia (una prostituta) lleve una vida digna. En Bésame tonto (Kiss Me Fool, 1964) una fulana es confundida con una ama de casa, y una ama de casa por una ramera. En 1,2,3 (1961) James Cagney consigue convertir a un comunista en un ejemplar representante de los valores estadounidenses ante su jefe. Incluso en la extraña Fedora (1978) la protagonista encierra un gran misterio que afecta a su propia identidad. En Berlín Occidente los personajes actúan de similar manera. Phoebe para conocer el alma de la ciudad se hace pasar por una berlinesa ante dos soldados yankis. Springler se finge enamorado y se ve obligado a incautar en un restaurante su tarta, que había vendido a los propietarios del local en el mercado negro.

Si por derecho propio Berlín Occidente merece pasar por uno de los mejores guiones jamás escritos por Wilder (y aún desconociendo que parte de los méritos pertenece a Charles Brackett), aquí su sentido de la observación como director brilla a gran altura. Si Berlín Occidente resulta tan densa en su aparente ligereza es por el peso del detalle visual. Pienso en el plano en el que un hombre y su hijo todavía juntan los píes a la manera nazi mientras que el hombre se queja de que su retoño todavía dibuja cruces gamadas (al darse la vuelta, se ve al padre salir del cuartel con su gabardina “adornada” por una esvástica); o en el plano de la tarta que le llama la atención a Phoebe en el bar… Pero hay ejemplos más sofisticados: el plano de una fotografía de Erika que hace pensar a la enviada de Iowa que Plummer la protege; el otro plano de una mujer que pasea entre las ruinas a su bebé con un cochecito en el que se iza la bandera de las barras y estrellas; el encadenado que vincula al dibujo de una diana hecho por el Coronel con John (que puede ser disparado por el antiguo amante de su novia); el empleo del espejo en la secuencia en la que Phoebe descubre la verdad; el gesto de Erika restregándose en la cara las llaves que había lanzado a Pringler al portal de su casa; el visionado de una cinta documental que descubre a Hitler besando a Erika; la panorámica que descubre entrando en el bar al ex novio de la cantante; el reflejo en un cristal del rostro fragmentado de la alemana al ver a Phoebe y John tomando una copa; los insertos que muestran las cosas que asombran a la congresista durante la visita guiada; la manera de aprovechar la pista del sonido (como el que involuntariamente emite Pringler con el claxon en el coche y lo pone en peligro); o la forma de captar al gesto de John cuando descubre a Phoebe en el bar donde el se reúne con su novia. Incluso hay dos movimientos visuales simétricos: dos travellings que muestran a John y Phoebe huyendo el uno del otro para evitar en un caso aguantar al otro el resto de su existencia o para huir de sus propios sentimientos (los ficheros y las sillas sirven a ambos para obstaculizar el contacto con el otro)…

Incluso las canciones de rigor de Dietrich están bien integradas con el resto de la acción, salvo la primera de ellas y que se queda en un número de mero exhibicionismo. Las dos restantes son “Ilusiones” (y que ejerce de comentario irónico sobre los ánimos del personaje) y “The Ruins of Berlin”, que realza las virtudes de una ciudad que renace de la nada, cuyo empleo aquí es perverso. Por todo ello Berlín Occidente es un gran ejemplo de cómo se puede hacer comedia sobre nuestras miserias, con un tono perverso y jocoso, haciendo gala de un gran rigor cinematográfico. Así da gusto inspeccionar las ruinas de Berlín…

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