martes, 8 de enero de 2008

Robín Hood, príncipe de los ladrones

ROBIN HOOD, PRÍNCIPE DE LOS LADRONES
En los bosques de Sherwood
Por Alejandro Cabranes Rubio

El cine aventurero para muchos espectadores es un género menor, al que se le exige de alguna manera “cierto candor”, ya que esa inocencia remite directamente a las muestras del género más populares. Lo más llamativo es que se me ocurren pocos títulos como El halcón y la flecha (The Flame and the Arrow, Jacques Tourner, 1950) en el que se establezcan relaciones tan turbias entre los personajes. Pero lamentablemente el inconsciente colectivo ha provocado que las muestras de género actuales –con independencia de su calidades respectivas- respondan a un ideal aventurero caracterizado por el pudor y “la limpieza”. Sin embargo también hay veces que esa preferencia por filmar decorados impolutos ha sido replicada. Robin Hood, príncipe de los ladrones (Robin Hood, prince of the thielves, Kevin Reynolds, 1991) es en principio uno de los filmes que rechazan esa iconografía a la hora de abordar la historia del noble que robaba el dinero a los ricos para dárselo a los pobres. Por el contrario una estética viciada y sucia invade sus encuadres. El barroquismo escénico se traduce en la presencia de brujas, escenas desagradables –dolorosos partos, crueles ejecuciones en la horca-, decorados poco higiénicos como las estancias del palacio del Duque de Nottingham o el castillo de Lady Marian, parajes angustiosos –el asesinato del padre de Robin, los momentos en los que una bruja recurre a la magia negra-; así como la exaltación de sentimientos como el rencor. Todo en Robin Hood, príncipe de los ladrones apunta a una digresión sobre el enfrentamiento del género humano contra si mismo. El odio que se procesan los representantes del ISLAM –Azem, un amigo de Robin Hood, al que Morgan Freeman reporta vida propia- y los del cristianismo –aquí convertidos en seres afanados en acumular las riquezas de los contribuyentes- es equivalente a la que siente el hermano ilegítimo de Robin, Will (Christian Slater), por el príncipe de los ladrones, quien inconscientemente le privó de una infancia al lado de su padre. Es una auténtica pena que, a pesar del verismo con el que se trata las motivaciones de los personajes, la cinta posea muchos defectos; no entre ellos el hecho de diferenciarse de la versión de Michael Curtiz al mostrar una estética medieval creíble.

Varios motivos le impiden llegar más lejos de sus apuntes iniciales. En primer lugar, la presencia de Kevin Costner, como ocurría en Los intocables de Elliot Ness (The Untachables, Brian de Palma, 1987), no sólo se salda con una mala interpretación, sino con la consiguiente suavización del personaje, simpático y blando, sensible y justo, nada rudo: se le perdona fácilmente que actué por venganza y no por altruismo, y que trate con dureza los hombres de Sherwood, pobres que se refugiaron en el bosque, huyendo de la tiranía de Nottingham (Alan Rickman). Esa suavización del personaje incluye una edulcoración de la historia con su amada Lady Marian (la simpática Mary Elizabeth Mastrantonio), que si bien no acapara más minutos de lo estrictamente necesarios y no ensombrece la crítica a los abusos del poder, también parecen más que nada otra concesión a la galería –no sorprende que el encuentro de Robin y Marian en la catedral esté rodado con filtros anaranjados-: el tema romántico “Everything I´ll Do” (del recientemente fallecido Michael Kamen) es totalmente consecuente con un final blando que estropea la atractiva escenografía inicial. El relato queda descompensado y ese es el principal problema del guión, y no que ignore el conflicto étnico entre normandos y sajones como llegó a sugerir Miguel Juan Payán en Todos los estrenos de 1991 (Varios autores, J.C. Ediciones).

La puesta en escena de Kevin Reynolds también dista mucho de ser perfecta. Para empezar la comprensión del espacio geográfico del Palacio de Nottingham es escamoteada constantemente. Por si fuera poco, su estilo no sugiere, enfatiza: el realizador se recrea en el rostro torcido de Alan Rickman, incluso una vez en plano picado al interrogar a Will, para dejar bien claro el carácter desquiciado del personaje y de los individuos encumbrados hacia el poder. Pero no son los únicos subrayados del filme: Reynolds filma primeros planos en gran angular del primo de Nottingham (Michael Wincott) y, faltaría más, planos ralentizados que siguen la trayectoria de las flechas de Robin. Reynolds confunde espectacularidad con vulgaridad. Para rematar el estropicio, el momento de mayor intensidad dramática, el duelo entre la bruja y Azem –la pugna entre dos formas de concebir la magia-, está rodado con uno de los travellings más efectistas del cine de los noventa. De esta manera buenas ideas se codean con otras nefastas: el recurso innecesario a las grúas -cf. la bajada de Marian y Robin por un árbol de Sherwood- y de molestos teleobjetivos contrastan con el rigor de algunas escenas como el opresivo prólogo (con Robin y Azeem esclavizados); el incendio del bosque; el travelling de aproximación hacia el padre de Robin (Brian Blessard) con connotaciones trágicas, y sobre todo ese momento en el que Robin Hood se identifica ante “los hombres de Sherwood”, y que concluye con un inserto de Will, insinuando así el parentesco entre ambos. Si Kevin Reynolds se hubiese contenido un poco, si las concesiones al público no molestasen tanto, si Costner tuviese menos miedo a ensuciar su imagen, Robin Hood, el príncipe de los ladrones se situaría muy por encima de cualquier filme de aventuras de los últimos veinte años.

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