lunes, 3 de diciembre de 2007

Basil, el ratón superdetective

BASIL, EL RATÓN SUPERDETECTIVE
…Y Disney acudió a Baker Street
Por Alejandro Cabranes Rubio

No descubro nada al afirmar que una creación literaria como Sherlock Holmes fue producto de la sociedad victoriana y eduardiana, no desde luego por sus hábitos –su adicción a la cocaína-, sino por expresar como pocos personajes esa fe en el progreso amparada por los avances científicos y los métodos de investigación empíricos; característicos de los años en los que se esbozó la teoría de la evolución, y en los que Raymond Dart encontró los restos de un austrolopithecus al que atribuyó –erróneamente- un comportamiento que luego sería descartado. Algunas de las novelas protagonizadas por él conservan una aureola romántica harto agradable –cf. la segunda mitad de Estudio en escarlata-; y varios relatos breves ideados por su creador, Arthur Conan Doyle (1859-1930), ya reflejaban aspectos turbios de la vida occidental, tales como la fundación del Ku Kus Klan.

El cine ha sido generoso en número de aproximaciones a su figura, desde la aportación de Buster Keaton a la saga protagonizada por Basil Rathbone (y que amparó algunos títulos de propaganda antinazi como La voz del terror), pasando por las dos incursiones de Terence Fisher: El perro de Baskerville –donde el realizador de Drácula explora sus obsesiones habituales de manera tan fascinante como siempre- y El misterio del collar (no confundir con la floja cinta de Charles Shyer sobre la Revolución Francesa), basada en El valle del terror, y que lamento desconocer.

Considerando que posiblemente Sherlock Holmes permanece en el subconsciente colectivo como una de las figuras literarias y cinematográficas más reconocibles para todos los públicos no es de extrañar que la productora Walt Disney emprendiese en 1986 una aproximación a la obra de Conan Doyle, en las antípodas ideológicas de la última incursión conocida hasta ese momento, la magnífica Asesinato por decreto -un antecedente de Desde el infierno- en la que el recientemente fallecido Bob Clark retrataba al detective como un hombre corroído por sus remordimientos. En el propio 1986 ya había otra tentativa, producida por Steven Spielberg, de talante menos crítico: El secreto de la pirámide, una simpática película de Barry Levinson que engarza con el discurso habitual del director en sus mejores obras (la disquisición sobre mundos que se descomponen tras su degradación: la estupenda Liberty Heights es sintomática al respecto), y a la que quitando tres lastres que ocupan un espacio de 13 minutos quedaría como una obra realmente excelente que recupera el espíritu de la segunda novela de Conan Doyle, El signo de los cuatro.

Ya centrándonos en Basil, el ratón superdetective llaman la atención al menos tres cosas. La primera, su rechazo a ensalzar –por el contrario que Levinson- los detalles coyunturales sin que por ello el espectador deje de reconocer determinados guiños: de hecho el cambio del nombre del personaje alude directamente a Basil Rathbone, y la voz del villano de la función pertenece al gran Vincent Price. La segunda de ellas, la presencia de John Musker y Ron Clements (futuros responsables de La sirenita) en la dirección, desmintiendo de paso que los años ochenta no fueron para Disney una década de sequía creativa. Ambos confirman que los logros de la compañía durante la primera mitad de los años noventa no fueron producto de una casualidad, sino de unas nuevas líneas de trabajo previamente ensayadas. La tercera, relacionada con lo anterior, es que su transformación de los tres personajes principales de El valle del terror (Sherlock, su amigo el Doctor Watson y el malvado Profesor Moriarty) en tres ratones (Basil, Doctor Dawson y Ratigan) no da lugar a una contraposición entre el mundo de los hombres y el de los animales, sino más bien a la proyección de uno sobre otro como más tarde también haría la muy reivindicable Los rescatadores en Cangulorandia (1990).

Sobre esa base, Basil (a la que me referiré en adelante con el título abreviado) no pretende ser otra cosa que un sentido homenaje, repleto de cariño, hacia un estilo de novela ya inexistente. Puede que en el que ciertamente se abogue por el mantenimiento del orden victoriano, pero sin que su carácter reaccionario entorpezca a su discurso fílmico, construido sobre un sentido atmosférico admirable. Esa extrapolación entre el mundo humano y el animal revierte desde su primera –y ejemplar- apertura a la manera de captar determinados ambientes. Desde ese travelling inicial –y que tan admirablemente, como en Los rescatadores en Cangularandia, pone de relieve los diferentes tamaños de las cosas- que atraviesa las calles nebulosas de un Londres iluminado tenuemente por las farolas hasta introducirse en la casa del inventor de juguetes Hiram Flaversham y su hija Olivia, Basil ya hace gala de un destacado peso del detalle: los planos de las hojas de los periódicos flotan por la acera por el soplido del viento; o de la sombra del ayudante de Ratigan (el murciélago Flidget) acechando en el hogar de los Flaversham remiten directamente a las convenciones del cine-literario, al cual el filme no sólo homenajea, sino que participa directamente de sus postulados. Al respecto no deja de ser una declaración de principios el plano con grúa que nos muestra al auténtico Sherlock tocando su violín y que precede a una panorámica que nos traslada a la parte más baja del edificio, donde habita su homólogo Basil.

Sólo en el marco de un mundo tenebroso, es posible que un malvado intente derribar a la reina valiéndose de un juguete que la reemplace en sus cometidos; que una inofensiva reproducción en miniatura de una cuna esconda una trampa; que las calles lluviosas de la ciudad marquen el inicio de una amistad; que en una taberna al lado del Támesis se pase del silencio más absoluto –al pronunciarse el nombre de Ratigan- a la mayor euforia; o, en fin, que el cielo de Londres acoja una persecución con vehículos aéreos…

En consecuencia, la puesta en escena de Basil (aunque se trate de una película animada no estaría de más recordar a algunos que estas también poseen planificación) asimila los métodos narrativos de las anteriores incursiones cinematográficas en el universo de Conan Doyle. Veamos algunos ejemplos: el travelling que descubre a Hiram trabajando para Ratigan; el provecho dramático de la muñeca que el inventor ha construido para su hija y qué sirva a Ratigan para amenazarle; el momento que relaciona la reunión de Ratigan con sus compinches con el retrato del villano en casa de Basil; los encadenados que escenifican la derrota del protagonista que ha caído en una trampa de su enemigo; el momento en el que la sombra de Ratigan se extiende en Buckigham Palace sobre los súbditos amplificando su poder sobre aquellos; la muy notable pelea entre Ratigan y Basil en la maquinaria del reloj de la Torre de Londres; el empleo del fuera de campo durante el secuestro de Hiram y que recrudece la angustia que padece Olivia; la secuencia en la que Basil cae en una trampa y que queda planificada como si fuese una fiesta sorpresa; el plano con grúa que relaciona a la gata de Ratigan, Felicia, feliz por haber logrado escapar del perro de Basil (Toby) con un cartel que indica que Felicia ha caído en las manos de los perros de la guardia real, cuyo ataque también queda fuera de campo… Hay dos ejemplos que dicen mucho del rigor con el que se ha planteado la propuesta. En un momento dado, un compinche de Ratigan, Bernard, alcoholizado llama rata a Ratigan: el susodicho lo expulsa de su morada y con el ruido de su campanilla requiere la presencia de Felicia para que se encargue de él… Más adelante cuando Flidget falle en una tarea, con sólo oír la campanilla -en otro estupendo uso del fuera del campo- sabemos qué se propone Ratigan… El segundo ejemplo es mejor aún si cabe: Basil está atado a una trampa rodeada de una serie de armas (pistolas, hachas, prensas) que pueden acabar con su vida y teme que se accione el mecanismo ideado por el villano para eliminarlo: hasta ese momento el cúmulo de artilugios se contempla de manera fragmentaria: cuando Basil se da cuenta de cómo puede liberarse un plano general los reúne en su totalidad porque el detective vuelve a tener una visión de conjunto… En fin, puede que el ambiente retro que emana de Basil sea considerado una prueba más del conservadurismo de Disney; pero hay tanto entusiasmo hacia lo que se cuenta –incluyendo a un Henry Mancini que da la sorpresa con una partitura muy ajustada- y sobre todo tanta solvencia narrativa que uno no puede menos que regocijarse en ella.

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