domingo, 25 de noviembre de 2007

La pantera rosa


LA PANTERA ROSA
El fantasma de Sir Charles
Por Alejandro Cabranes Rubio

Hay títulos en la historia del cine que se consideran casi intocables porque forman parte de un subconsciente colectivo. La pantera rosa (Blake Edwards, 1963) es uno de ellos. ¿Por qué? Tal vez deba esos honores gracias a la partitura de Henry Mancini, la presencia de intérpretes como una Claudia Cardinale recién salida de dos de los mayores logros de la historia del cine (Rocco y sus hermanos, El gatopardo), Capucine o David Niven. Y porqué no reconocerlo, su capacidad para reflexionar sobre una época: salvo en las comedias de Billy Wilder, Stanley Donen, Richard Quinne y alguna otra del propio Edwards, hay pocos filmes como La pantera rosa que capten tan certeramente la idiotez humana de una sociedad a punto de encontrarse con el reverso de su propia imagen. El dibujo de la estupidez y carácter retrógrado de la policía (hay quien puede saludar el desprecio a la autoridad por anticiparse a las revoluciones de 1968), la no menos virulenta mirada hacia una hortera y perezosa burguesía, y sus apuntes sobre los representantes del Antiguo Régimen como la Princesa Dala (Claudia Cardinale) no tienen desperdicio. Las desventuras del Inspector Clouseau (Peter Sellers) por desvelar la identidad de un ladrón de joyas (“El fantasma”) que deja un guante blanco propician un tono de farsa que permiten la burla despiadada. Y ésta resulta más eficaz cuando los avatares de la investigación resulten más reales, menos impostados. Ello no quiere decir por un instante que Edwards deje de vulnerar el verosímil fílmico, pero precisamente cuanto más auténtico parezca el contexto ideado, más divertido es.

Ya tenemos la primera clave para entender La pantera rosa: la manipulación de la realidad a través de un código genérico como la comedia. Y es allí donde la obra guarda profundas relaciones con otras de su autor como Victor o Victoria o La carrera del siglo: la primera estaba protagonizada por una cantante que finge ser un transformista varón; la segunda suponía una última mirada a los géneros clásicos que incluía un homenaje a El prisionero de Zenda… En una y en otra el disfraz, la suplantación constituyen los elementos que posibilitan ya no sólo la liberación del individuo, sino acentúan la capacidad del cine para mentir y transformar la verdad. La pantera rosa al respecto contiene distintos apuntes al respecto: el aristócrata Sir Charles (David Niven) finge el secuestro del perro de la Princesa para acercarse a ella y poder robarla, su sobrino George (Robert Wagner) se fotografía en falsas orlas para engañar a su tío sobre sus estudios, Simone (Capucine) se casó con Clouseau para ayudar a su novio (Sir Charles) a perpetrar sus robos; e incluso la Princesa Dala quiere aprovecharse del posible robo de “La pantera rosa” (una joya que le regaló su padre) para no dar parte de ella a los Tribunales Internacionales que deben dilucidar a quién pertenece… En ese contexto de mentiras resulta muy coherente que el punto álgido del relato (el robo de una joya, “La pantera rosa”) se desarrolle en una fiesta de disfraces…

Todo ello queda bien articulado en un conjunto al que le sobran: a) algunas secuencias tan dilatadas como aquella en la que Princesa se emborracha en presencia de Sir Charles, b) la canción que “anima” la fiesta que tiene lugar en la cabaña donde se hospeda Dala. A pesar de todo ello, Blake Edwards sabe como captar el interés del espectador desde el primer momento: el travelling que relaciona a la Princesa de niña con el trono real (y que marca su relación afectiva con “La pantera rosa”), o el plano general parisino que preludia el encuentro de Simone con otro colaborador de Sir Charles ya marcan el tono de la función. Blake Edwards hace gala de un sentido del detalle que, aunque inferior al exhibido en otras ocasiones (El guateque), proporciona solidez a la puesta en escena: el plano de Simone quitándose el disfraz en un ascensor; la manera en la que en un momento dado Sir Charles olvida que está fingiendo una cojera; el encontronazo entre éste y el Inspector en el Hotel (y que marca el tropiezo literal de los dos personajes en sus respectivas carreras profesionales); el largo plano general que deja en fuera de campo las actividades conyugales de los Clouseau (y que ayuda a definir la naturaleza del matrimonio a la vez que facilita para posteriores gags la comprensión del decorado); la actitud de un policía vestido de cebra que aprovecha la fiesta de disfraces en el palacio de la Princesa para atiborrarse a beber; la rapidez con la que Simone y Charles cierran las puertas contiguas a sus respectivas habituaciones cuando se ven interrumpidos; el plano que muestra a Sir Charles recogiendo desde un coche un zapato que se le había caído en la huida; o el descubrimiento por parte de George -gracias al hallazgo de un guante- que el fantasma no es otro que su tío…

Dos secuencias largas brillan a gran altura en ese tipo de detalles y son las que justifican en parte el prestigio de la cinta. La primera tiene lugar en la habitación de Simone: George ha simulado una llamada de la policía para desembarazarse del Inspector. Simone ve como se cuela George mientras tiene escondido debajo de la cama a Charles… En el momento menos inesperado Clouseau regresa y Simone realiza impróvidos esfuerzos por facilitar la salida de los dos hombres… La capacidad de Edwards para el gag físico que incluye momentos divertidísimos (cf. George dando vueltas en un armario giratorio mientras en primer término del encuadre la mujer distrae a su marido; la apertura de una botella de champagne entre las sábanas) reviste incluso modos visuales elegantes como el travelling que sigue las pisadas que conducen a la cama. La segunda se trata de la famosa persecución que tiene lugar en las calles de Roma y que impiden a un anciano cruzar la calle: determinados detalles de la misma (Charles y George hablan disfrazados de gorilas en distintos coches) así como la resolución en fuera de campo del choque de los vehículos se cuentan por derecho propio entre lo mejor filmado por su realizador. Algunos encuadres tan brillantes como el que muestra a Sir Charles observando como el Inspector toca la puerta de su habitación para detenerlo o aquél en el que Simone hace señas a su amante para advertirle sobre la llegada de su sobrino; e incluso movimientos de cámara (cf. el travelling circular con el cual George quiere atrapar de manera “envolvente” a Simone) dan parte de la inspiración de Edwards por aquellos años en los que rodó títulos tan interesantes como Desayuno con diamantes, Chantaje para una mujer, Días de vino y rosas, o las ya mencionadas La carrera del siglo o El guateque… Todas ellas productos que generaron una mala asimilada cinefilia de carácter mitómano y que deben verse como lo que son: la mirada cariñosa (no exenta de acidez) hacia una sociedad que se creía sofisticada, pero que en verdad encubría de forma idiota sus miserias propias.

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