domingo, 25 de noviembre de 2007

Morir pensando matar


MORIR PENSANDO MATAR
Tiempos bárbaros
POR ALEJANDRO CABRANES RUBIO

Una de las costumbres que se practica cuando se escribe sobre teatro radica en destacar el carácter universal de los clásicos para así justificar su representación. Más si uno no gusta emplear esta clase de varemos para analizar una función, no le queda más remedio que admitir que Morir pensando matar –el texto de Francisco Rojas Zorrilla dirigido por Ernesto Caballero- es uno de esos montajes que sorprenden por su actualidad. Para ello no sólo no resulta necesario subrayar los elementos contemporáneos de la pieza, sino que además hace de su escenografía clásica su mejor arma expresiva. De esta manera Ernesto Caballero nos sirve la historia de una venganza, la de la Reina Rosimunda (Lidia Palazuelos), hija del Rey de los Gépidos, y que no sólo se ve obligada a casarse con el asesino de su padre (Albolino, el rey de los Longobardos: Francisco José Gallego) sino a beber en el cráneo de su progenitor. Rosimunda para ello se valdrá de Leoncio, el Duque de Verona (José Luis Mosquera), enfrentándose a Flabio, Duque de Lorena (Javier Mejía) y la Infanta Albisinda (Zulima Memba).

Con tal premisa argumental, Morir pensando matar nos habla del choque entre civilizaciones, la inutilidad de la venganza, la tiranía con la que unos vencedores humillan a los vencidos; de cómo la violencia sólo se sacia vertiendo más sangre. Si uno se traslada mentalmente a las Torres Gemelas, Afganistán, Irak o los ferrocarriles madrileños sin duda convendrá que este montaje es de los más aterradores de lo que llevamos visto este año en la medida de que, cuatro siglos después de la redacción de la pieza, sigue revistiendo una vigencia insospechada. El texto de Zorrilla, que dramáticamente no tiene nada que envidiar a las tragedias de Shakespeare, opera pues de metáfora y reafirma la capacidad del teatro para hacer pensar.

Ahora bien, si el discurso de Morir pensando matar cobra mucha fuerza ello se debe a la espléndida dirección de Ernesto Caballero, quien compone imágenes muy sugerentes. Algunas -como la que muestra al pueblo Longobarde dando la espalda a Rosimunda- a pesar de su simplicidad logran expresar el conflicto irreconciliable entre pueblos distintos y su profundo rencor. Como también ocurre al inicio de la función cuando regresa Alboino, momento en el que el escenario se divide en dos (no literalmente): mientras los soldados saludan a sus seres queridos, en el trono Alboino y Rosimunda permanecen ajenos a todo pues la integración de la reina con los súbditos y esas tierras es nula. Ese “choque” visual generará la irrupción de la sangre… Caballero, en ese sentido, anuncia la llegada de la muerte y la tragedia con las apariciones de una mujer con un gorro de una serpiente; y que tienen lugar en los momentos claves: el regreso de Flabio (consciente de que la batalla con los Gépidos no ha terminado con el fallecimiento del rey); la maldición de Rosimunda jurando venganza sosteniendo el cráneo de su padre mientras “la serpiente” atraca a Albiono; el asesinato de éste último; o cuando –sabiéndose derrotado- Leoncio es consciente de que acaba de beber veneno; por poner sólo unos ejemplos… De ahí que los preparativos al asesinato adopten escenográficamente una composición geométrica de tipo triangular, cuyos vértices no son otros que Rosimunda, el rey y la espada de éste; símbolo de lo criminal, un triángulo que relaciona víctima y verdugo con el acero mortal. La tenue luz que sólo enfoca al Rey mientras el resto del escenario permanece a oscuras sugiere su indefensión, sus temores, consciente de la conjura organizada por su mujer… ¿Es casualidad, entonces, que también sólo queden iluminados sobre las tablas los traidores, subrayando así su carácter conspirativo; y que tal escena culmine con el rostro de Rosimunda dándose la vuelta hacia el Duque de Verona, tras obtener de Leoncio la promesa de asesinato que tanto anhela?

El crimen lleva aparejado la escisión. Y así lo subraya Caballero tanto cuando aparta a Flabio de los asesinos, al interponer entre ellos a dos súbitos, Otón (Rubén Nagore) y un Capitán (Jorge Mayor); cómo cuando Flabio se desvincula de los planes de Rosimunda derrumbando la semicircunferencia (compuesta por un coro que porta entre sus brazos unas tablillas) de odio que ésta había sembrado a su alrededor… El movimiento escénico, el provecho dramático del sonido y la iluminación, en Morir pensando matar no acompañan a las acciones representadas, sino que las matiza, otorgándoles significación.

A ello contribuyen los actores. Lidia Palazuelos logra expresar el dolor de la humillación y también el odio destructor: la duda, la condena mortal, la lucidez y el rencor quedan grabados en su rostro. Javier Mejía imprime caballerosidad a su personaje, capaz de sentir compasión hacia la derrotada al inicio de la función, y de vengar a su rey después. José Luis Mosquera retrata corporalmente la cobardía y abyección de Leoncio. Zulima Memba confiere inteligencia a la infanta. Francisco José Gallego, el temor de quien se sabe en peligro. A su lado permanecen Juan Antonio Olivares, Rubén Nagore, Jorge Mayor, Diana Bernedo, Ruth Argente y el coro, redondeando los resultados. Sólo un pequeño apunte impide que Morir pensando matar sea un montaje perfecto del todo: un extraño prólogo que, si bien da parte del combate entre los dos pueblos, no queda bien integrado con el resto de la eficacia. Minucias que no empañan los cuantiosos méritos de una producción que da la razón a quien sostiene que los clásicos se caracterizan, precisamente, por su modernidad

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