domingo, 25 de noviembre de 2007

Cyrano de Bergerac

CYRANO DE BERGERAC
Caballero de la palabra
POR ALEJANDRO CABRANES RUBIO


Antes de iniciarse la representación de Cyrano de Bergerac (John Strasberg) varios de sus intérpretes se mezclan entre el público, y anuncian la llegada del famoso Cyrano (José Pedro Carrión) al teatro para destrozar a un mal actor. Se acentúa pues el artificio escénico: el teatro dentro del teatro (algo también presente en montajes de este año como Las visitas deberían estar prohíbidas por el código penal o Marat-Sade), el terreno de la representación, la máscara como disfraz que permite transformar la vida… Cyrano presta su ingenio al cadete Cristián (Cristóbal Suárez) y este a su vez le ofrece su cuerpo para conquistar a una sola mujer, Rosa (Lucía Quintana). Cada uno representa en la acción su rol, o mejor dicho las partes fragmentadas del mismo: uno la cara del personaje (los rasgos externos perfectos), el otro su verbo (los rasgos internos ideales)… En el gran teatro del mundo no hay personas, sólo títeres imperfectos, con sus grandezas y flaquezas, y que se complementan entre sí en busca de lo bello, de la verdad. Y esa verdad va desnudándose según Strasberg deja caer los diferentes telones que definen los espacios (el teatro, una cocina. la casa de Rosana) que se suceden los unos a los otros hasta dejar exento el decorado. Allí donde este Cyrano de Bergerac rescata la pureza de las emociones frente a la fealdad de patanes arrogantes y la superficialidad de hombres cuya galantería no esconde más que la mediocridad.

John Strasberg lo logra –a pesar de que quizás algún paraje como la muerte de Cristián tenga menos fuerza que la que consigue en otras escenas de la obra donde sí se hace contagioso la vitalidad del texto; o que se eche en falta un poco más de bullicio en determinados parajes-, no sólo porque modestamente (una virtud nada desdeñable) sabe plegarse al maravilloso texto de partida, sino porque comprende perfectamente que esa vindicación de la inteligencia y el amor frente a la estupidez de la guerra (en este caso la quinta fase de la Guerra de los 30 años) sólo es posible a través de su comparación con esa sociedad corporativa que se desharía tras la Paz de Westfalia para dar inicio al nacimiento del individuo de la mano de Hobbes y El leviatán. Cyrano es el símbolo del hombre que emergería de esa Europa que se adentraba en la secularización de la política y que, tras la creación del primer sistema internacional de relaciones diplomáticas, abrigaría progresivamente la revolución científica e industrial; sacando así a la humanidad de las tinieblas medievales. Sólo la confrontación de fuerzas un siglo después en la Revolución Francesa acabaría con los estamentos, cuyos cimientos gente como Cyrano desafió cien años antes.

La relación Cyrano-Cristián-Rosana de esta manera opera de símbolo del nacimiento del individualismo allá donde quedaba ese dominio de la apariencia… John Strasberg al principio de la función subraya las difíciles relaciones de sus personajes con la sociedad en la que viven: Cristián en ocasiones aparece en el último término visual del escenario, o apartado del resto con una mirada melancólica (Cristóbal Suárez resulta particularmente efectivo en esas secuencias); otros se escenifican así mismos en el centro de la tabla mientras otros los observan… De esa manera, quedan o bien desplazados o bien interpretando un papel que les permita su integración plena con el mundo que los rodea. Y allí el triángulo Cyrano-Cristián-Rosana expresa, no sólo a través de las palabras del texto sino de la puesta en escena, el viaje de esa triste realidad al advenimiento de la verdad. En un momento dado –en la que quizás sea la escena más famosa del libreto- Cristián acecha la ventana de Rosana: la figura del cadete tapa literalmente a Cyrano. Más adelante se despliega el triángulo, formando una figura geométrica en el escenario bien reconocible. Rosana cree haber alcanzado el cielo y permanece subida a la silla, emocionada por la llegada de un nuevo día. Cyrano sale literalmente de esas tinieblas y según deja oir su voz, su cuerpo sale de su escondite y una luz blanca lo ilumina…

De esta manera el montaje de Strasberg, correcto y digno, sabe extraer del original bastantes de sus esencias. Se apoya en un José Pedro Carrión que brilla a gran altura cuando despliega su voz poliédrica, capaz de evocar mil emociones. Lucía Quintana confiere a Rosana inteligencia y sensibilidad. Ricardo Moya y Alberto Iglesias destacan poderosamente en el elenco. Junto a ellos un nutrido reparto los respaldan. Y juntos vuelven a mezclarse entre el público, dispuestos a buscar la belleza y defender la individualidad allá donde sólo quedan la masificación del pensamiento y la vulgaridad.

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