domingo, 25 de noviembre de 2007

Deborah Kerr (1921-2007)

ADÍOS A DEBORAH KERR
Por Alejandro Cabranes Rubio

Cuando Glenn Close le entregó el Oscar Honorífico a Deborah Kerr en 1994, la protagonista de De aquí a la eternidad casi perdió su estatuilla al temblarle el pulso. La mujer de iniciativa propia, que había padecido en carnes la represión de una educación puritana en Mesas separadas (1958) hasta el punto de enfrentarse a sus fantasmas en Suspense (1961), nos ha dejado hoy. Con ella desaparece la sexualidad de la esclava Livia, sacrificado al toro por órdenes de Popea en Quo Vadis?, capaz de convertir al tribuno Marco Venicio (Robert Taylor) al cristianismo. También a la misma amazona que en Las minas del rey Salomón se cortase la melena para adentrarse en el corazón de África en compañía de Stewart Granger… Con éste último sería coronada en El prisionero de Zenda –una de las películas hacia las cuales siento un particular cariño-: ver el gesto sorprendido de su princesa Flavia, intrigada por un marido que para ella era desconocido, contradice ese prejuicio de que en las películas de aventuras no suele haber grandes interpretaciones por su tono más relajado. Más tarde endulzaría el carácter del Rey de Siam en El rey y yo –película por otra parte bastante infumable-, aportando clase a una historia que ya fue mucho mejor contada años antes en el propio Hollywood. De ahí pasaría a películas de la talla de Sólo el cielo lo sabe y Tú y yo…donde quedaría impedida por un accidente de tráfico al lado del Empire State… Leo McCarey extrajo de ella borbotones de clase, de personalidad, más allá de lo terrenal (no en vano Michael Powell le había encomendado su monja de Narciso negro), en busca de su propia dignidad. Y que perdería cuando enamorada de David Niven en Mesas separadas su madre castradora, encarnada por una genial Gladys Cooper, la anulase. Aquella película sobre seres humanos cuyas vidas han quedado hechas añicos antecedería a su memorable intervención en Suspense. Y años después se reiría de su imagen en un Casino Royale al que dignificaría levemente con su presencia, siempre agradecida en títulos como Julio César, La noche de la iguana o Buenos días, tristeza.

Sensual y virginal, de mirada ardiente, dotada de una rara inteligencia; Deborah Kerr imprimía clase a todos las películas en las que trabajan. La mujer que besó a Burt Lancaster en la playa y derribó corsés morales de la época en 1994 era una mujer mayor que apenas podía sostener una estatuilla dorada. Yo siempre la recordaré recitando sus palabras finales en El prisionero de Zenda, procedente de la pluma de Anthony Hope. “Si el amor lo fuera todo, yo te seguiría, vestido de harapos, hasta el fin del mundo, porque tienes mi corazón en tus manos”. Y el nuestro en las tuya.

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