martes, 20 de febrero de 2007

La Cabra, ¿o quién es Silvia?

LA CABRA
Redecorando la casa
POR ALEJANDRO CABRANES RUBIO

Al inicio de La cabra o quién es Silvia, el escenario se ve privado de cualquier iluminación para segundos después la luz parpadee y repose en el resto de la función. En apenas ese tiempo el espectáculo anuncia el advenimiento de las tinieblas en un mundo aparentemente luminoso, cuya oscuridad siempre se trata de disimular tras experimentar una gran convulsión que hiere de muerte a todos cuantos queden atrapados por ella. El viaje hacia el interior de la casa de Martin (Josep María Pou) y su mujer Stevie (Mercè Arènga) parece adivinar la llegada a un lugar caracterizado por la exquisitez, inteligencia, tolerancia, comprensión, progresismo… Más en la primera parada ya se anuncian nubarrones de tormenta. Si hace cuatro años la película Lejos del cielo (Far From Heaven, Todd Haynes, 2002) reproducía los modales encantadores y texturas dramáticas de los melodramas de los años cincuenta para devolvernos la imagen de una sociedad actual racista, homófoba y represiva a la que hay que plantar cara, La cabra o ¿quién es Sylvia? escoge la risa amarga para introducirnos –al revés que en el film citado- en un hogar alejado en teoría de lo convencional a pesar de su resplandeciente mobiliario. Esos dos senderos –que terminan de algún modo convergiendo en un punto- también ofrecen paisajes distintos que marcan un itinerario distinto. En la película de Haynes la protagonista en primer término del encuadre repasa con sus amigas las actividades de la comunidad mientras en el segundo vemos a su hija bailar y jugar: el complemento idílico a una existencia que parecía idílica. Edward Albee y Josep María Pou por el contrario avanzan un paso adelante en su análisis sobre la descomposición de una clase burguesa –progre, pero burguesa- al marcar desde un primer instante la raíz del problema: Martín y Stevie quedan a espaldas el uno de la otra cuando intentan comunicarse, y por si fuera poco mientras ella plácidamente riega las plantas, él avanza sin parar de un lado por el hall de la casa. Actitudes opuestas que preludian la falta de serenidad y sinceridad de una urbanidad autosatisfecha.

La cortina de humo en la cual vivían los personajes se resquebraja cuando un amigo de la familia, Ross (Juanma Lara), comunica por carta a Stevie que Martin mantiene una aventura… con una cabra. Unas luces de color ámbar expresan el estado de ánimo de la pareja y su hijo, Billy (Alex García), un adolescente homosexual que no alcanza a comprender la postura de su padre al mismo tiempo que lo quiere. Pou diseña la escenografía en función de los sentimientos encontrados: dispone en composición triangular a tres seres abocados a enfrentarse. Stevie deberá mediar entre su marido y su hijo, y con todo lo que ello implica Pou la interpone entre dos personajes que parecen tirar de una misma cuerda a la espera de que uno de los extremos ceda. Las imágenes de dolor se suceden sin parar en la obra: se destroza todos los objetos, pues en opinión de Stevie deben “redecorar” el salón; Martin y Ross discuten el uno frente a otro como si fuesen las desafiantes torres de una partida de ajedrez a punto de anunciar su jaque mate particular; y la pareja se sitúa en la mitad de la platea, partiendo en dos toda una vida en común.

Tan debastadora, agresiva escenografía halla su contrapunto en un texto sarcástico, punzante, que pastea entre la hipocresía y cinismo de una sociedad que sigue rumiando la misma alfalfa de siempre, sin preocuparse de la posición del otro, incluso hundiéndole. La cabra ladra contra un mundo sumido en un ideal de conformidad que les impide ver cómo se autodestruye así mismo una y otra vez, sangrando más a cada acto. La obra berrea por la falta de empatía y comunicación entre unas personas que sólo aspiran a ser amadas. Gruñe como un cerdillo ante el olvido de los sentimientos en beneficio de la apariencia. Y los actores refrendan su sentido. Juanma Lara vierte en su interpretación toda la doble moral de Ross y lo convierte en un ser plenamente reconocible. Álex García deja translucir la inquietud, desestabilidad de Billy en su forma de respirar, moverse y hablar mientras sus venas están a punto de reventar. Mercè Arànega transmite la inteligencia de una mujer herida pero capaz de acometer la mayor crueldad. Y Pou logra una de las composiciones más extraordinarias que un cronista recuerde en mucho, mucho tiempo. Todos ellos conforman un mosaico humano sin solución: no en vano en la última escena sólo queda iluminado Billy, atónito testigo, mientras las figuras de quienes le rodean quedan recortadas. Al contrario que Visitando a Mr. Green –la magnífica adaptación que efectuaron Juan Echanove, Juan José Otegui y Pere Ponce a raíz del texto de Jeff Baron- ya el prejuicio no se puede vencer mientras el mundo sigue oscilando entre las luces y la oscuridad.

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