lunes, 19 de febrero de 2007

El diablo se viste de prada


EL DIABLO SE VISTE DE PRADA
Anne Hathaway (1)-Meryl Streep (0)

POR ALEJANDRO CABRANES RUBIO

Hace unos años Meryl Streep era definida por el crítico Carlos Losilla como la encarnación de la mujer moderna que atiende a su familia a la vez que revela ciertas preocupaciones sociales. Desde entonces la actriz progresivamente ha ido abandonado esa imagen tan idealizada, más o menos desde la época de Adaptation, hasta terminar ofreciendo al mundo su lado más pérfido en la incomprendida El mensajero del miedo (2004). Ella representa sin duda a un Hollywood clásico que se ha visto en la necesidad de efectuar cierto revisionismo: en el mundo post 11 de septiembre, post guerra de Irak resulta imposible conservar la inocencia intacta. Por ello las comedias se volvían más venenosas de lo habitual como Abajo el amor (2003), en la que el realizador Peyton Reed emplea recursos narrativos de la época dorada para subvertirlos desde su misma esencia. Por más el filme, desgraciadamente, en su recta final se enamorase de esa misma estética y cayese en un exceso de retórica, mostraba una alternativa, una evolución. El género precisaba sin duda de malicia acorde a los nuevos tiempos: en El diablo viste de Prada Meryl Streep aporta el caudal de mala baba necesaria para suplir tal emergencia. Su recreación–realmente espléndida- de la tiránica Miranda, la redactora jefe de una revista de moda, rebosa sarcasmo e inteligencia; ingrediente sin el cual la película perdería buena parte de su público potencial, unas sucesivas generaciones descreídas y con alta capacidad para la supervivencia.

Streep por si sola no podría llenar la sala porque ya carece de ese candor que forma parte de la estructura del género. Y ahí es dónde entra la buena de Anne Hathaway, la más depurada imagen de la cenicienta moderna, la niña buena del cuento con un corazón-de-oro, humilde y dispuesta a aprender. En El diablo se viste de Prada interpreta a Andy, una periodista con idea que pasa a ser la ayudante de Miranda, trabajo que la aparta de sus auténticos objetivos vitales y las cosas que realmente importan: su necesidad de escribir "artículos-serios", su noviazgo con Nate (Adrien Grenier). Y cómo en la película que la convirtió en estrella, la infecta Princesa por sorpresa, ella luce un aspecto desgarbado al principio para acabar resplandeciendo ante diestro y siniestro... Y de esa manera el retrato venenoso de un mundo de arribistas, trepas y cínicos que se utilizan los unos a los otros termina convirtiéndose en un canto a la necesidad de recuperar los valores de antaño y la pureza desde la base que proporciona experiencia… Anne Hathaway se adueña así de la función, imponiéndose sobre el legado de Meryl Streep. Los dos hombres que la pretenden, Nate y el escritor Christopher Thompson (Simon Baker), reproducen otra vez la polaridad: incluso el concurso de Baker tiene connotaciones ideológicas considerando que el actor gracias a la excelente serie El guardián había transmitido la imagen de hombre-con-grandes-trajes- y que negocia las fusiones entre empresas: Thompson, a pesar de las apariencias iniciales, forma parte también de ese entorno frívolo, de éxito fácil y traiciones horrendas; y lo que es más importante Andy se da cuenta de ello…

Sin duda, El diablo se viste de prada es una cinta muy discursiva, bastante más cerca de Algo para recordar que de Abajo el amor, gracias al triunfo de la Hathaway frente a Streep. No importa que sus aspiraciones críticas se evaporen en el último plano en el que Andy dedica una sonrisa cómplice a Miranda, lo que de alguna manera permite justificar todos los abusos laborales. Lo realmente indignante consiste en la acumulación de escenas estereotipadas e imágenes prefabricadas que respaldan las intenciones discursivas situándolas en primer término, desde el montaje que sintetiza el sufrimiento que padece Andy en sus primeros días de trabajo hasta aquel otro en el que "se transforma" gracias a los trajes que le presta su amigo Nigel (Stanley Tucci: magnífico); pasando por los primerísimos planos de los tacones de Miranda pisando la acera, la panorámica que relaciona la vista de la Torre Eiffel con las piernas de una pletórica Andy, o el encuadre en el que Andy tira su móvil a la fuente, librándose de lo que representa Miranda… Todo –incluso las tomas de París cuyos monumentos y plazas se erigen en metáforas del ascenso de Andy- está al servicio del mensaje. Y de esa manera la dialéctica entre la comedia inocente y la perversa concluye con la aplastante victoria de la primera.

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