lunes, 3 de diciembre de 2007

El séptimo sello

Max Von Sydow


EL SÉPTIMO SELLO
A un Díos desconocido
Por Alejandro Cabranes Rubio

Hacia el final de un filme de Ingmar Bergman, Sonrisas de una noche de verano, una joven pareja emprendía una nueva vida, lejos del yugo al que se habían acostumbrado. Por el contrario de los protagonistas de Un verano con Mónica -otra película del director- no conocían el fracaso de la utopía, ni habían experimentado el ahogo vital del párroco de Los comulgantes, o del escritor absorto en su obra de Como un espejo, y que siempre huía de sus propias miserias. En estas circunstancias resulta lícito afirmar que en el cine de Bergman la idea de viaje puede ser a veces liberadora; otras el prólogo a una existencia dominada por los remordimientos. El séptimo sello, junto a su obra rodada inmediatamente después (Fresas salvajes), quizás sea la muestra más significativa de ese cine itinerante de su autor. El regreso del caballero Block (Max Von Sydow) y su escudero Jons (Gunnar Björmstrand) a su tierra natal, después de años de lucha en las cruzadas, sirve de marco escénico para que Bergman despliegue buena parte de sus obsesiones habituales. Su visión de la Edad Media –en la que los hombres roban y queman a otros sin piedad alguna- es intercambiable con la de Guerra Fría, algo muy palpable si consideramos que Max Von Sydow en Los comulgantes llegaba a asustarse de la capacidad de la humanidad para aniquilarse –hasta el punto de suicidarse-; y en El manantial de la doncella eliminaba de manera expeditiva a los asesinos de su hija, incluyendo también en el lote a un niño inocente. En esta ocasión, Sydow conoce la terrible verdad de los tiempos que le ha tocado vivir a través de la historia del actor José (Nils Poppe), humillado por los aldeanos con la misma saña que lo eran los cómicos de El rostro por parte de los señores de un castillo.

En esa comunidad condenada por sus gestos autodestructivos (hasta Jons se jacta de que “ha perdido el gusto de violar”) se intuye un castigo divino: la peste y el mundo de la muerte, que viene a buscar a Block. Este pretende escaparse de ella jugando al ajedrez. Block, Jons, José, su mujer María buscan refugio para salvarse de la barbarie, el caos… Han gastado su vida, unos debidos a su orgullo de caballero, otros simplemente por su desidia; quedando presos de la condenación eterna: “Nadie puede vivir mirando a la muerte, y caminar hacia la nada” llegan a decir. No podrán como el Rey de El manantial de la doncella redimirse fundando una nueva iglesia, y salvo dos de ellos no podrán escapar de las tinieblas. Sólo se salvarán José y María quien junto con su hijo Miguel representan a la sagrada familia en su paso por la tierra. A cambio de ese fracaso vital se alumbra un atisbo de una esperanza, cuando Block distrae a la Muerte para que los actores puedan huir de ellas, esa buena acción con la que redime toda una vida de ocio y horror.

En todo caso son personajes en busca de su lugar en el mundo, de su Dios, o mejor dicho de “un autor”, abandonados a su suerte, deseosos por poder creer en algo; reclamados por el más allá; tal y cómo insinúa el travelling de retroceso que se aleja de Block mientras cena por fin en su propio castillo… En esos parajes es imposible no encontrar determinados paralelismos con Pirandello: la ruptura de la narración racional, la defensa de la parcialidad de la mirada (aquí representada en José, el único que puede ver a la virgen María); protagonistas que de algún modo se ven juzgados como el profesor de Fresas salvajes; personajes cubiertos por sus máscaras, comportandose -como señalaba José María Latorre en un artículo- como si fuesen actores, fingiendo y mintiendo como el párroco de Los comulgantes. Ello sólo puede significar una cosa: El séptimo sello es la avanzadilla de un cine que haría añicos el clasicismo narrativo (hermanándose por tanto en ese sentido incluso con Centauros del desierto o A vida o muerte, por poner dos ejemplos geográficamente alejados de Suecia, el segundo de ellos casualmente también sobre la lucha de un hombre contra la muerte).

La concepción teórica sobre el cine de Bergman se traspasa directamente a la puesta en escena, que contempla la vida en la tierra atendiendo sobre todo al tiempo anímico de los personajes (si en Fresas salvajes el profesor revive su infancia desde una óptica presentista; aquí el contraplano de la virgen apunta no sólo a la intimidad que emana tal visión a José, sino también que durante transcurre ese acto para el actor la noción del tiempo desaparece al acceder a otro estadio vital), e incluso en su forma de filmar el mundo inmaterial. Pongamos unos pocos ejemplos: el plano general que preludia la irrupción de la Muerte; la panorámica sobre el ajedrez que anuncia la llegada de su negra figura; el delicado travelling que avanza hacia José cuando está a punto de vislumbrar a la virgen; el contraplano en el que se muestra a la Muerte encabezando una danza macabra por el alto de una colina, en la que participan unas figuras recortadas en el encuadre; la panorámica que da parte de la irrupción de la Muerte reclamando terminar la partida de ajedrez; el juego con el salto de eje en el que el elemento fantástico (La Muerte) traspasa simbólicamente las lentes de la cámara; los insertos de ese Cristo Crucificado al que Block interpela buscando respuestas; la panorámica que relaciona a Block –preguntándose quién se burla de él- con La Muerte, que se hace pasar por un cura para engañarle… Esa trasgresión del relato tradicional –tan palpables en otros filmes de Bergman, a veces tan evidente como en el plano en el que el levantamiento de un cadáver provoca la irrupción de un manantial donde antes sólo había arena ensangrentada-, y que no es más que un síntoma de una sociedad –en palabras de Carlos Losilla- que “avanzaba hacia el reverso de su propio sueño”; una comunidad escindida, en busca de sus propias formas de representación.

De esta forma Bergman impregna a El séptimo sello de una densidad dramática palpable tanto en determinados símbolos narrativos -cf. la leche recién ordeña y las fresas son una metáfora de la inocencia perdida- como varias de sus elecciones formales. Citemos unos ejemplos: el travelling que relaciona la cabalgada de Block con el carromato de José y María; la panorámica hacia una calavera que redunda en la sordidez de la quema de una bruja, la panorámica que relaciona el caballo del caballero con un cadáver en el alto del camino; el plano general con el que el director filma el fallecimiento de un enfermo de peste; la panorámica que recorre unos retablos donde quedan grabados escenas tétricas; la irrupción de una ardilla sobre la copa de un árbol talado y con la que el director asegura que la vida continúa después de la muerte; el travelling sobre Block y sus acompañantes deslumbrados por la presencia de una Muerte que ha ido a buscarles y en los que la ausencia de contraplanos de ésta da parte de su fascinación hacia ella... Y así los personajes emprenden un viaje a ninguna parte; mirando a la muerte mientras caminan hacia la nada.

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