lunes, 26 de noviembre de 2007

Demasiado humano

DEMASIADO HUMANO: LOS ÚLTIMOS DÍAS DE NIETZSCHE
Europa, Europa
Por Alejandro Cabranes Rubio

En vísperas de las elecciones francesas, en las que resultó vencedor Sarkozy, el Teatro Español acogía en su sala pequeña a Demasiado humano. El dato no es gratuito hasta el punto de que manifiesta enormemente la importancia de su representación. En tiempos en los que la apropiación indebida (y mala interpretación) de ciertos discursos políticos, incluso aquellos que abrazan la causa constitucionalista, ver Demasiado humano produce cierta convulsión. Aterroriza saber cómo todavía persisten personajes como el Doctor Moebius (soberbio Rafael Martín), algunos disfrazados con ropajes agradables; otros cómo Sarkozy que no se andan con disimulos: su manifiesto rechazo a los inmigrantes en el suelo patrio, su expeditiva actuación en el pasado invierno durante las revueltas que asolaron París, y su mirada gélida planean sobre Demasiado humano. Y acongoja. Los fantasmas de la vieja Europa nos visitan de nuevo, asestando certeros golpes. Algo en la sombra se mueve y sólo evidencia la bipolarización que de un tiempo a esta parte se ha desatado en la política internacional. No nos habíamos librado de los Mabuse: habían cobrado otras apariencias, pero seguían reclamando progroms que gozaban encima de cierto beneplácito social, como también lo tuvieron los de otras épocas…

Esas sombras en Demasiado humano alcanzan expresiones materiales. Moebius y la hermana de Nietzsche, Elisabeth (Goizalde Núñez humaniza a su represor personaje), quieren impedir que el filósofo acabe su obra so pena de contradecirse de sus antiguas ideas; justificaciones morales para políticas xenófobas. En un momento dado urden su trama y la cortinilla de la sala los oculta, pero ellos siguen hablando: esta brillante idea de puesta en escena refuerza el carácter conspirativo de la escena. Y crecidos, se sientan: a veces sus rostros se reflejan en las sillas de metraquilato triangulares; otras se sientan en ellas y desde allí se enfrentan a sus enemigos, a quienes tratan como súbditos (una percepción que se tiene al contemplar dos sillas mirando a otra en dirección opuesta en el escenario). Es su habitat natural.

De esta manera, el director Mikel Gómez de Segura establece dos espacios: el exterior y el interior. El primero está poblado por Nietzsche (conmovedor Alfonso Torregrosa) y su cuidadora, Alvina (una extraordinaria Elisenda Ribas, quien irradia humanidad a su personaje, dotándole de una bondad matizada). En él prevalece la oscuridad debido a la enfermedad del autor de Así habló Zaratustra: la luz le puede provocar un nuevo ataque epiléptico. Frente a su pureza y desnudez formal (sólo hay una mesa), en el espacio interior se dirimen asuntos turbios, estratagemas: de ahí que las sillas que lo decoran sean angulosas. En él Moebius camina alrededor de Elisabeth, duplicando su imagen en la silla: su manera de dar la vuelta mientras la convence de sus argucias insinúa la capacidad de persuasión del villano y que éste sólo da vueltas alrededor de una misma cosa, un único objetivo.

Esa dualidad revierte tanto a la dramaturgia como a la misma puesta en escena. Por un lado los defensores de Nietzsche, su amigo Overbeck (Eduardo MacGregor) y su alumna Lou Andreas (Susana Hernáiz) traman sus estrategias en ese espacio exterior y no dudan a la hora en valerse de argucias propias de sus enemigos: los actores saben transmitir la inteligencia de ambos personajes, expresar sus contradicciones (Overbeck a pesar de ser admirador de Nietzsche es catedrático de teología), sus ilusiones (a ello contribuye sobremanera el momento en el que Lou se pone de pie sobre una de las sillas: es decir en un objeto relacionado íntimamente con Moebius)…

Entre ambos grupos se sitúa el juez Hartman (el siempre eficaz Txema Blasco), alguien con sus propios principios, pero que se deja corromper por unos y por otros a la hora de dictaminar sobre la capacidad de Nietzsche. Y esa lucha interna entre dos mundos queda muy bien definida en dos momentos consecutivos, en los que Lou visita a su profesor. En el primero la sala queda oscurecida del todo de tal manera que el último instante de felicidad real de Nietzsche queda vinculado con su sosiego: en cuanto Lou confiesa que se casó y enviudó vuelve la luz, y con ella el tormento de quien escribió El crepúsculo de los dioses. La visita se ve interrumpida por Moebius y Lou debe esconderse: para ello atraviesa las cortinas que separan el espacio interior del exterior…

Ese viaje concluye con el pesimismo presumible: con ciertos matices los Moebius seguirán actuando a sus anchas: el cruel empleo de las voces del Coro del Conservatorio de la Coral de Bilbao; las miradas expectantes de todos los personajes (que han transportado hasta lo más profundo del escenario) sobre el agonizante Nietzsche y la Alvina producen cuanto menos un estrecimiento en el espectador. Como aquel que este servidor sintió el día que Sarkozy ganó las elecciones

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