martes, 4 de diciembre de 2007

El triunfo del amor


EL TRIUNFO DEL AMOR
Elogio de la reconciliación
Por Alejandro Cabranes Rubio

Hay veces que se tiene la terrible sensación de que se juzga las películas en la actualidad casi dependiendo del tema que trate o incluso de las conclusiones que saque. En tales circunstancias no ha faltado casos de sobrevaloración, como en los dramas (perdón, comedias) de Lars Von Trier o Traffic (Steven Soderbergh, 2000)… También de un tiempo a esta parte se confunde la modernidad con el montaje sincopado, el rodaje de cámara en mano, o la mera fragmentación del relato con su correcta aplicación, concebida desde el rigor. El triunfo del amor (The Triumph of Love, Claire People, 2001) es uno de esos casos en los que la novela adaptada (en este caso de Marivaux) es considerada anacrónica en virtud de su discurso. Una obra en la que, vaya por donde, se mezcla y dosifica ejemplarmente técnicas de una narrativa clásica con otras más modernas. Michael Wintterbottom llevó a cabo una operación similar a la mujer de Bernardo Bertolucci en su magnífica El perdón (The Claim, 2000), pero en este caso el salvoconducto que goza el cineasta entre la crítica y su cruel mirada sobre una nación construida en torno al abandono y la corrupción permitió que aquí fuese mejor valorada.

Ya centrándonos en El triunfo del amor lo primero que llama la atención de ella radica en lo candoroso de su argumento: una princesa (una extraordinaria Mira Sorvino, en su mejor interpretación hasta la fecha, que dota al personaje de inteligencia y feminidad) pretende devolver el trono al príncipe Agis (Jay Jordan) cuyo padre (un rey) fue encarcelado por el suyo para alzarse con el poder. Para ello se introduce en su vida y sus cuidadores, el filósofo Hermócrates (otra magnífica creación de Ben Kingsley, admirable en su forma de expresar las dudas del rol que le toca representar) y su hermana Leontine (excelente Fiona Shaw), para que se case con ella y devuelva la paz al reino. Frente a sus inocentes intenciones se oculta un plan siniestro: la princesa se hace pasar simultáneamente por un hombre y una mujer (Foción y Ascasia) para conquistar a los dos hermanos y así estar cerca de Agis.

Inscrita certeramente en el terreno de la picaresca, los mejores apuntes de El triunfo del amor radican en aquellos que se derivan de la descripción de personajes, ya no sólo la princesa, una mujer que obra de buena voluntad aún a costa de burlarse de sentimientos ajenos, sino principalmente Hermócrates y Leontine, cuyo rígido comportamiento repleto de rencor el filme mira críticamente. El primero es mostrado como un hombre mayor que es capaz de renunciar a sus sentimientos en beneficio de conservar su buen nombre ante los demás, alguien narcisista que llega a perder la compostura y ponerse en ridículo. La segunda tras esa ética borbónica oculta una soledadad insoportable y un lesbianismo reprimido. La misma hipocresía caracteriza al bufón (Ignacio Oliva) y el jardinero Dimas (Luis Molteni) que anteponen el dinero que les ofrece la princesa a la lealtad a sus señores. El triunfo del amor no sólo es un elogio de la reconciliación, sino una sátira mucho menos amable de lo que aparenta, trufada de pequeñas pinceladas sobre una aristocracia cuyas costumbres y moralidad son plenamente cuestionadas…

Lo mejor de todo ese discurso, que ya se encuentra en la pieza original, es la forma con la que Claire Peopple –apoyada en el guión por un Bernardo Bertolucci que firma así su mejor trabajo en mucho tiempo- sabe transmitir esas inseguridades y determinaciones con una puesta en escena que combina –anunciábamos arriba- clasicismo y modernidad, poniendo nervioso a los paladines más extremos de ambas tendencias, situándose así en tierra de nadie.

Esas inseguridades y determinaciones quedan relacionadas con dos tropos cinematográficos que sólo se utilizan cuando es estrictamente necesario para la narración: a) una tendencia a un montaje abrupto que tiende a la fragmentación del plano (unos cortes bruscos, a veces casi imperceptibles), b) un empleo del inserto llamativo. Entre los parajes que llevan ese montaje seco, deliberadamente poco pulido, podemos evocar algunos de forma más o menos sistemática.

1)Dimas intenta en vano frenar la presencia de la princesa y su criada Corine (Rachel Stirling) en la casa donde sirve y esos cortes de montaje insinúan la impotencia y desconcierto del pobre jardinero.

2) La princesa aborda por primera vez a Hermócrates, cuyas declaraciones le aturden y dejan indefenso por culpa de su carencia afectiva.

3)Dimas convence a su señor sobre las cualidades de la princesa (a quien presupone que es otra mujer) mientras un movimiento circular interrumpido de steady camp sugiere que lo va envolviendo paulatinamente en una trampa. Paralelamente la Princesa (haciéndose pasar por Foción) besa a Leontine: los cortes en esta ocasión sugiere la turbación de lo que siente, una pasión desbordada.

4)Leontine y Hermócrates planean cada uno por su lado casarse con la princesa y les embarga una ilusión, una alegría sin igual: la fragmentación del plano en esta ocasión hace partícipe a los espectadores de sus ilusiones.

5)Si a esta este momento esos cortes de planificación van estrechamente ligados a dudas, tormentos y sentimientos liberados, en la recta final de la película esos cortes del plano expresan la culpabilidad que siente la princesa, quien dice a Agis que “aún no le he contado todo de mí”.

Frente a esos cortes de montaje, en la película hay varios momentos que los insertos cumplen funciones muy similares para hablar de la situación anímica de los personajes. Así ocurre al principio de la acción cuando la princesa y su doncella se quitan su ropa de mujer en el carromato y los insertos muestran sus cuerpos fragmentados, sugiriendo tanto el carácter casi ceremonioso y ritual de esa acción, sino sobre todo el empeño con el que se disfrazan. Por el contrario, el inserto de un público imaginario que asiste a la desgracia de Leontine –que lucha por frenar la pulsión sexual que siente- ejerce de magistral complemento a la frase que pronuncia: “estoy atrapada”. En ese mismo sentido opera la secuencia en la que Agis enseña a disparar con arco a la princesa con unas flechas dirigidas a una figura de cartón que evoca a la suya propia: los insertos de los brazos de ambos príncipes expresan los nervios de ella, quien por un lado no puede evitar sentirse atraída por el hombre y por el otro es consciente de que se está matando así misma en sentido metafórico y literal. Pero no son los únicos recursos expresivos modernos de una planificación siempre atenta al sentir de los personajes. Pienso por ejemplo en la fuga mental en la que la Princesa evoca el lago donde vio por primera vez a Agis: el plano del agua hace todavía más evocador ese recuerdo. O en el travelling lateral con el que se funde presente y pasado dentro de una secuencia en la que la protagonista y Corine caminan por aquellos lugares donde la primera vio por primera vez al príncipe. O la vulneración del raccord cuando la cámara encuadra la carroza donde se encuentra la princesa sólo por el hecho de que Hermócrates está excitado, pensando en ella. O la panorámica que enfrenta a Hermócrates con la estatua de Aristóteles, la imagen de lo que él aspira a ser. O la extraordinaria secuencia final en el que un travelling va encuadrando a todos los personajes hasta que un inserto muestra a un público que los aplaude y una panorámica nos devuelve al escenario donde ya no hay personajes, sino actores vestidos con ropas contemporáneas: estos dos minutos constituyen un sentido homenaje al mundo del teatro y afianzan el carácter de farsa del resto de la película.

En contraposición a esa modernidad que emanan de algunas soluciones visuales, El triunfo del amor también hace gala de un clasicismo expresivo, en absoluto anquilosado. Me remito a los planos contra planos que separan a los dos hermanos ambos felices por la permanencia de la princesa en su casa –pero a su vez por motivos que los enfrentan-; al travelling que se dirige a la cabeza de Agis que acaba de asimilar la verdad; el plano general que encuadra a los Hermócrates y Leontine en sus respectivas carrozas mientras en segundo término se ve la figura del príncipe (esa disposición afianza la idea de que este último es el único que tiene una visión clara de las cosas); el otro plano general que muestra al filósofo y la hermana humillados (conscientes del engaño) mientras sus sirvientes huyen en la carroza (la desaparición física de estas proporcionan una visión completa del jardín: el decorado queda despojado de objetos de la misma manera que ellos de alguna manera han quedado “desnudos”); la panorámica que relaciona la negativa de Agis a reconciliarse con la princesa con el rostro de esta última; o el empleo del fuera de campo al final de la función. Que una obra de tal inventiva visual, tan fluida y hermosa, fuese tildada de autocomplaciente y conservadora dicen muy poco de la capacidad receptiva de una sociedad donde cada vez importan más las apariencias de las cosas cuyos méritos nadie quiere mirar so pena de no estar a la moda. Que muchos de los que rechazaron esta película acto seguido aplaudieron a rabiar una cosita llamada Amelie (Jean Pierre Jeunet, 2001), una de las cintas más narcisistas y sobrevaloradas de la década, da qué pensar sobre la incapacidad de mucha gente para discernir entre lo que simula ser moderno y aquello que lo es realmente.

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