viernes, 23 de noviembre de 2007

Las visitas deberían estar prohibidas por el código penal


LAS VISITAS DEBERÍAN ESTAR PROHIBIDAS POR EL CÓDIGO PENAL
Niños noruegos de Albacete a la espera de nacer en una corrida de toros
Por Alejandro Cabranes Rubio

Lo mejor es no hablar de nada. Así es cómo Miguel Mihura hubiera llamado a Las visitas deberían estar prohibidas por el código penal, compuesta de personajes a la espera de conocer a un autor que asegura no tardará en salir a su encuentro…una vez que nazca. Protagonizada por criaturas que sólo pueden pasar el tiempo actuando sobre una tabla colocada en el centro del escenario de la pieza escrita por el autor, Las visitas deberían estar prohibidas por el código penal propone un discurso metateatral sobre la incapacidad del arte de llegar a algún lugar concreto, que deja desprotegidos y sin vida a seres obligados a escenificarse así mismos. La dirección de Ernesto Caballero incide en ese sentido con abundantes sugerencias escenográficas: todo el reparto se niega a colocarse sobre el escenario en ángulo recto, formando composiciones esféricas, envolventes, que se hacen y deshacen al antojo del propio escrito. Y de esta manera se van agrupando, adelantándose hacia el epicentro del teatro para hablar de sus ¿historias?; para arrejuntarse como si fuesen unas masas que esperan seguir las directrices de un líder político; y para salir de la propia escena para atender la llamada de su creador ajeno a su propio limbo particular, donde, como bien recuerda uno de los personajes, no tienen mucho futuro… Ese caos y nihilismo escénico arropa a los demás elementos visuales, surgidos de la nada como el tren de miniatura que atraviesa el espacio de punta a punta; los focos que de repente emiten luces parpadeantes que evocan al ajetreo del metro madrileño; las llamas de un incendio que se apaga sólo y del que sería una falta de educación escapar si se considera que hay más gente en el edificio que no se va a salvar…

Esa destrucción, o mejor dicho reconstrucción, manifiesta en su argumento y escenografía certifica la incapacidad del arte para hablar del género humano. Un oficio practicado por gente que escribe obras pobladas por personajes que actúan mecánicamente, y que crean dramas donde no los hay. Piezas teatrales sobre individuos que con su voz emiten gorgoritos de ópera para llamar la atención. Y qué encima son juzgados por don nadies que lanzan impertinentes preguntas que no conducen a ningún lado.

En estas circunstancias no cuesta establecer paralelismos entre Las visitas deberían estar prohibidas por el código penal y el Ernst Lubitsch de El pecado de Clunny Brown, donde sus protagonistas se limitan a pasear y ser testigos de fragmentos grotescos de la existencia humana, en busca de su propia identidad; derrumbando cualquier orden convencional. De esta manera, la obra se alimenta de digresiones de ladrones que roban con el permiso de los mayordomos de la casa, falsas monjas que antaño fueron vacas gallegas, envenenadores, novias plantadas en el altar que siguen vistiendo su traje blanco… Y se les coge el mismo cariño que a unas bragas rotas usadas… Quizás al intento se le podía restar alguna situación demasiado prolongada, pero tiene tanta gracia, virulencia su tratado sobre la ineptitud de las personas que sólo aspiran a materializarse en cuerpos con decisión propia, que hacen del espectáculo una experiencia tan difícil de digerir como la crianza de niños noruegos nacidos en Albacete… Su habilidad escénica permite recrear parajes imaginarios sólo existente en la cabeza de los personajes (cf. conversaciones que tienen lugar en salones donde se lee el Abc…) y los actores, todos impresionantes, le dan vida encabezados por un Pepe Viyuela que confirma su versatilidad, y en el que brillan con luz propia David Lorente, Nathalie Seseña y Rosa Savioni. Todos ellos dispuestos a hacernos disfrutar de este veneno sin grumitos, este manjar a la espera de su propio nacimiento.

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