lunes, 19 de febrero de 2007

Philippe Noiret (1930-2006)



La primera vez que vi una película de Philippe Noiret fue hace ya dieciséis años. La cinta no era otra que la polémica Cinema Paradiso, en la que encarnaba a Alfredo, el encargado de proyectar las películas en un pueblo italiano. En una de sus secuencias más famosas, Alfredo decidía proyectar un rollo en las paredes de la plaza principal. Adelantándose al reinado de la cámara digital, el personaje lograba una quimera: la democratización del cine. No importaba que más tarde en un incendio perdiese la vista y con ello se estableciese una posible metáfora sobre la ceguera de un arte que se había deshumanizado. El propio Alfredo había instado a su discípulo Toto abandonar a un lugar al que sólo regresaría para enterrarlo.

Hoy el mundo rinde homenaje al gran Philippe Noiret. No sabemos si como en esa película si su muerte quizás signifique los funerales del fin de una época. Marcello Mastroianni, Vittorio Gassman, Alberto Sordi, Paco Rabal y ahora Noiret dejan algo huérfanos a un cine europeo al que contribuyeron en la construcción de su propia identidad. Desde que ganase el BAFTA y todos los premios imaginables por la película de Salvatore –sólo se le resistieron las candidaturas a los Globos de Oro y los Oscar-, la carrera de Noiret siguió dejando huella. Su película mejor desde entonces, la bellísima La vida y nada más, nos mostraba al actor convertido en un oficial francés encargado de la identificación de los cadáveres tras el fin de la guerra y que inesperadamente en ese contexto doloroso volvía a presentársele una nueva luz en su trayectoria vital.

Los títulos restantes quedaban quizás atrás de esa memorable película de Tavernier, la mejor por cierto del firmante de Hoy empieza todo. Harto de esa solemnidad aceptó recoger el testigo de Charlton Heston en El regreso de los mosqueteros donde compuso un burlesco Cardenal Mazzarino al que Oliver Reed obligaba a no convertirse en una mancha negra en la historia de Francia. Sólo cinco años después interpretó a un D´Artagnan viejo y cansado que impedía el asesinato del infante glotón y pendenciero Luis XIV en La hija de D´Artagnan. De la misma época data La maté porque era mía: un Patrice Leconte en horas bajas.

En 1995 vivió su último gran éxito internacional con la no menos discutida El cartero, donde Noiret se puso en la piel de un Pablo Neruda que agitaba la conciencia a un humilde cartero, cuyo despertar a la vida concluía fatídicamente en su amanecer existencial. El actor del que Hollywood quedó prendado en Topaz gracias al cinismo despiadado que rebosada su interpretación de traidor nunca saboreó un momento de gloria semejante. Desde entonces los distribuidores nos han ninguneado sus filmes posteriores. Pero siempre podremos, como Alfredo, sacar de nuestra videoteca una película y proyectarla públicamente.

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