jueves, 1 de marzo de 2007

El vals del adiós

Fernando Guillén, El vals del adiós

EL VALS DEL ADIÓS
Música para los herederos
Por Alejandro Cabranes Rubio

Hace no mucho se estrenaba una fábula llamada El arquitecto y el relojero -con unos inmensos Gary Piquer y Antonio Canal- donde los personajes por más que lo intentasen no podían estar a espaldas de la historia, y por tanto preservaban su memoria. Más adelante, Joan Ollé se lanza a la tarea suicida –con un sentido del riesgo innegable- de representar Soldados de Salamina; el libro por excelencia contra el olvido y que sacaba del anonimato a aquellos desterrados por una Historia Oficial.

No sé a ciencia cierta si Louis Aragón los acusaría, en El vals del adiós, de “optimistas”… Fernando Guillén presta su cuerpo al escritor y con él escruta un sentimiento de desamparo vital que sitúa a la obra en las mismas puertas del desgarro existencial. Las imágenes de un mundo soñado, acompañadas de la preciosa música compuesta e interpretada por Alfredo Valero, pertenecen a una época ya pasada, de lucha, y recrea en algunos instantes la alegría de vivir… En ese sentido el acordeón de Valero inicia una cabalgada hacia el conocimiento, que viene dado por unos acordes festivos e impulsivos. En paralelo Guillén saluda a los viandantes situados en fuera de campo… Un mundo donde todo es posible, incluso que los libros que se escribieron épocas difíciles de lucha contra el fascismo susciten la curiosidad de nuevas generaciones…

Es a ellos a quienes El vals del adiós quiere transmitir un legado… Y elige un tono circular relacionado de manera íntima con un baile no menos circular: un vals cuya música impulsa la danza de Guillén… Pero no por mucho tiempo… Aunque sus notas suenen cada vez que la ilusión del protagonista renace, no es menos cierto que cuando él mira en la pantalla aquellas miserias que él ha vivido no puede evitar dejar de bailar… Y sentarse… La memoria histórica es una materia frágil, artificial, que ya quisiera seleccionar para sí sus momentos más álgidos y plenos; pero, como le ocurre al propio Guillén en la obra, no resisten el enfrentamiento directo con la experiencia y trayectoria vital.

En ese sentido cuando se proyecta en una pantalla la invasión rusa de Checoslovaquia, la música de Valero realiza un fuerte viraje; una transformación súbita y dramática. La melancolía da paso a la agitación melódica. Y una intensa luz casi rosada ciega a Guillén: la iluminación amarillenta que le proporcionaba la lamparilla de su despacho ha quedado también atrás. Modificar la realidad para construir un mundo mejor supone mirarla de frente; sin autocomplacencias que valgan, sin la consoladora intuición de que todo cambia por sí mismo. Seguramente El vals del adiós arremete contra los mismos individuos que Lucien Febvre azotase en sus aún sorprendentemente modernos Combates por la historia.

El vals de adiós más que una obra teatral es la síntesis de una carrera, la de su protagonista, quien interpela directamente a su público sabiendo que por última vez ese contacto directo se va a producir. Y por tanto debe de alguna manera desnudar su alma: El vals del adiós contiene uno de los más impactantes striptease que este cronista haya visto recientemente en unas tablas. La autenticidad de Fernando Guillén, su cariñoso beso a un público que le ovaciona de píe a fin de la representación, justifican por sí sola la entrada en una sala en la que el vals de la melancolía dejará de sonar por culpa de la barbarie de la civilización.

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