sábado, 15 de diciembre de 2007

El juego de Yalta

Una radiante María Pastor

EL JUEGO DE YALTA
Vivir, tal vez soñar…
Por Alejandro Cabranes Rubio

El director teatral Juan Pastor nos brinda su nueva propuesta tras la reposición de En torno a la gaviota: otra pieza inspirada en Chéjov, esta vez un cuento (“La señora del perrito”), teatralizado por el traductor oficial del escritor, Brian Friel. De nuevo la implicación de Pastor vuelve a cobrar importancia en la representación: si en En torno a la gaviota lo hacía con su presencia física en la tabla, en El juego de Yalta su voz suena gracias a unos altavoces colocados en la sala. Pastor reclama la belleza de los pensamientos surgidos de la mente humana, y que pierden su honestidad cuando las personas empiezan a actuar. Los protagonistas de las obras dirigidas por él recobran la dignidad, ya sea fruto de una evolución (cf. Odio a Hamlet) o una involución (Traición se articulaba en flash backs que devolvían esa dignidad perdida de esos protagonistas). Todos ellos juegan y trazan relaciones que poco a poco van perdiendo esa pureza, esa sinceridad afectiva, ese compromiso. Frente a la entereza y hermosura que caracterizan esos pensamientos elevados, el teatro escogido por Juan Pastor opone esos ideales con su reverso, estableciendo una dialéctica entre ellos que se traduce en una encrucijada vital.

Esa dualidad emerge en El juego de Yalta. Sus protagonistas Gurov (José Maya) y Anna (María Pastor) viven su encuentro furtivo, una experiencia idílica y a la vez dolorosa: Anna podrá ser ella misma, dejar de ser la muñeca de su marido, pero lo hará a costa de traicionarle. Al revés que los Sonia y Andrei de Afterplay (otra obra de Friel que especula sobre el futuro de los personajes de Tio Vanya y Tres hermanas), Gurov y Anna aprovecharán la oportunidad que les ha dado la vida de conocerse en una ciudad llamada Yalta. Allá donde los primeros no asistían a la Ópera de Moscú, Gurov y Anna cumplen sus planes: contemplan unas cataratas, ven despedir un Ferry, disfrutan de los jardines de la ciudad, consuman su pasión. Se realizan como personas, viven su vida, pagando su propio precio.

Por tanto, no es difícil emparentar El juego de Yalta con la producción previa de Juan Pastor. Pero en esta ocasión esa bipolaridad (dignidad/corrupción) va afectando a diversos elementos de la representación como consecuencia de las características tanto del original como de la propia puesta en escena. En El juego de Yalta ambos conceptos se difuminan más que en Traición (por poner el ejemplo más evidente): la plenitud que acarrea la experiencia –mientras dura- frente al vacío y dolor que arrastra tras su fin. El desconcierto que nace a raíz de ella desatan la duda, la confusión que surge cuando se piensa si esa felicidad fue real o soñada: lo imaginario frente a lo verídico. ¿Anna existió alguna vez?, ¿y su perrita?, ¿y las cataratas? Es más, ¿hay algún lugar que se llame Yalta? Allá donde en Afterplay cada acto desmentía al anterior, en El juego de Yalta impera el principio de incertidumbre…

Hay en El juego de Yalta un cierto balanceo dramático que se aprecia no sólo en la vacilación de unos personajes que deben enfrentarse perplejos a sus propios sentimientos y experiencias, sino en la propia estructura de la obra: los encuentros y desencuentros quedan expresados en diversas escenas en las que uno de los dos personajes (Anna o Gurov) se dirigen a los personajes confesándose ante el público mientras el otro está solo en el otro extremo en la sala; para después volverse a juntar. A veces esos espacios geográficos diferentes quedan reforzados dramaticamente por tonalidades focales distintas, y que contrastan el estado anímico de los dos protagonistas: Anna echa a llorar en el hotel –incapaz de digerir lo que ha pasado- y la graduación de la luz la aparta emocionalmente de Gurov. A veces, por el contrario, la iluminación los acerca, como cuando Gurov ve brotar un rallo de esperanza, y en ese momento Anna sale de su rincón con su paraguas, rodeada de una aureola blanca que la proporciona un aire virginal; o como cuando visitan las cataratas (en el que el empleo de los focos y el sonido del agua cayendo refuerzan la intimidad del momento: no vemos las cataratas porque es una experiencia reservada para los propios personajes); o cuando una luz casi irreal los irradia de felicidad mientras una soprano canta, contagiando su alegría…

El júbilo que desprenden esos parajes corresponde a la descripción a un lugar y un tiempo pretérito en el que los personajes van escenificándose así mismos, recuperando de esta manera alguno de los recursos de En torno a la gaviota… Por eso Yalta no es más que una metáfora del gran teatro del mundo. Por una noche –la que le corresponda cada espectador que asista a una función en concreto- este se encuentra en la sala Guindalera. En ella cohabitan un conglomerado de personas que al principio de la obra quedan en off sonoro y visual, y que el desenlace su presencia quede más presente por el ruido que desprenden al hablar. Al inicio de la función su presencia quedaba más intuida porque todavía Gurov y Anna actúan en libertad (y hacen cosas muy similares al resto de la gente); pero al final se hacen corpóreos –vía auditiva- porque ya condicionan esas actuaciones. En otras palabras, El juego de Yalta también ofrece ciertas disquisiciones entre lo visible y lo invisible; lo material y lo inmaterial; conceptos que sólo se pueden poner en escena gracias al artificio dramático. No deja de ser consecuente en este sentido que al lado a ese decorado casi exento y figurativo (tan eficaz como siempre en Pastor) haya una pianista y cantante que toquen/entonen piezas, recordando a aquellos tiempos en los que se proyectaban películas mudas cuyas partituras se escuchaban gracias a la intermediación de un pianista en la sala: El juego de Yalta con tal elección formal remite a una época ya pasada, y genera un efecto distanciador. El mundo de teatro se contempla así mismo en busca de una mayor autenticidad. El director y los actores montan la función desde esa candidez formal, propia de quien se entrega a él con pasión y deja translucir el sudor del esfuerzo. Tal vez ese efecto cinematográfico no sea exclusivo de la realización de Pastor, ya que en Afterplay –en un montaje de Juan Carlos Plaza- una gasa separaba a los actores de su público a pesar de sentirlos al mismo tiempo cercanos, seres humanos reconocibles.

Sea como fuere, esa declaración de principios que supone admitir el carácter más artificial del teatro contribuye a que las elecciones formales se acepten y nos hagan partícipes de los sentimientos de los personajes. Cuando oímos el sonido de los barcos partiendo del muelle, vinculamos ese ruido a la emoción que embarga la llamada –o sonido- de la aventura. Cuando vemos que se desprende humo del tren que toma Anna –separándolo de Gurov-, compartimos con el protagonista masculino esa nebulosa que nos impide asimilar lo que ocurre –sus dudas, sus miedos-: cuando se evapora, por fin se despeja de alguna manera el pensamiento de Gurov. Cuando vemos al personaje lamentar la ausencia de Anna, la oscuridad que reina en la sala nos hace partícipe de su pérdida. Como cuando contemplamos a Anna con su falda negra en la que se detectan motivos geométricos: al inicio de la obra la habíamos conocido portando guantes blancos y alegres pañoletas…

Esa es la riqueza de los juegos escénicos que ofrece la obra. Gracias a ellos El juego de Yalta es la poderosa reivindicación de la dignidad de un teatro que nos habla sobre la ilusión y la tristeza, del carácter fortuito, y a la vez eterno de los pequeños (grandes) momentos de la existencia que quedan grabados para siempre en la memoria, en la identidad. Una María Pastor radiante y luminosa vuelve a expresar el paso de la inocencia a la madurez con su habitual precisión. Un extraordinario José Maya nos hace dudar, pensar, sentir con Gurov. Juguemos con ellos y así recuperaremos nuestros pensamientos elevados.

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