lunes, 18 de febrero de 2008

No es país para viejos

NO ES PAÍS PARA VIEJOS
Las monedas no eligen
Por Alejandro Cabranes Rubio

Han pasado veinticuatro años desde que Ethan y Joel Coen permitieran sobrevivir a la Abby (Frances McDormand) de Sangre fácil (Blood Simple, 1984) tras sufrir un ataque en un hotel. Desde entonces su cine se ha articulado –incluso Crueldad intolerable y The Ladykillers- en torno a la obsesión humana por el dinero, y que genera oleadas de muertes. En su mundo creativo suele haber secuestros tanto reales (cf. Fargo) como fingidos como en El Gran Lebowski (The Big Lebowsky, 1998). Los personajes arribistas protagonizan sus tramas y la violencia termina por bañar de sangre el metraje. También desde entonces toda su filmografía se puede interpretar como una especie de homenaje hacia los géneros clásicos. Muerte entre las flores (Miller Crossing, 1990) es al cine negro lo que –con mayor fortuna- El gran salto (The Hudsucker Proxy, 1994) al estilo de comedia de Capra: muestras de cine retro, con un brillante diseño de producción, en las que los dos hermanos dan muestra de una cierta personalidad reconocible; por más que esa personalidad haya quedado “ahogada” por el sometimiento a ciertas reglas genéricas que les han llevado a aminorar el logro de algunos de sus mejores trabajos (como El hombre que nunca estuvo allí) en los que un exceso de retórica ha impedido que todavía hasta la fecha no hayan rodado una obra maestra absoluta. No es país para viejos (No Country for Old Men, 2007) no es la excepción, pero por poco. Si no fuera por una sobredosis de finales –el mismo problema que perjudicaba a El hombre que nunca estuvo allí-, No es país para viejos podría quedar como la muestra en la que los Coen han sabido fusionar mejor su propia temática con sus referencias estéticas de las cuales se independizan más que nunca. En otras palabras, No es país para viejos puede interpretarse como la síntesis de su carrera en común.

Para empezar su trama –mínima- engarza de pleno con el acervo de su filmografía: un hombre (Llewyllin Moss: Josh Broslin) se apodera del dinero de una transacción de una operación de contrabando de drogas entre unos mexicanos y el asesino Antón Chigurh (al que Javier Bardem le confiere de una presencia amenazante tanto por su aspecto físico como trabajo corporal), y del que tendrá que huir mientras el sheriff Tom Bell (extraordinario Tommy Lee Jones) intenta ayudarle contactando con la mujer de Moss, Carla Jean (Kelly MacDonald). No es muy difícil reconocer en este ambiente a unos personajes que podían haber vivido en Fargo. Ni tampoco emparentar la película con la estupenda Un plan sencillo (A Simple Plan, Sam Raimi, 1998), en la que la obtención de otro dinero providencial termina arruinando los sueños de toda una vida. No es país para viejos, adaptación de la novela –que lamento desconocer- de Conrad McCarthy (autor ya tratado por un asiduo de los Coen, Billy Bob Thornton, que rodó a partir de sus páginas la horrorosa Todos los caballos belllos), comparte con la anterior un descreimiento vital que si en aquella ocasión era atroz, en esta alcanza unas cotas de nihilismo abrumadoras. Por primera vez en el cine de los Coen, el género escogido trasciende la referencia formal y se convierte en una expresión del fondo. La mirada cansada de Tom Bell, al que todavía no se le aparecido Díos y que siente que el cargo le sobrecoge, y su profesión (sheriff) sitúan a No es país para viejos a las puertas de un nuevo tipo de western crepuscular de ambientación contemporánea en la que la idea –tan intrínsecamente estadounidense- de frontera ya carece de sentido en las nuevas ciudades sin ley ni orden.

En el OK Corral contemporáneo ya no se producen los duelos exclusivamente en la alta sierra, sino que se esparcen por todo el territorio. Las carreteras solitarias, las oficinas lujosas, las habitaciones tristes de diversos moteles y hoteles, y las calles oscuras se convierten en el escenario propicio para que la conquista del dólar se cobre más víctimas, y en los que un atisbo de humanidad significa una sentencia de muerte. Si el sheriff simboliza la conciencia cansada de quienes han faltado a su integridad rindiéndose, Chigurh se convierte en la expresión irracional de ese mundo en el que el mantenimiento de absurd@s principios/ promesas se pueden interpretar como los síntomas de la paranoia colectiva que ha enrarecido el ambiente. Chigurh da a elegir a algunas de sus víctimas la posibilidad de salvarse lanzando una moneda al aire. Una de ellas replica que las monedas no deciden, sino él; el símbolo de la inhumanidad contra la que ya no se puede luchar. El sheriff no podrá pisotear su estrella en su renuncia con orgullo y dignidad, como antaño lo pudiera hacer Gary Cooper. Sensaciones como la impotencia, la rabia, el hastío y el horror en No es país para viejos son expresadas por los Coen sin necesidad de poner en boca de algún personaje su discurso (como en Fargo); ni de crear situaciones sin peso dramático concreto como un embarazo; ni en desperdiciar del todo esas secuencias en teoría prescindibles características suyas (la delirante conversación entre el asesino y un tendero servirá tanto para definir al personaje como para adelantar el final de la historia). No es país para viejos hace de su estilo seco y directo su mejor arma cinematográfica: la concisión de diálogos y movimientos de cámara bastan para articular discursos sin demagogias.

La cámara capta a la perfección todas las connotaciones de los actos sangrientos y horribles. El ataque que sufre Moss desde un coche resulta aún más sofocante porque no vemos a Chirugh utilizando su bombona de oxígeno para intentar asesinarlo: no se puede luchar contra él porque es una presencia invisible en la noche y contra la que no se puede defender nadie. Como cuando el sheriff lo localiza de nuevo en la escena del crimen y su propia sombra reflejada en una pared se puede convertir en una metáfora de lo que antaño fueron los sheriffs. La levedad de los travellings que muestran la hilera de sangre que tiñe la arena acentúan el carácter furtivo de cada inspección del terreno. El plano en picado que muestra a Chirugh lavándose las manos después de un nuevo asesinato recalca el carácter ritual de sus actos. La panorámica que se dirige a un pomo de una puerta anuncia no sólo su terrible aparición, sino que transmite una lograda sensación de amenaza. El plano en el que quedan relacionados en primer y segundo término del encuadre el mercenario Carson (Woody Harrelson) y Antón logra transmitir no sólo la tensión del momento, sino la conexión de las dos caras de una moneda que ambos representan y que serán diferenciadas posteriormente en unos planos-contra-planos. El asesinato del primero está filmado con cierto sentido de la abstracción: no vemos la herida en la cabeza, sólo sentimos el disparo (cf. notable el detalle de Chirugh levantando sus botas para no ensuciarse de sangre). Como el que tendrá lugar al final en la película, resuelto elípticamente –como también lo está el de un contable-, y que tiene el cruel contrapunto de la aparición de unos niños montando en bicicleta, símbolos de una inocencia que el final de la película advertirá certeramente que tampoco se puede considerar tal.

Esa abstracción con la que se mira la violencia puede contrastar con la especificidad con la que está tratada en los primeros minutos de proyección (cf. en los que Chirugh estrangula a un policía con unas esposas: el encuadre progresivamente más cerrado insinúa la asfixia del funcionario de la misma manera que el picado sobre el criminal descansando tras expandir el horror subraya su éxtasis vital), pero engarza con apuntes muy sofisticados como el primer plano que muestra a Moss arrancándose una costra y que queda relacionado con los de Chirugh extrayéndose una bala; estableciendo comparaciones entre el carácter del primero y el aire metódico con el que el segundo ejecuta sus planes, su inhumanidad. Pienso también en el escaso número de primerísimos planos, y que suelen corresponder a “fugas mentales” de los personajes, como así sucede en la inspección de Moss del lugar en el que tuvo lugar la operación de compra-venta. O en la fuerza de algunos montajes (cf. la búsqueda de Moss por parte de Chirugh en un motel con ayuda de un transmisor; la resolución elíptica del viaje del segundo a El Paso) y determinados detalles (cf. el accidente de coche que sufre Chirugh, en el que la cámara sugiere el ensimismamiento del personaje mientras conduce y que propicia un choque frontal contra otro vehículo); imágenes que pueden angustiar tanto como el ataque que sufrió Abby en Sangre fácil; pero que en No es país para viejos demuestran una madurez personal y expresiva que los Coen parecen haber encontrado definitivamente.

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