sábado, 15 de diciembre de 2007

Orgullo y prejuicio


ORGULLO Y PREJUICIO
A propósito del cine literario
Por Alejandro Cabranes Rubio

Cuando en marzo de 1996 Emma Thompson recogió el Oscar al mejor guión adaptado, la actriz confesó a la audiencia que horas antes de la ceremonia visitó la tumba de la autora de la novela que había adaptado, Jane Austen, para contarle lo bien que le iba a la película inspirada en Sentido y sensibilidad. La academia premiaba sin duda el respeto a los clásicos, entendidos estos como una fuente exquisita a la que hay que venerar porque, reza el tópico, son universales. ¿Entonces el cine literario debe entenderse como un género en el cual importa más la profunda reverencia hacia el original qué cualquier relación más estrecha, menos baldía? Tal vez me equivoque, pero si una obra se fosiliza en el tiempo la despojas de su esencia, de su conexión con el momento en el que fue creada, de su razón de ser, de su sentido. Ilustrar con cada secuencia una idea de una pieza no equivale a construir un discurso, sino simplemente a perfilar su silueta. ¿Entonces por qué no dejamos de recurrir a esas novelas, a esas piezas teatrales? La erudición, la presunción de adquirir cultura al disfrutarlas en pantalla no justifica en nada tal opción.

Pero… ¿y si partimos de otras premisas; de otras voces, otros ámbitos? Sólo podremos emprender la adaptación en la medida que ese original afecte a nuestro ser, nos haga replantear nuestra propia relación con la sociedad. Milos Forman afrontó la excelente Valmont (1989) como una pieza en la que la muerte de su protagonista se equiparaba a la agonía de la individualidad en un mundo en el cual los regímenes totalitarios darían paso a la incierta globalización; como una película cuya exacta y moderna puesta en escena demostraba que la elegancia y la corrección no estaba reñida con la inspiración. James Ivory lograba uno de sus mejores trabajos en La copa dorada (2000), donde su discurso sobre las relaciones entre Estados Unidos y Europa, y sobre las nuevas formas de colonialismo, conocía expresiones visuales metafóricas y nada asépticas; desconcertantes en el autor que en Las bostonianas (1984) había eximido a Henry James de toda carga transgresora con una realización plana. Más recientemente Roman Polanski en su incomprendida y realmente magnífica Oliver Twist (2005) trazaba ciertas analogías entre su propia vida en la pobreza y la del huérfano creado por Dickens, aproximándose a las cotas alcanzadas por el autor en una extraordinaria muestra de cine-literario, Tess (1980); basada precisamente en el original del novelista (Thomas Hardy) que sirvió a Michael Winterbottom para emprender en El perdón (2000) una virulenta revisión sobre los orígenes de Estados Unidos que mezclaba con acierto clasicismo y modernidad. Autores como los mencionados arriba o el Terence Davies de la emocionante La casa de la alegría (2000), o el Michael Radford de la nada desdeñable El mercader de Venecia (2004) han demostrado con creces cómo se puede hacer un cine personal, intransferible, excitante partiendo de un legado previo que se han tomado la molestia de reinterpretar.



Las últimas películas inspiradas en la herencia de Jane Austen hasta el momento no habían colmado del todo las expectativas. Tanto Sentido y sensibilidad (1995) como Emma (1996) empleaban estrategias narrativas que en ocasiones sustituían esa fina ironía de la autora por un humor tremendamente enfático. Tampoco ni la una ni la otra conocían una formulación expresiva excesivamente brillante, si bien Ang Lee aportaba más apuntes visuales dignos de mención que Douglas McGrath. En ese sentido, el debutante Joe Wright intenta llamar más la atención que sus antecesores al buscar cierto equilibrio como Winterbottom entre modernidad y clasicismo, aunque a veces erre en sus opciones visuales.

Entre sus principales aciertos es su intento de describir a los personajes no sólo mediante sus parlamentos, sino de relacionarnos visualmente con el entorno en el que se mueven, por más que haya secuencias mal diseñadas. El retrato de Lizza Bennet (una Keira Knightley que a veces tiende a la mueca; aunque es capaz de resolver sus duelos con la impagable Judi Dench con cierta consistencia), una mujer que juzga precipitadamente a un joven arrogante, Darcy (Mathew Macfayden) por el mero hecho de su predisposición a descalificar a los de su clase –por lo que cree a ciegas a un oficial (Winckham: Ruppert Friend), sus palabras sobre la hipotética vileza del primero-, es sintomático al respecto. Por eso es una pena que no esté del todo conseguido ese perfil de una joven que aprenderá a discernir entre la verdad y la mentira; a descubrir la generosidad de Darcy frente a un Winckham ocioso que termina casándose con su hermana, la señorita Lydia Bennet (Jen Malone), una joven no menos vulgar. Darcy en ese transcurso de tiempo también diferenciará la entereza de Lizza y Jane Bennet (notable Rosamund Pike), prometida de su amigo Bingley (Simon Woods), de la profunda mediocridad de sus padres, encarnados por una Brenda Blethyn desatada y por un Donald Sutherland inconmensurable.

En fin, Orgullo y prejuicio podría haber sido una incisiva diatriba sobre una sociedad donde lejos de luchar contra las desigualdades se incentivan con el concurso de los arribistas de turno. Joe Wright se descubre como un adaptador que sabe distinguir sólo en algunas ocasiones entre los discursos literarios y los cinematográficos, tal como demuestra en la primera secuencia, en la que la cámara refleja una conversación vital entre los señores Bennet sobre la llegada de Bingley a la comunidad a través de los ventanales de la casa; declarándose un intruso que va a asistir a una representación en principio ajena a el mismo, en la que cada uno de los personajes representarán un rol según la ocasión, disfrazándose de alguna manera para el espectador.

El papel de Lizza remite a las heroínas decididas, vitales, inteligentes, con su espíritu propio, irónicas; pero cuya inocencia la lleva a engaños. Así los primeros planos de ella y de su hermana Jane compartiendo confidencias entre las sábanas de la cama otorgan no sólo un halo de intimidad necesario, sino, sobre todo, expresan esa alegría juvenil propia de quien todavía no ha madurado: la suculenta panorámica que va desde esa cama hasta el ventanal de la habitación, en dirección hacia la casa donde viven Bingley y Darcy, sugiere ese carácter todavía ensoñador de ambas jóvenes y que el contacto directo con los dos hombres hará desaparecer, tras un periodo de turbulencia que Wright visualiza a veces mejor que otras. Entre las primeras, destacar un notable empleo de la profundidad de campo en una secuencia en la que estos celebran una fiesta en la cual Darcy ofrece un comentario despectivo sobre Lizza sin saber que ella –situada a su espalda- le está escuchando: momento que casi compensa los innecesarios barridos que jalonan los instantes previos a esa revelación. Entre las segundas, menos afortunadas, destacar el plano con steady camp en el cual Lizza y la futura cuñada de Jane, Catherine Bingley (Kelly Reilly), profundamente enamorada de Darcy, pasean ante el último mencionado, rivalizando para llamar su atención. Poco después, Wright vuelve a tener una buena idea de puesta en escena relacionada con el proceso de maduración del personaje. Lizza será consciente de sus inadecuadas apreciaciones y así lo siente cuando una carta le demuestra cual injusta era respecto a Darcy, y la cámara desenfoca su rostro de manera mucho más acertada que la empleada por Paul Haggis en la cacareada Crash. Y ese complejo de culpa inspira el mejor momento de toda la película: la visita a una casa donde Lizza encuentra un busto de Darcy, que parece mirarla, condenándola.


Si Joe Wright hubiese mantenido el mismo nivel en toda la película, Orgullo y prejuicio sería magnífica, pues no sólo en esos instantes atesora una considerable solvencia, insisto, sino que además ostenta un tratamiento realista del decorado que hace recordar a las mejores películas de Franco Zeffirelli (Romeo y Julieta, La mujer indomable), e incluso sabe sustituir las largas cartas que jalonan la novela con imágenes que palian el posible desequilibrio de la obra, mal que afectaba a la rígida Emma. Ahora bien, su miedo a las transiciones bruscas y a los tiempos muertos se ha saldado, en cambio, con errores imperdonables. El primero al emplear un humor grueso cuando la ocasión no lo merecía, incidiendo demasiado en la profunda ignorancia de la señora Bennet y Lydia, con planos tan horrorosos como en el que la primera intenta convencer a un pretendiente que es rechazado por Lizza para que vuelva mientras unos gansos huyen despavoridos de tan horrible mujer. O qué decir de ese momento –inexistente en el libro-, en el cual Bingley y Darcy ensayan sus respectivas pedidas de matrimonio, uno de esas terribles secuencias presuntamente irónicas con los que el cine actual –no sólo el estadounidense- nos “recompensa” de tarde en tarde.

Ese humor –que nada tiene que ver con el malicioso del original- revierte en esa pérdida de densidad narrativa que pone en entredicho las intenciones críticas de la película: si al final de la novela el Señor Bennet declaraba que el preferido de sus yernos era Winckham, en Orgullo y prejuicio termina oyendo de Lizza toda la verdad sobre el mismo. El discurso sobre cómo los seres humanos en defensa de su propia imagen y su orgullo pierden la capacidad para ver las cosas con nitidez por culpa de ese prejuicio carece de la intensidad necesaria. A ello contribuye el hecho de que el proceso de maduración de la heroína, al revés que en la novela, se revela muy precipitada, al prescindir de los breves y fortuitos encuentros entre Darcy (narrados con un tono sonámbulo del que carece esta adaptación) y ella tras aclararse sus circunstancias vitales, o de la conversación entre esta última y Winckham, una vez casado con Lydia. Y es una verdadera lástima porque con esos materiales Wright podría haber ido a la tumba de Austen para revelarle cómo se puede adaptar sus novelas, sin enterrar sus capacidades subversivas.

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