sábado, 23 de febrero de 2008

Los tres mosqueteros (1993)

LOS TRES MOSQUETEROS DE ALEJANDRO DUMAS (1993)
De la crítica al Antiguo Régimen a la salvaguarda de la monarquía
Por Alejandro Cabranes Rubio

La muerte de los géneros clásicos, fechada entre los años sesenta y setenta, vino dada por las nuevas concepciones vitales de la siguiente generación de realizadores que, de acuerdo con sus planteamientos teóricos, intentaron experimentar con las imágenes. Triunfaba la postmodernidad, se enterraban los patrones narrativos hasta entonces vigentes y se vulneraban las convenciones genéricas, abriéndose una nueva etapa en la historia del cine. Más si estos enfoques nuevos sobre la práctica cinematográfica resultaron necesarios, cabe admitir que entre sus virtudes no figuraba la sutilidad, con las excepciones que se quiera. Si la comedia sofisticada -cf. Minnelli, Leissen, Capra, Wellman- daba paso a relatos anárquicos -cf. Tashlin, Lewis-, experimentales -cf. Allen- y mordaces -cf. Wilder-, el western y el género de aventuras experimentaba un giro hacia el sainete y la bufonada: Los tres mosqueteros (Richard Lester, 1973), Pequeño gran hombre (Arthur Penn, 1970). La denuncia política y social se situaba en el primer término del encuadre, perdiendo las más inequívocas señas de identidad del género, reduciéndolo a una mera etiqueta, si bien respetando “la intrusión de circunstancias extraordinarias dentro de las circunstancias ordinarias” y el protagonismo de individuos que han convertido el riesgo en su forma de vida[1]. A pesar de que el cine de aventuras -si aceptamos la ortodoxia discutible del cine de género- seguía siendo en su fuero interno la representación de realidades violentadas, su objetivo primordial se derivaba hacia la desmitificación de dichas realidades hasta el punto que la noción de peligro desaparecía en ocasiones por completo: La princesa prometida (Rob Reiner, 1987). Los discursos del cine de aventuras ya no permanecían, sino que se presentaban de forma descarnada. Más que nunca, el cine de aventuras dejaba de ser un género en sí mismo, “sino una forma de narración que concentra a todos los (falsos) géneros”.

No es de extrañar, pues, que tales propuestas estuviesen destinadas a encontrar su réplica: frente al naturalismo expresivo encontraba su lugar de nuevo el artificio, la lectura política se ausentaba en apariencia del relato y se oponían los modos de la postmodernidad con el neoclasicismo. En ese contexto la productora Disney ha sido, como no, una de las principales baluartes del retorno al clasicismo: la herencia de algunas notables adaptaciones antiguas (cf. Veinte mil leguas viaje submarino, La isla del tesoro) les daba carta blanca para “rescatar” a las obras clásicas de las garras de los infames que se habían tomado los clásicos a risa y habían hecho con ellos productos personales. Las aventuras de Huckleberry Finn (Stephen Sommers, 1993) y El libro de la selva (S. Sommers, 1994) responden a esa intención de resucitar la magia inocente de las películas moralmente “decentes” de los años treinta y cuarenta.

Los tres mosqueteros (Stephen Herek, 1993) entronca de lleno con esa política de producción: retoma el libro de Dumas a la manera “clásica” para que por fin recupere su estado embrionario. Ahora bien, posiblemente es la adaptación menos fiel al libro de cuantas he visto -lo que en principio no tiene nada de bueno como tampoco de malo-, si bien es la única que recupera para la acción la figura del hermano de Lord Winter, el hombre asesinado por la espía del Cardenal y mujer del mosquetero Athos, Milady.

De acuerdo con este planteamiento teórico, reflejo de la era conservadora en la que fue concebida la adaptación, la planificación es tradicional: la película arranca con un plano de las paredes de la bastilla en las que se reflejan, a través de la sombra, los latigazos que reciben los prisioneros. Si la planificación resulta clásica, no lo es menos el diseño de personajes, de tal modo que toda la película narra la no menos antigua historia sobre héroes-los mosqueteros, los reyes- enfrentados a los malvados -Rochefort, Richelieu-, aunque para ello se recurra al estereotipo más burdo: los personajes (por llamarlos de algún modo) no sólo quedan caracterizados por sus acciones sino por lo que dicen abiertamente. Así por ejemplo una vez que Rochefort ha eliminado a un prisionero, el Cardenal comenta “una boca menos que alimentar” y en consecuencia Herek recoge con esmero la expresión de Richelieu. Convenciones y diálogos mecánicos que indican que Los tres mosqueteros es ante todo una operación de maquillaje en tanto su puesta en escena, su diseño de personajes y su guión en todo momento evidencian un excesivo respeto a las fórmulas de antaño; proclamándose heredo de aquellas, sin arrojar una mirada fresca, sin introducir ningún elemento llamativo, y lo que es aún peor sin adoptar un enfoque concreto. Los tres mosqueteros (1993) pertenece a esa nefasta clase de películas que consideran al cine de aventuras un mero juguete, como una pose, donde importa más la abundancia de guiños que la historia que se está narrando. Así no sorprende que toda la película esté orquestada en función de cierta reconstrucción escénica -tan bonita como inexpresiva- y la adopción de algunas convenciones genéricas, como la abundancia de duelos y de cabalgadas. Prima la noción del cine entendido como espectáculo pétreo, sin contenido subversivo -tampoco lo tenía la película de George Sidney, por más que la labor de este último se situase por encima del guión que le brindó la Metro-, en el que importa más las apariencias que la intención de contar algo. Dicho en otras palabras, Los tres mosqueteros termina siendo, sin proponérselo, una película fantasmogórica, casi un espectro del cine en la que en ningún momento se advierte la sensación de peligro y de riesgo. Prevalece lo mecánico, lo impostado: así la rivalidad entre Rochefort -aquí asesino del padre de D´Artagnan- y el aspirante a mosquetero, D´Artagnan, resulta más teórica que real, mientras que en la novela de Dumas la limitada ausencia del primero potenciaba el encanto de ese enfrentamiento. De esta forma, Stephen Herek y su guionista trivializan la trama a placer, edulcorándola hasta límites insospechados: Los tres mosqueteros (1993) queda despojada de toda densidad. ¿Cómo si no se explica que Milady y Athos se perdonen sus errores del pasado nada más verse tras arruinarse la vida? Nos adentramos en el terreno de la banalidad, apoderándose de la proyección la modestísima sensación de que el director y el guionista fuerzan el discurrir de la historia, la cual está construida sin sentido del ridículo, y no precisamente con las intenciones de Richard Lester. Así por ejemplo el romance entre la costurera de la reina, Constance Bonacieux, y D´Artagnan se narra en dos escenas a cual más burda: en la primera se conocen (no falta un primer plano del aspirante a mosquetero babeando), y en la segunda Madame Bonacieux y la reina intercambian sus experiencias inmaculadas y puras sobre el amor; dejando al relucir el infantilismo de la propuesta.

Sin embargo lo peor de la película no descansa en su nulo espesor, ni en la resolución pobre de los aspectos más fundamentales de la trama -p.e. Herek para dejar patente el deseo del Cardenal hacia la reina, ya apuntado en la novela, no se le ocurre otra cosa que hacer que Richelieu aparezca “por sorpresa” en las estancias de Ana de Austria mientras ésta toma un baño y que, incluso, después se atreva a retenerla para sí durante un golpe de estado a la corona-; ni en sus aburridas resoluciones de puesta en escena -cf. el travelling que acompaña al final de la película a los mosqueteros a forma de ilustración de la grandeza de su espíritu; el fundido en negro con el que Herek sugiere la inconsciencia de D´Artagnan tras ser golpeado; el zoom que encuadra al Cardenal enfadado ante la huida de los mosqueteros en una carroza; el plano aéreo que relaciona el enfrentamiento entre D´Artagnan y un cardenalista en el tejado del palacio real con el duelo que tiene lugar en el patio-; ni siquiera en su sentido del humor insufrible que se observa en las horribles secuencias del mosquetero Porthos, ni en sus explicativos diálogos; sino en la construcción de un discurso reaccionario a costa de la subordinación de todo el relato a éste mediante el empleo de técnicas cinematográficas panfletarias y catecistas. Los tres mosqueteros (1993) se caracteriza por ser la primera adaptación que forja una imagen positiva de Luis XIII y su matrimonio con Ana de Austria: el rey se muestra crítico con el Cardenal, se atreve a darle un puñetazo como recompensa al “conjunto de sus acciones” y termina besando a su mujer de forma apasionada (en primer plano, faltaría más). La monarquía queda legitimida. El discurso sobre la dignidad, el valor de la ingenuidad, la pureza y la compasión queda completado con la salvaguarda del absolutismo: la disertación de Dumas sobre la mediocridad del Antiguo Régimen se subvierte a la inversa. Todo cuanto se observa en los encuadres obedece a una intención moralizante y ejemplificadora. ¿Por qué sino D´Artagnan termina matando a Rochefort, quedando demostrado que ningún culpable se queda sin castigo?, ¿cómo explicar que Milady alcance su redención antes de morir confesando a los mosqueteros los planes del Cardenal?, ¿por qué D´Artagnan confía en ella desde un principio, si no es porque Herek quiere demostrar la inocencia y pureza del protagonista?

Definitivamente, Los tres mosqueteros (1993) supone una de las adaptaciones de clásicos más conservadoras que haya filmado la Disney. Ni siquiera el mujeriego Aramis no tiene la oportunidad de acostarse con una mujer casada, conservando así su honor de mosquetero. Ningún apunte crítico, ninguna emoción: una apuesta inodora, incolora e insípida. Un producto desapasionado, aburrido de digerir, fácil de olvidar y exento de vitalidad alguna, en el que la decoración y el vestuario de los mosqueteros permanecen impolutos a lo largo del metraje. Un indicio más de que nos hallamos ante la presencia de un cine retro adocenado sin ningún aliciente. Un cine retro que se dedica a la evocación de los tiempos pasados, a la mera involución al cine clásico, obviando que los mejores exponentes de aquél ofrecían algo fundamental: una personalidad propia. Personalidad que Herek se revela incapaz de insuflar a su película.

Notas
[1]Latorre, José María. La vuelta al mundo en 80 aventuras, página 10, Colección Dirigido Por, Barcelona, 1995.

Texto escrito en 2003

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