
Nobody does it better
Por Alejandro Cabranes Rubio
Rodada en 1977, La espía que me amó (The Spy who loved me, Lewis Gilbert) posiblemente pase a la historia de la saga Bond por haber vaticinado el final de la guerra fría gracias a un argumento que obliga al agente británico 007 (Roger Moore) a trabajar con la agente rusa XXX (Major Anya: Barbara Bach) para una causa común. Hermanados por un historia de vida similar y por un pasado dominado por el recuerdo de la muerte –en sangrientas circunstancias- de un ser querido (la mujer de él y el amante de ella), Major Anya y James Bond harán causa común frente a un villano, Kart Stromberg (un admirable Curd Jürgens), quien como si fuese el Nemo del siglo XX, desea terminar con una humanidad corrompida a través de las armas que ésta ha generado. De ahí que éste y sus esbirros, entre ellos un gigante que muerde con su dentadura metálica a sus víctimas (Tiburón: Richard Kiel), consideran al mundo actual como un escenario con resonancias históricas pretéritas que debe ser sustituido por otro…
Por ello el rescate de un microfilme que permite localizar cabezas nucleares –con las cuales Stromberg planea llevar a cabo la destrucción- en Egipto brinda a la película de una atmósfera muy particular, en la que se palpa el peso de una cultura milenaria. Así ocurre en la majestuosa escena en la que Bond y Major Anya contactan con Aziz Fekkesh (Nadim Sawhala) durante una visita guiada a las pirámides. La aparición de Tiburón entre las luces, cuyo aspecto hace recordar no casualmente a la momia, tiene un aire que remite al cine fantástico. El travelling que muestra a Fekkesh al ver al asesino sabe transmitir esa sensación de una amenaza que se consuma en el interior de la pirámide: la gran tumba de toda una época… El siguiente crimen de “Tiburón” no posee menos connotaciones: asesina al dueño de un local, Max Kalba (Vernon Dobtcheff), mientras tiene lugar un espectáculo, una danza del vientre cuyos compases ejercen de contrapunto al homicidio, dotándolo de una aureola casi mística. El plano de las cortinas sacudidas por el viento conducirán a Tanya y Bond a Tiburón, con quien se enfrentan en el Templo del Karnak, escenario así mismo de la mejor secuencia de Muerte en el Nilo (Death On the Nile, John Guillermin), rodada al año siguiente… Los travellings que siguen a los dos agentes recorriendo el recinto juntos y separados (definiendo de paso el carácter de su relación) deja a ambos personajes perdidos en su lugar en el mundo, en un laberinto moral del que tardarán en salir: la panorámica que encuadra a Tiburón preparando su ataque desde lo alto de una columna equipara al malvado con una presencia demiúrgica contra la que los espías no están preparados para combatir… Tanya y Bond son productos de una época que llegaba a su fin, los resquicios de otros tiempos a los que deberían adaptarse: unos seres que, no podía ser de otra manera, sólo pueden desenvolverse en lugares milenarios como el templo. No es casualidad en ese sentido que sus superiores instalen un improvisado cuartel general en otra pirámide…
Por ello el rescate de un microfilme que permite localizar cabezas nucleares –con las cuales Stromberg planea llevar a cabo la destrucción- en Egipto brinda a la película de una atmósfera muy particular, en la que se palpa el peso de una cultura milenaria. Así ocurre en la majestuosa escena en la que Bond y Major Anya contactan con Aziz Fekkesh (Nadim Sawhala) durante una visita guiada a las pirámides. La aparición de Tiburón entre las luces, cuyo aspecto hace recordar no casualmente a la momia, tiene un aire que remite al cine fantástico. El travelling que muestra a Fekkesh al ver al asesino sabe transmitir esa sensación de una amenaza que se consuma en el interior de la pirámide: la gran tumba de toda una época… El siguiente crimen de “Tiburón” no posee menos connotaciones: asesina al dueño de un local, Max Kalba (Vernon Dobtcheff), mientras tiene lugar un espectáculo, una danza del vientre cuyos compases ejercen de contrapunto al homicidio, dotándolo de una aureola casi mística. El plano de las cortinas sacudidas por el viento conducirán a Tanya y Bond a Tiburón, con quien se enfrentan en el Templo del Karnak, escenario así mismo de la mejor secuencia de Muerte en el Nilo (Death On the Nile, John Guillermin), rodada al año siguiente… Los travellings que siguen a los dos agentes recorriendo el recinto juntos y separados (definiendo de paso el carácter de su relación) deja a ambos personajes perdidos en su lugar en el mundo, en un laberinto moral del que tardarán en salir: la panorámica que encuadra a Tiburón preparando su ataque desde lo alto de una columna equipara al malvado con una presencia demiúrgica contra la que los espías no están preparados para combatir… Tanya y Bond son productos de una época que llegaba a su fin, los resquicios de otros tiempos a los que deberían adaptarse: unos seres que, no podía ser de otra manera, sólo pueden desenvolverse en lugares milenarios como el templo. No es casualidad en ese sentido que sus superiores instalen un improvisado cuartel general en otra pirámide…



Ello no quiere decir que sea una película extraordinaria. Ya no sólo por el carácter formulario de la saga Bond, sino incluso porque La espía que me amó desaprovecha un poco las connotaciones trágicas que podían surgir de la relación entre Bond y Tanya; y por si fuera poco sobran algunos chistes fáciles, principalmente aquél en el que el coche de ambos agentes emerge entre las profundidades del mar mientras un turista cree ver alucinaciones producidas por el consumo del alcohol… No importa. A cambio, La espía del adiós tiene la virtud de vaticinar un fin de una era en una saga que tardaría mucho en renovar sus propios planteamientos…
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