domingo, 25 de noviembre de 2007

Sin remisión

SIN REMISIÓN
Por Alejandro Cabranes Rubio

En el primer domingo del mes de octubre del 2004 un adolescente de quince años encendió un porro a la salida del metro de Bilbao, siendo sorprendido por unos guardias de seguridad que con su talante amenazante provocaron en él un sentimiento de auto-defensa plenamente comprensible para su edad. Tal actitud del detenido a su vez revertió en una desmedida reacción en los dos guardias que, sin pensarlo dos veces, golpearon un cenicero de metal situado al lado de las escaleras de la boca del metro. La intimidación psicológica dio paso al estallido del llanto del chaval, sobrepasado por las circunstancias. Para suerte para él un catedrático de sociología presenció lo ocurrido y plantó cara a ambos individuos, señalando ante el público su actitud anticonstitucional. A él se sumaron más personas cuyas protestas no sólo fueron desatendidas, sino vapuleadas por los dos hombres que negaban así a la ciudadanía su capacidad de opinar ante ciertos hechos públicos.

Aunque el incidente se solucionó gracias a la llegada de la policía, una vez más en este país se confundía la jerarquía de prioridades para la obtención de una mejor sociedad: en nombre de la ilegalización de la marihuana se justificaba la represión más brutal a la juventud, la cual era considerada carne de presidio. Para paliar el llanto por la pérdida de los valores teóricamente civilizados de antaño se imponía la práctica de actitudes absolutamente incivilizadas: en plena transformación de una sociedad que progresivamente abrazaba la modernidad, la barbarie salía a relucir de nuevo en los representantes de las buenas costumbres.

El neofascismo se había alojado de nuevo en Madrid. Las ideologías de carácter reaccionario ya no se disfrazaban con los ropajes que la democracia proporciona incluso a quienes sólo veían en ella un utensilio para llegar al poder, y no como un objetivo a reivindicar. El desprecio al inmigrante, el clasismo más absoluto, y la justificación de unos supuestamente formidables ideales se solapaban al eterno discurso del cristiano viejo y la grandeza del patrimonio cultural español, incluyendo la colonización de América.

Pero tales idearios no se reducían a la esfera de cierta clase política sino también tenía su correspondencia en algunos hábitos. En el mes de noviembre, en plena Calle Goya, un inmigrante pedía ayuda a la policía para localizar una calle, y ésta en vez de atenderle amablemente le solicitaba en primera instancia sus papeles de residencia. Se invertían de esta manera el orden lógico de las cosas: desde el poder se superponía el racismo al servicio público a la ciudadanía. La auto-crítica cedía su puesto a la excesiva confianza en el criterio propio, sin replantearse si éste era adecuado o no.

En un mundo donde el individualismo y la globalización se convirtieron en sus rasgos más definitorios, la sensación se seguridad sólo se fomentaba desde el ejercicio de la autoridad. La desprotección de la ciudadanía era subsanada con la estimulación de actitudes escalofriantes que comprendían desde el arribismo más abyecto a la delegación de la voluntad individual en beneficio de la de un líder. La discrepancia se entendía como sinónimo de radicalidad ante la imagen virtual de una sociedad abierta, multicultural (que no pluricultural), ejemplar. La ilusión de maduración ensombrecía la percepción de los restos fosilizados de una herencia adquirida, aquella que si mal no recuerdo incentivaron por fechas recientes un partido político que gozaba de mayoría absoluta en el arco parlamentario.

Quedaban claro cuales eran los principales retos sociales en el nuevo milenio. Plagas cuyos lastres sólo se podrían encarar en el marco de la educación. La implantación desde las aulas de la empatía, la solidaridad, la integración, la conexión con mundos ajenos al nuestro se perfilaban como la única respuesta posible al triunfalismo más absoluto, el mismo que ha insensibilizado a nuestros ojos ciegos ante la desazón. La generosidad y el altruismo acampaban en las inmediaciones de la ciudadanía, sin atreverse a instalarse en su corazón. El sueño de la razón práctica impulsado por los neoliberales sólo generaba monstruos. La inmersión en la esquizofrenia estaba por venir.

Ante tal cúmulo de desastres deberíamos procurar soñar bonito, tal como señalaba Pilar Manjón en la comisión de investigación sobre el 11 M. Sin confundir la placidez de ese sueño con la vigilia, descansemos en paz ilusionados por un mundo por construir, en el que no tenga cabida países en el que el poder judicial equiparase el matrimonio entre personas del mismo sexo con el de un animal con un individuo; en el que las embajadas facilitasen servicios a sus ciudadanos ante el deseo expreso de éstos de formalizar su vida en un país de acogida. Un pueblo cuyo poder judicial entendiese su ensanchamiento como una posibilidad de estimular su pluralismo –y su autonomía respecto a cualquier ejecutivo-, y no como la decidida obstinación de un gobierno no legítimo por socavar su independencia. Una nación con unos diputados afines al gobierno cuya asistencia al parlamento para aprobar leyes imprescindibles fuese una práctica garantizada y no una sorpresa. Sin unos partidos políticos favorables a la estabilidad que procurasen desestabilizar a sólo un año de su derrota al ejecutivo con un lenguaje apocalíptico, hipertrofiado, falsario, extremista, dado al dramatismo más impostado. Un espacio abierto en el que la iglesia católica no pensase revivir la querella de las investiduras. Un lugar dotado de ministerios que plantasen cara a la especulación económica con capacidad legisladora real. Un país sin ceremonias que en aras de lograr unas saludables –pero sumamente artificiales- reconciliaciones no situasen en los altares de la democracia el golpismo desde todas sus vertientes, desde la militar a la institucional. Unos estados de derecho en el que las protestas contra cualquier gobierno tuviesen espacio propio sin necesidades de aprovecharse de la convocatoria de manifestaciones no partidistas; en el que las víctimas del terrorismo no fuesen insultadas, en el que todo el mundo encontrase su lugar sin avasallar a sus vecinos. Por un lugar donde unos dirigentes expertos en gasificar a quienes se oponían a su visión sobre el futuro de Irak no considerase neonazi la lectura de derechos constitucionales aplicada a sus militantes -presumiblemente culpables de un delito- que se presentaron a la policía sin esposas. Por una transformación radical que nos hiciese superar el espejismo de maduración para aprender de una vez reflejos democráticos.

Pero dejemos de soñar y volvamos a la realidad. El 23 de enero de 2005 un policía detenía a una masajista china en el Retiro, tratándola como una criminal, haciéndola verter sus lágrimas. No habíamos avanzado nada

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