domingo, 17 de febrero de 2008

Liberty Heights

LIBERTY HEIGHTS
Las cumbres de la libertad
Por Alejandro Cabranes Rubio

De unos años a una parte el cine norteamericano, quizás gracias a la necesidad vital de reencontrar su identidad perdida, ha empezado a reflexionar sobre su herencia cinematográfica previa y sobre los orígenes de la sociedad norteamericana. Del Paul Scharder de Desenfocado al Martin Scorsese de Gangs of New York, no pocos cineastas han puesto todo su empeño en construir su propia relación con esa sociedad: Michael Winterbottom y El perdón, Spielberg y su trilogía sobre el abandono, Mark Romenek en su magnífica Retratos de una obsesión, Todd Haynes y la estilizada Lejos del cielo, John Sayles y La tierra prometida, Spike Lee en su soberbia La última noche... En ese marco de reflexión hacia la sociedad pasada desde la mirada presente se debe entender Liberty Heights, no sólo la mejor y más sentida película de su realizador, sino uno de los exponentes más interesantes de esta tendencia. Barry Levinson prescinde de la cursilería que empaña a una parte importante de su filmografía, es decir situándose muy lejos de su inaguantable Rain Man, arrojando una visión personal sobre la Baltimore donde creció. El conjunto, más compacto y mejor trenzado que el de Avalon, ofrece la enorme cualidad de la sutilidad. Liberty Heights es una de esas películas insospechadamente densas y ligeras a la vez que, en apariencia, narran las mismas cosas tópicas de siempre, pero atesoran una firmeza, arrojo y sinceridad fuera de toda duda. Si esta crónica sobre el aprendizaje vital, sobre la toma de una postura resulta conmovedora lo es por el conocimiento de causa que demuestra Levinson, por su sentido de la observación, por una impecable construcción de personajes complejos.

Levinson se aproxima a 1956 decantándose por el relato personalizado de la familia Kurtzman, y más concretamente en el patriarca Nate –un Joe Mantegna enorme- y sus dos hijos, Ben (Ben Foster) y Van (Adrien Brody). Nate regenta un club de striptease que le sirve de tapadera para dirigir un negocio de apuestas ilegales que se viene al garete cuando aparece un ganador, el mafioso Little Melvin (Orlando Jones). Ben, a punto de ingresar en la universidad, se enamora de una compañera negra, Sylvia (Rebekah Johnson), cuyo padre, un médico rico, le prohíbe toda relación con los blancos. Van conoce en una fiesta de Halloween a Dubbie (Carolyn Murphy), novia de Trey (Justin Chambers), un estudiante rico que ocasiona un accidente de coche: Van se niega a declarar en un tribunal y Trey le promete concertarle una cita con una chica (Van desconoce en principio que Dubbie sale con Trey).

Todo ese en principio predecible y manido entramado argumental sirve a Levinson para pintar un fresco sobre una forma de vivir, la de los años cincuenta. En ese sentido Liberty Heights no considera la reconstrucción de Baltimore como una referencia estética, sino, ante todo, sentimental. La forma de filmar un concierto de James Brown al que acuden Ben y Sylvia; la aparición de Dubbie montada a caballo en una fiesta como recién salida de un cuento de hadas; determinadas actitudes como la negativa de Ben al salir del coche del padre de Sylvia porque se escucha en la radio una canción de Sinatra –“Nadie puede dar la espalda a Frank” alega- hablan por si solas de las formas de actuar de sus personajes: el escenario y el tiempo cronológico interactúan con ellos, al revés que en muchas películas sólo preocupadas por la mera nostalgia y lo coyuntural, como Forrest Gump (Robert Zemeckis, 1994).


Ese espacio y tiempo cronológico condicionan un mosaico social de rivalidades raciales y étnicas, cuyas características aprovecha Levinson para dar rienda suelta a un análisis de esa sociedad construido de forma cinematográfica: las panorámicas tomadas desde el coche de Van mientras pasea por el barrio de Trey en busca de Dubbie y la posterior panorámica, en la que llegan a confluir dos perspectivas distintas, sobre una mesa de la casa de Trey expresan las distancias entre el mundo judío y la población anglosajona de Baltimore, sin marcar en demasía las tintas. Esas rivalidades interétnicas que Ben y Van prefieren obviar –ya sea por su romance con Sylvia en el primer caso, o por su amistad con Trey en el segundo- desencadenan en el conflicto: Little Melvin secuestra a Ben y Sylvia con el fin de que Nate le pague la deuda con una alta participación en el negocio; y Dubbie, tras cortar con Trey a raíz de un importante accidente de coche que sufre, intenta seducir a Van en una noche en el hotel donde revela su condición de pobre niña-rica (su padre resultó ser un homosexual que vive con otro hombre en París).

Ambos hechos anuncian una progresiva pérdida de ilusión y el desvanecimiento de un mundo de cuentos: el estupendo inserto de Van y Ben observando desde la ventana a sus padres despedirse en la calle preludia una toma de conciencia. Los pocos sutiles métodos de Little Melvin ponen en alerta a la policía y Nate es detenido, no por su negocio de apuestas, sino por consecuencia de sus actividades en el local. La policía al acusar a Nate de tráfico de prostitución provoca que Ben y Van tomen conciencia de su propia identidad, de ahí que su aprendizaje previo con Sylvia, Dubbie y Trey no hagan sino consolidar esa toma de identidad. De ahí también el esfuerzo de Levinson de cohesionar las tres historias a un nivel más allá del argumental, mediante encadenados musicales –como los que relacionan la fiesta donde acude Van con el local de Nate- y visuales –cf. el plano del sol en el zoológico donde Sylvia y Ben pasan la tarde queda relacionado oportunamente con un plano de los focos sobre el escenario-: las tres historias son complementarias entre sí y están integradas con finura.

El cuidado de Levinson en describir ese proceso de aprendizaje alcanza cotas de refinamiento en la evolución de Ben: primero cuando narra en voz en off su percepción sobre el mundo siendo niño y un travelling va encuadrando a todos los niños judíos del colegio según la mirada infantil de Ben advierte su presencia; segundo cuando en Halloween decide disfrazarse de Hitler para disgusto de sus padres y su abuela; y finalmente cuando con sus amigos entran en una piscina para anglosajones con la palabra Jew escrita en la espalda, momento extraordinariamente escueto y nada enfático. De la inocencia infantil al desafío a una sociedad y la toma de una postura vital: Ben besa a Sylvia en la fiesta de graduación –escena resuelta con una inusitada gracia-, y Van renuncia a Dubbie y pide a Trey que consulte el caso de Nate a un tío suyo abogado. El tono agridulce que en todo momento mantiene el director, una planificación siempre ejemplar –ver el momento en el que Sylvia y Ben charlan en el tranvía: el empleo de los espejos del vehículo permite que los dos personajes permanezcan en el encuadre, consolidando de forma cinematográfica su relación-, los sorprendentes matices que ganan los personajes –en especial Nate, un estafador, sí, pero a la vez empeñado en respetar lo legal en su club de striptease- y un modélico montaje, pródigo en la visualización de acciones paralelas, revierten en un trabajo compacto y sólido. Si los méritos de Liberty Heights transcienden los de su contenido temático ello se debe a su nada desdeñable sentido del humor y una construcción férrea que se pone muy de relieve en el final donde todos los itinerarios cobran sentido. El montaje que relaciona a Trey y Van hablando del futuro del padre del segundo con los planos del local o la voz en off –que viola todo concepto de la lógica lineal narrativa- de Nate despidiéndose para siempre de sus hijos mientras se ve a Ben y Van abrazados a su padre dejan un regusto amargo. El último plano de la película consiste en el Cadillac verde del 56 que Nate ya no podrá comprar: se avecinaban “las cumbres de la libertad”. Una era terminaba y empezaba otra, destruyendo con ellos a los elementos del pasado.
El actual texto data de 2003.

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