martes, 4 de marzo de 2008

La espía que me amó

LA ESPÍA QUE ME AMÓ
Nobody does it better
Por Alejandro Cabranes Rubio

Rodada en 1977, La espía que me amó (The Spy who loved me, Lewis Gilbert) posiblemente pase a la historia de la saga Bond por haber vaticinado el final de la guerra fría gracias a un argumento que obliga al agente británico 007 (Roger Moore) a trabajar con la agente rusa XXX (Major Anya: Barbara Bach) para una causa común. Hermanados por un historia de vida similar y por un pasado dominado por el recuerdo de la muerte –en sangrientas circunstancias- de un ser querido (la mujer de él y el amante de ella), Major Anya y James Bond harán causa común frente a un villano, Kart Stromberg (un admirable Curd Jürgens), quien como si fuese el Nemo del siglo XX, desea terminar con una humanidad corrompida a través de las armas que ésta ha generado. De ahí que éste y sus esbirros, entre ellos un gigante que muerde con su dentadura metálica a sus víctimas (Tiburón: Richard Kiel), consideran al mundo actual como un escenario con resonancias históricas pretéritas que debe ser sustituido por otro…

Por ello el rescate de un microfilme que permite localizar cabezas nucleares –con las cuales Stromberg planea llevar a cabo la destrucción- en Egipto brinda a la película de una atmósfera muy particular, en la que se palpa el peso de una cultura milenaria. Así ocurre en la majestuosa escena en la que Bond y Major Anya contactan con Aziz Fekkesh (Nadim Sawhala) durante una visita guiada a las pirámides. La aparición de Tiburón entre las luces, cuyo aspecto hace recordar no casualmente a la momia, tiene un aire que remite al cine fantástico. El travelling que muestra a Fekkesh al ver al asesino sabe transmitir esa sensación de una amenaza que se consuma en el interior de la pirámide: la gran tumba de toda una época… El siguiente crimen de “Tiburón” no posee menos connotaciones: asesina al dueño de un local, Max Kalba (Vernon Dobtcheff), mientras tiene lugar un espectáculo, una danza del vientre cuyos compases ejercen de contrapunto al homicidio, dotándolo de una aureola casi mística. El plano de las cortinas sacudidas por el viento conducirán a Tanya y Bond a Tiburón, con quien se enfrentan en el Templo del Karnak, escenario así mismo de la mejor secuencia de Muerte en el Nilo (Death On the Nile, John Guillermin), rodada al año siguiente… Los travellings que siguen a los dos agentes recorriendo el recinto juntos y separados (definiendo de paso el carácter de su relación) deja a ambos personajes perdidos en su lugar en el mundo, en un laberinto moral del que tardarán en salir: la panorámica que encuadra a Tiburón preparando su ataque desde lo alto de una columna equipara al malvado con una presencia demiúrgica contra la que los espías no están preparados para combatir… Tanya y Bond son productos de una época que llegaba a su fin, los resquicios de otros tiempos a los que deberían adaptarse: unos seres que, no podía ser de otra manera, sólo pueden desenvolverse en lugares milenarios como el templo. No es casualidad en ese sentido que sus superiores instalen un improvisado cuartel general en otra pirámide…
Si el estudio crítico sobre los dos personajes funciona gracias a un trabajo atmosférico muy agradecido, el discurso fílmico sobre su relación brilla también a gran altura. Si un travelling descubre a Tanya en la cama con su amante, una panorámica relaciona una chimenea con Bond y su nueva conquista: idénticas actividades, diferentes movimientos de cámara que sin embargo logran asociarlos para el resto del relato. Y más de lo que imagina: Bond es perseguido precisamente por el novio de Tanya a quien elimina mientras esquía, salvando la vida gracias a un paracaídas en el que aparece dibujo la bandera de Reino Unido: 007 mientras permanezca al lado del servicio de su majestad nunca temerá por su vida. De ahí que en los títulos de créditos se escuche la canción “Nobody does it Better” (a pesar de lo agradecida que resulta la voz de Carly Simon, particularmente me gusta más la versión que de la misma realizó Aretha Franklin en la ceremonia de los Oscar de 1978). Cuando se ven obligados a trabajar juntos, la cámara refleja las muy precarias redes que sostienen su entente… Al huir del templo de Karnak, se les estropea el coche y se ven obligados a atravesar el desierto hasta el mar: se introduce en la banda sonora de manera burlona la overtura de Maurice Jarre para Lawrence de Arabia (de hecho la presentación de Tanya en la película se produce a compases del Tema de Lara, compuesto también por Jarre para Doctor Zhyvago, el siguiente filme que rodó David Lean después de su oscarizada película) y un travelling sintetiza esa travesía, riéndose de alguna manera de las fatigas de ambos… Cuando llegan a puerto y se introducen en una barca, su presumible escena de amor pone de relieve la artificiosidad de su alianza: con muy buen criterio Gilbert emplea los recursos típicos de esas escenas (un plano contra plano que da paso a un encuadre en que los dos agentes se besan), de calculado carácter mecánico para de repente filmar a Tanya dejando fuera de combate a Bond… Más adelante, en el cuartel general, compiten entre sí delante de sus superiores… Y por si fuera poco cuando ya parecían haberse empezado a respetar, Tanya descubre que James asesinó a su novio: el plano de un mechero, comprado por 007 en el lugar donde fue atacado por el espía ruso, basta para que tomen conciencia de su pasado. El travelling que persigue a Bond por las paredes blancas del hotel donde se alojan acentúa la tensión del momento y la inevitable soledad del personaje… El plano general con que se cierra la escena subraya la gran distancia que se acaba de abrir entre los dos.

Ese discurso crítico sobre la figura del espía en los años setenta queda articulado en un trama de suspense bastante convencional en su planteamiento, pero a la que Lewis Gilbert insufla interés por su manera de rodarla: la panorámica que relaciona a un oficial con su taza de café (que empieza a temblar) transmite una lograda sensación de peligro; la relación sonora entre los asesinatos de Stromberg y el segundo movimiento del concierto 21 de Mozart insinúa la vinculación de los deseos íntimos del villano (la consecución de su plan) con su amor a la música clásica; la secuencia en la que Bond es espiado en Egipto por otro asesino (Sandor) está planificada poniendo el acento en la idea de vigilancia; el travelling de retroceso dentro de un submarino capturado por Stromberg parece indicar que ha quedado absorbido por una fuerza centrífuga superior que lo arrastra a las cavidades de un lugar desconocido quizás sirvan de ejemplos más significativos. Pero no los únicos: la forma con la que Bond se deshace de Tiburón con el metal de una lámpara; la claridad con la que está rodada una persecución de coches; el travelling que se dirige a Stromberg subrayando su poder sobre los acontecimientos; incluso el duelo final entre Bond con sus dos enemigos dan parte del esfuerzo de producción del equipo.


Ello no quiere decir que sea una película extraordinaria. Ya no sólo por el carácter formulario de la saga Bond, sino incluso porque La espía que me amó desaprovecha un poco las connotaciones trágicas que podían surgir de la relación entre Bond y Tanya; y por si fuera poco sobran algunos chistes fáciles, principalmente aquél en el que el coche de ambos agentes emerge entre las profundidades del mar mientras un turista cree ver alucinaciones producidas por el consumo del alcohol… No importa. A cambio, La espía del adiós tiene la virtud de vaticinar un fin de una era en una saga que tardaría mucho en renovar sus propios planteamientos…

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