lunes, 28 de enero de 2008

Munich Atenas se estrena en Guindalera

Andrés Rus y María Pastor protagonizan Munich-Atenas, obra de teatro que se estrenará esta semana, y que supone por varios motivos una importante novedad en la trayectoria de la Sala Guindalera, situada en la Calle Martínez Izquierdo en Madrid.


Por primera vez el Teatro Guindalera presenta una pieza que no ha sido dirigida por su miembro fundador, Juan Pastor, sino por Peter Böok, ayudante de dirección de Ingmar Bergman. No es la única novedad: Lars Norén, el autor adaptado, es representado por primera vez en España. La pieza escogida, Munich-Atenas, inédita hasta la fecha en España, es la primera que se representa en nuestro país.

Su trama gira alrededor de una pareja (David y Sarah) que realizan un viaje en tren desde Munich, en cuyo transcurso sale a relucir los problemas de su relación.

Flamante candidata a los Premio Valle Inclán de teatro por su trabajo en El juego de Yalta (todavía en cartel en Guindalera), María Pastor interpreta a Sarah. Acostumbrada a interpretar personajes que experimentan fuertas evoluciones/involuciones (caso de Traición), la actriz nos va a ofrecer nuevos registros tras sus delicadas performances en En torno a la gaviota y La larga cena de navidad. Para quién no la conozca por sus composiciones teatrales, la podrá recordar por su papel protagonista en la película de Ramón Barea, El cochecito de pedales.


"Este no va a firmar más sentencias de muerte". Habla Carmelo, el periodista que trabaja en Pueblo, y que interpela a Toni Alcántara (Pablo Rivero) en Cuéntame cómo pasó. Una imagen identificable y que permanece en la retina del espectador. Andrés Rus -ayudante de dirección en Guindalera- asume su primer protagonista después de asumir pequeños roles en La larga cena de navidad (donde interpretaba a Roberto, un joven que abandona a su familia por sus continuos desencuentros con su padre), Traición (cf. un barman que atiende a dos amigos que almuerzan proyectando su tensión) y Cruzadas. En televisión lo han podido ver también en Periodistas, Cuenta atrás, Policias y Hospital Central.

Posdata: Gracias a Manu por pasarme el material gráfico y que se publicará en breve en la página web de Guindalera. Para más información sobre el historial de esta compañía, pinchar a término de estar entrada la etiqueta Guindalera.

domingo, 27 de enero de 2008

Desde Rusia con amor

DESDE RUSIA CON AMOR
El gran plató del mundo
Por Alejandro Cabranes Rubio

En la primera secuencia de Desde Rusia con amor (From Rusia to Love, Terence Young, 1963) aparentemente el agente secreto 007 (Sean Connery) se enfrenta con su homólogo de la organización terrorista ESPECTRA, Red Grant (Robert Shaw). La planificación remite a todas las convenciones del thriller: travellings que muestran los pies de Grant avanzando en la oscuridad, un silencio absoluto. De repente, para sorpresa del espectador, James Bond es eliminado por su contrincante. Un plano general muestra una casa que se ilumina por entero, saliendo de ella el superior de Grant para felicitarle y a continuación arrancar la máscara con el rostro del espía británico que llevaba el fallecido, que ha pagado con su vida el fin del adiestramiento de Grant. La simulación concluye con el “¡corten!” característico del director de cine: el ensayo finaliza y por eso las luces se vuelven a encender, pues se ha de abandonar el terreno de lo ficticio, como si tratase el fin del rodaje de una secuencia para un filme. No es exclusivo de Desde Rusia con amor ese discurso sobre la manipulación de la realidad: en Sólo se vive dos veces (You Only Live Twice, Lewis Gilbert, 1967) se habla sobre el arte de la simulación; en 007 al servicio de su majestad (On Her Majesty´s Secret Service, Peter Hunt, 1969) hay un completo análisis sobre la distorsión y finalmente en El hombre de la pistola de Oro (The Man with the Golden Gun, Guy Hamilton, 1974) 007 se enfrenta a la realidad virtual. En cambio ofrece algo distintivo en relación al resto de la saga al contemplar al mundo entero como un gran escenario de una película donde poder simular, llevar a cabo misiones, en suma escenificarse ante los demás. Ese gigantesco decorado puede situarse en la iglesia de Santa Sofia, en el Orient-Express, un hotel veneciano… Hay un apunte que refuerza esa digresión: la agente de ESPECTRA, Rosa Klebb (Lotte Lenya) inspecciona los entrenamientos de los suyos. El travelling que sintetiza esa visita consigue situar en primer y tercer término del encuadre diversos simulacros (combates imaginarios; explosiones falsas) que llevan a cabo los esbirros mientras ella –la espectadora- ve cómo se generan diversas ficciones a derecha e izquierda de su cuerpo.

Para ESPECTRA si la vida se desarrolla en el gran plató del mundo resulta muy consecuente “montar” películas en él para hacerse con una máquina descifradora. Para ello sus agentes deben actuar y llevar a cabo auténticas performances: Grant se hace pasar por aliado de Bond; Rosa Klebb finge ser fiel a Moscú cuando en realidad ocupa el puesto número dos de ESPECTRA. Y a través de los recursos del cinematógrafo lograr su fin: Klebb recluta Tatiana Ramanova (Daniela Bianchi), que desconoce la pertenencia de su superiora a la organización, para seducir a Bond y simular que le puede proporcionar para Londres esa máquina descifradora. Como resultado de esa mentira, la guerra fría “se calienta” en los diversos escenarios como Estambul.

Pero hay más. Para que esa película que existe en la mente de ESPECTRA tenga “rendimiento”, incluso hace falta filmarla. Al respecto recordar la aparición de Tatiana en la cama del hotel donde se aloja Bond, mientras al otro lado del espejo Klebb y Grant presencian el acto sexual mientras lo graban con una cámara para emplear ese material para ridiculizar a Bond cuando decidan eliminarle. El primer plano de los labios seductores de Tatiana subraya el artificio de la situación. Por su parte, Bond obliga a Tatiana a detallarle las características de la máquina en el Bósforo mientras graba su voz en una cinta: en Londres escuchan esa conversación. Los actores se transforman en receptores que deben interpretar las imágenes y sonidos que ven/oyen.

En ese sentido, Desde Rusia como amor subraya la condición voyourista de los personajes y del propio cine. No sólo en el caso de Klebb y al jefe de Bond, M (Bernard Lee), sino a todos los protagonistas: Bond y su aliado en Estambul Kerim Bey (Pedro Armendáriz) espían a través de una mira telescópica a unos agentes rusos reunidos; la llegada de Bond a dicha ciudad está filmada en un travelling que informa que 007 está siendo observado por un miembro de la KGB y por Grant; el otro travelling que relaciona al británico en un andén con Grant en el interior de un tren; Bey dispara contra un enemigo suyo al que ve a través de la mira de un rifle hasta dispararle…cuando este último sale “directamente” del orificio -de un cartel gigante de una película- que corresponde a la boca de Anita Ekberg… Para poder actuar en cualquier película, hay que saber observar y huir del cine. No deja de ser una declaración de principios que al final de Desde Rusia con Amor Bond tire la película grabada por Grant y Klebb a los canales venecianos.

No cabe duda de que Desde Rusia con amor es el título de la saga Bond que presenta más apuntes metafílmicos. Esto se complementan gracias a citas directas a otras películas, en concreto a The Narrow Margin (cf. la pelea entre Connery y Shawk en un coche cama) y Con la muerte en los talones (Bond es perseguido en tierra desde una avioneta)…

Por lo demás el segundo título de la saga Bond hace gala de las mismas virtudes y los mismos defectos del resto de sus sucesoras. Entre las primeras, varias secuencias de acción bien rodadas (a las ya citadas cabe sumar una que se desarrolla en el interior de Santa Sofia; el primer plano de los dedos de Grant intoxicando la copa de Tatiana). Entre los segundos, una estructura acaso demasiado rígida, en la que se encadenan muchas “escenas fuertes” que por instantes parecen la única razón de ser del filme. También hay apuntes que quedan desperdiciados, como la comparación entre Bond y Grant (que podía haber dado mucho más de sí: en sus respectivas presentaciones aparecen tumbados en una toalla; idénticas costumbres para dos asesinos); el lesbianismo que emana de Klebb (que toca fascinada el cuerpo de Tatiana) y que podía haber contribuido a “humanizarla” en vez de vincular simplemente la homosexualidad con el mal (la Pussy Galore de James Bond contra Goldfinger dejará de ser inmune a los encantos de Bond cuando se pase a su bando); y el pobre esbozo de Tatiana cuya alianza con 007 nunca queda claro porqué viene motivada de tal manera que las ocasiones de recelo respectivo queden dilapidadas y que el conflicto al que se enfrenta al final no pueda considerarse tal.

El resto de defectos de Desde Rusia con amor son muy comunes en la franquicia: un humor a veces muy grueso (el primer plano de la celosa MoneyPenny celosa de Tatiana mientras escucha la conversación que tuvo lugar en el bósforo); la inutilidad de algunos parajes (cf. Tatiana probándose unos camisones que piensa lucir en Londres); y un gusto por el exotismo mal entendido (cf. la riña entre dos búlgaras a la que asisten Kerim Bey y Bond)… A pesar de todo, la planificación del filme es correcta en todo momento, por más que 007 -en el gran plató del mundo- viviría aventuras más interesantes…

sábado, 26 de enero de 2008

Plan oculto

PLAN OCULTO
El dinero no es lo importante
Por Alejandro Cabranes Rubio

El 11 de septiembre y las subsiguientes Guerra de Irak y Afganistán en la sociedad estadounidense han causado sus efectos: la desconfianza hacia las minorías y la instalación del estado de alerta en el territorio patrio. En plena alucinación colectiva se revive cierta sensación de peligro, que hace inevitable las búsquedas de las raíces culturales/históricas para poder comprender un poco la situación actual. En La última noche (The 25th Hours, Spike Lee, 2002) un par de amigos que despiden a un tercero que va a ingresar en prisión miran desde una ventana el vacío en el asfalto donde antes estaban las torres gemelas, interrogándose sobre cómo han llegado a vivir esa noche de despedida.

Pues bien. Esa mirada atrás en la filmografía de Spike Lee se encuentra en la base de Plan Oculto (Inside Man, 2006), un producto de masas y que pese a ser peor que su (magnífico) largometraje anterior reviste un notable interés. La película revive situaciones en principio convencionales (un atraco a un banco) con los personajes característicos del thriller de los setenta (un detective cuyo hermano es delincuente; un ladrón que con su acción pone de relieve la latente hipocresía de una sociedad autosatisfecha), muy al gusto del Sidney Lumet de Tarde de perros (Dog Day Afternoon, 1975). Bajo esa estética deudora del cine de aquella época se cubre un manto de turbulencia y conflictividad: Plan oculto no se limita como la apreciable -pese a su nula originalidad y epílogo nefasto- 16 calles (16 blocks, Richard Donner, 2005) a reproducir unos determinados ambientes y denunciar –como en ese caso- una corrupción; sino que lo hace desde una profunda revisión. Plan oculto se caracteriza por la subversión de muchas reglas genéricas y que para poderlas estudiar con el debido detenimiento hace falta hablar de la resolución del filme (por lo que recomiendo que el lector interesado en verlo se detenga y deje esta reseña para más tarde). Esa trasgresión de las normas pasa por derribar todos los supuestos sobre los cuales parece sustentarse el filme: que el atraco no tiene por objeto el robo de dinero; que las armas que portan los delincuentes son falsas; que los teóricos asesinatos no son tales…

El desprecio a esas normas indican claramente que los intereses de Spike Lee están en otro lugar, mucho más interesante: el argumento de la película no es más que una excusa para hablarnos de una sociedad racista, poblada por gente de múltiples etnias y que se comportan de manera individualista sin importarle lo que le suceda a los demás, y cuyo sustento económico, la base de su riqueza, proviene del expolio ejercitado en un pasado innombrable.

De acuerdo con ese planteamiento, la puesta en escena destaca por una mezcla de clasicismo (que ahonda en la idea aparente conformidad de la ciudad) y modernidad, traducida en esta en el empleo esporádico de flash towards donde se narra los interrogatorios a las víctimas del atraco. Esa fusión no sólo es una buena idea en la teoría, sino muy efectiva en la práctica por su buena dosificación y expresividad. La cámara capta muy bien el fondo de las relaciones entre personajes como los que protagonizan la película. Unas palabras para cada uno de ellos, antes de analizar la puesta en escena. Detective Keith Frazier (un sarcástico y muy simpático Denzel Washington) es un hombre íntegro a pesar de su propia historia familiar, y que pese a su honorabilidad no rechaza la posibilidad de un rápido ascenso sin dejarse vender al no sellar su silencio sobre el pasado del director del banco, Arthur Case (un espléndido Christopher Plummer); hombre que hizo fortuna con sus relaciones con los nazis e intentó redimirse empleando los fondos obtenidos en fines benéficos. El atracador Dalton Russel (muy notable Clive Owen) pese a ser un hombre justo y que no desea hacer daño más que a Case también es capaz de propinar notables palizas: es un personaje sobre el que se intuye más cosas que sabe en consonancia con la idea de ocultación sobre la que se construye el filme. En ese sentido, Madelaine White (Jodie Foster que sabe irradiar inteligencia en su mirada), la mujer que media entre Case y Russel, es descrita como una mujer misteriosa, que acepta encargos beneficiosos para su carrera, pero que no puede evitar simpatizar con el propósito de Frazier de destapar el origen de la riqueza de Case.



Hay una idea de puesta en escena que compendia el significado de una película que se empeña en “desvelar” lo oculto: Frazier y White hablan en la cafetería y el encuadre permanece fijo entre ellos. La oscuridad del plano sugiere en ese momento la desconfianza existente. Entonces el espectador puede leer unos carteles situados detrás de los personajes y que dicen “We Never Forget””: Lee nos advierte que hay un pasado que se va a desenterrar antes y temprano. En ese mismo sentido, el encuentro entre Russel (quien tiene las pruebas contra Case) y White esté filmado como si fuese la reproducción del sacramento de la confesión: los dos personajes mantienen su conversación a través de las rejas de las taquillas de los bancos.




Allí radica uno de los platos fuertes de Plan oculto: su precisión para saber dibujar los matices de las relaciones entre los personajes, a veces estableciendo juegos de correspondencia visual a veces para subrayar similitudes y otros para marcar diferencias. Veamos un ejemplo. White y el alcalde de Nueva York negocian la intervención de la primera en la resolución del atraco: un plano a steadycam va envolviendo a ambos hasta que se detiene justo en el momento en el que llegan a un acuerdo: la interrupción del movimiento de cámara subraya “el fin” de las conversaciones. Por contraste, un travelling tomado a bastante distancia que sigue a la mujer con Case mientras pasean por la isla de Manhattan advierte un tanto sobre el carácter frío (misterioso) de ambos, y también concluye en el mismo momento en el que acuerdan unas líneas de actuación. Frente a esos acuerdos sellados respectivamente por la proximidad y sentido envolvente de la steadycam y el distanciador travelling (el paseo previo al acuerdo del alcalde y White por los pasillos de la alcaldía también está rodado con un travelling, pero en esta ocasión está tomado muy pegado a los personajes, ya que al revés que en el anterior movimiento de cámara no se quiere transmitir esa sensación de clandestinidad), la conversación entre el detective y Russel también está filmada en steadycam pero esta vez la cámara traza el círculo completo sin que su interrupción parezca tan brusca.


Ese carácter diferenciador apareja naturalmente cierta capacidad para establecer contrastes. Bastará unos cinco ejemplos: el travelling que describe en una hilera a los rehenes (y que va estableciendo diferencias entre razas y minorías); la conversación telefónica entre el detective y el ladrón (el primero permanece en un plano fijo mientras el esquivo Russel habla mientras la steadycam va describiendo la estrategia envolvente que maquina el personaje); el flash toward con el que se relaciona a la liberación de un primer rehén con su interrogatorio en comisaría; el detalle malicioso con el que Lee puntúa la secuencia en la que Fraizer se da cuenta de que su oponente sabe que tienen micrófonos (el plano al que aludo es el de una grabadora situado al lado del micrófono instalado por la policía y reproduce una conversación en albanés para engañar a los agentes); el plano en picado que convierte dentro del banco a los dos protagonistas en las piezas de una partida de ajedrez se juega en la más absoluta oscuridad. Sin ánimo de resultar exhaustivo sólo quiero mencionar cuatro ejemplos más de puesta en escena que merecen ser destacados: el travelling con el que se presenta a Case y que nos pone sobre aviso sobre la idiosincrasia del personaje: el otro travelling cuya violencia se corresponde a la paliza que propina Russel a un rehén que es arrastrado por una moqueta tras haberse comportado con una imbecilidad supina; el movimiento de cámara que relaciona los dos autobuses donde se recogen a todos los rehenes (y que nos informa donde han ido a parar los compinches de Dalton); la secuencia en la que el sonido de un móvil provoca una tensa situación…

Así pues tenemos una película bien filmada, simpática, que asume con notable desparpajo el material de partida al tiempo que va dibujando sutilmente un sustrato social con rápidas y concisas pinceladas (cf. el sijh que es agredido sistemáticamente por todo el mundo; el policía que no que quiere ser un cadáver bonito); acaso descuidada en dos de los personajes (los que interpretan los muy competentes Chiwetel Ejiofor y Willem Dafoe); que logra que esa revisión al pasado cinematográfico de Estados Unidos no sea un acto nostálgico sino la reivindicación de un cine con personalidad propia, mal intencionado, en muchos aspectos más valiente que una buena parte del actual.

viernes, 25 de enero de 2008

Traumalogía de Daniel Sánchez Arévalo

http://ba3.eresmastv.com/jsp/television/television.jsp?velocidad=adsl

http://www.servicioshf.com/fotogramas/encorto/process/process_pub.php?action=view&opc=ver_corto&corto=589

Concurre a la edición de los Fotogramas de Plata. De ahí que hace falta poner en enlace al mismo en vez de ponerlo directamente.

Hay más cortos en esa edición.
Intérpretes: Antonio de la Torre, Natalia Mateo, Jorge Monje, Quim Gutiérrez, Javier Pereira, Raúl Arévalo, Héctor Colomé, Estíbaliz Gabilondo Héctor Colomé, Javier Villagrán.

jueves, 24 de enero de 2008

Blanca Portillo

ENTREVISTA: BLANCA PORTILLO
Por Alejandro Cabranes Rubio.


Miércoles 13 de diciembre de 2006. Son las 18:30. Blanca Portillo recibe en la puerta trasera del Teatro Español, donde ha estrenado en calidad de actriz Afterplay, un texto de Brian Friel que especula sobre un hipotético encuentro entre dos personajes de Chéjov: Sonya de Tio Vanya y Andrei de Tres hermanas. Se dirige hacia la sala. El escenario está plenamente oscuro. Ella ofrece una silla más cómoda que el sillón de madera de un camerino decorado, entre otras cosas, con fotografías que recuerdan el rodaje de Los fantasmas de Goya… Todo está listo para empezar y nos embarcamos en una charla sobre las características de la obra y otros asuntos… Empieza hablando de Brian Friel…

Blanca Portillo: Vi una película suya que se llama El baile de agosto… Me pareció un autor maravilloso.

Le llegó el proyecto y aceptó.

B.P.: Me ofrecieron dirigirla. Yo dije: no quiero dirigirla. Lo quiero hacer.

Una de las particularidades de la obra es que Sonya ha pasado de ser rechazada, resignada y de decir “algún día descansaremos” a ser ella la que rechace.

B.P.: Hay una cosa terrible en Sonya. Gana en amargura. Lo que ella entiende que algún día descansará no se cumple. Ese descanso no llega. Llega un vacío cada vez más grande: su tío desaparece. Va ganando en amargura. Cuando comienza Afterplay ha perdido todas aquellas cosas que soñaba. Sigue enganchada a un hombre que no la va a amar como necesita más allá de unos encuentros muy poco placenteros y satisfactorios. A través de los ojos de Andrei aprende a aceptar que eso es así y mejor eso que nada. En vez de preocuparse de lo que no tiene debería valorar lo que sí tiene. Rechaza a Andrei de una manera porque el amor que siente por Astrov es irreparable. Eso la va a acompañar hasta el fin de sus días.

Otra de las particularidades de Afterplay es que cada acto desmiente al anterior. La apariencia, lo real, se dan la mano constantemente en la obra…

B.P.: Eso es otro juego precioso de Friel que tiene ver con una obsesión suya por lo visto: la búsqueda de la identidad. Es como si los personajes se hubiesen inventado así mismos y a lo largo del desarrollo de la función se despojan de esas mentiras para quedarse en lo que realmente son. Entonces son más hermosos, más bellos. Es un mal que todos padecemos muchas veces: quedar dar una imagen de uno mismo que no responde con la realidad. Y cuando somos más reales podemos enamorar más y la gente se interesa más por nosotros, y somos mejores personas.

Dejamos de ser El arrogante español… (Blanca Portillo se ríe). También hay evocación de una época feliz a otra más amarga como en todas las obras de Chéjov. Empieza con un momento idílico se va desvaneciendo. Yo creo que se puede interpretar casi como una metáfora involuntaria de lo que sucede. La era Clinton fue una era apacible en apariencia en las relaciones internacionales aunque la actualidad lo ha desmentido. Había algo en el interior del sistema que ha explotado en el 11S y la guerra de Irak. ¿Hasta qué punto se pueden hacer lecturas de ese estilo?

B.P.: No sé muy bien si se puede. Nos preguntamos porqué Brian Freil había obviado el hecho de la revolución de 1917. Chéjov en Tio Vania sabe que algo se va acercando (se refiere a la revolución de 1905). No creo que no es tanto una cuestión social como una cuestión humanística. Son personajes, no son seres humanos. Recrea unos personajes que ya estaban inventados. Para ellos la vida no ha transcurrido desde que Chéjov puso el punto final se quedaron anclados en el tiempo. El tema social está más soslayado. Hay algo que está presente: hay una sociedad que impide a Sonya tomar su tierra. De todas formas las metáforas sobre los momentos sociales se cuentan a través de las personas. Lo que ellos crean esa noche es un momento muy feliz que acaba mal y finalmente repunta. El sigue escribiendo y ella vuelve al lugar donde parte después de una noche de batalla campal.

Tenemos más al individuo más frente al tiempo que frente a la historia… Si me permites voy a rescatar una frase de un historiador famoso por su libro sobre la revolución rusa, E. H. Carr. El definió la historia como diálogo entre sociedades, entre el ayer y hoy. De alguna manera la obra se ajusta a ello.

B.P.: En ese sentido sí. Se ajusta absolutamente. Es la mejor manera de hablar sobre la historia a través de las personas.

Afterplay recrea una noche en la que se apaga la luz, se oye un solitario violín y encima se enjaula a los personajes…

B.P.: Eso es otra bonita metáfora por parte del director. Ellos están metidos en un mundo irreal, aislados de la verdad, del espectador. En ningún momento quisimos recrear un café con pelos y señales. Están en una especie de nada. De hecho ellos no recuerdan muy bien la noche anterior. Se habla de una estación.

La construcción de un espacio vital…

B.P.: Incluso del individuo creando su espacio vital en una nada. La gasa separa a los personajes de la vida real, pero es un juego escénico muy hermoso y le da una patina. Lo convierte en un sitio irreal.

¿Teme que algunos espectadores encuentren la obra explicativa porque conocen a Chéjov?

B.P.: No en absoluto. Quien conoce la obra de Chéjov disfruta de un plus. Es sorprendente porque cuando Tio Vanya acaba, nadie puede imaginar que Astrov acabe con Yelena… La gente que conoce la función alucina. Alexandre muerto. En el caso de las Tres hermanas se descubre que una de ellas se ha suicidado. Para quien conoce la obra de Chéjov no es nada explicativo sino todo lo contrario: un montón de sorpresas.

De hecho Afterplay significa además de “después de la obra”, “después del juego”.

B.P.: Hay algo muy inteligente para quien conoce la obra de Chéjov como Friel (traductor oficial): imaginarse como va el desarrollo de la vida de esos personajes… Lo que ocurre es muy lógico, coherente.

Dejemos la obra. Tengo una pregunta en relación a la obra que dirigiste la pasada primavera Siglo XXI que estás en los cielos… Y en concreto sobre una polémica que se desató (me refiero a la acusación no demostrada de plagio de la obra de otro autor).

B.P.: No voy a hablar de ese asunto por una sencilla razón: por no dar publicidad a quien no la merece. Yo sé lo que hice. Cada uno debe ser responsable de nuestros actos. Yo soy absolutamente responsable de todo lo que aparecía en escena. Me siento profundamente orgullosa.

Hablemos de otro caso triste. El Caso Albéniz.

B.P.: Siempre que se cierra un teatro es un dolor. Ahora me he enterado de lo que ocurre con los cines de la Gran Vía. Van a cerrar un montón de salas. Yo confío en que las que sigan abiertas sigan manteniéndose y sobre todo que el Albéniz no se cierre. Sobre todo porque un sitio donde hemos visto un teatro maravilloso. Es un teatro de la comunidad. ¿De qué estamos hablando? No puede ser que lo cierren porqué sí para poner un centro comercial.

¿Puede adelantarnos algo de Siete mesas de billar francés?

B.P: Creo que va a ser una película muy especial. Gracia Querejeta es una directora muy especial. Escribe sus guiones y los escribe de una manera muy particular. Hay una cosa muy bonita en esa película: es tan real. Sin embargo ella no persigue la realidad en sus películas, persigue una lectura de la realidad. Tiene un sentido poético maravilloso. Todos los personajes tienen un poso hacia abajo que no se ve que va saliendo poco a poco. Son como iceberg: tu les ves la punta nada más… A lo largo de la película va descubriendo lo que hay debajo. En el caso de mi personaje es una mujer aparentemente durísima y con una mala leche tremenda. Y vas descubriendo que está profundamente sola, llena de miedo. Con necesidad de amor, de ternura… Tiene un final feliz. Pero la lectura final no es: “la vida es preciosa”, alégrate. La vida es muy dura. Esto es muy complicado. Pero por lo menos vive y mira a quien tienes a tu alrededor y seguramente sea más fácil caminar.

Interpreta a la hija biológica de Amparo Baró…

B.P.: Lo hablamos mucho porque en 7 vidas teníamos una relación maternal…

¿Puede evocar la noche del capítulo 200?

B.P.: Yo lo pasé fatal de los nervios. Cuando hacemos la serie no piensas en los millones de telespectadores. Piensas en los doscientos que lo están viendo en directo. Si yo ahora me equivoco, hay millones de personas viendo un error… Muchísima emoción por reencontrarte con los compañeros.

¿Qué tal fue el encuentro con los nuevos actores: Leandro Rivera, María Pujalte…?

B.P.: Estuvimos muy poquito porque eran escenas pequeñas. La trama la llevaban los personajes de la serie y nosotros hacíamos el tachán final. A mi me encantó estar allí. No se pudo estar desafortunadamente con todos (Se refiere a Pau Durà y Guillermo Toledo).

Entre los compañeros de 7 vidas estaba Toni Cantó…

B.P:: Toni es un actor espléndido. En la lectura del Tenorio demuestra que los actores son como los buenos vinos: con los años van agarrando peso. Toni vive la vida de una manera muy particular. Es un hombre con una mirada sobre el mundo y eso se queda en su trabajo.

Concha Barral, jefa de prensa del Teatro Español, presencia el final de la entrevista. La actriz defiende una obra que en primera instancia demuestra hasta que punto el teatro puede especular sobre sí mismo. Y proponiendo reflexiones sobre el paso del tiempo, sin perder la fidelidad emocional al original. Todo ello poniendo al frente del reparto a una ganadora del premio a la mejor actriz en el Festival de Cannes, y a Helio Pedregal, vencedor del premio de la Unión de Actores. Ambos compaginan los medios televisivos y se pueden considerar afortunados en sus respectivas carreras al merecer el reconocimiento. Y al revés que Sonya y Andrei el paso del tiempo no ha significado una regresión del tipo moral, sino la llegada a una madurez escénica.

Valmont


VALMONT
Los cánticos de la inocencia
Por Alejandro Cabranes Rubio

Eclipsada por la fama de Las amistades peligrosas (1988), Valmont (1989) -rodada simultáneamente a la anterior- propone una lectura de la novela de Chordelos De Laclos muy característica de su director, Milos Forman. Como bien han puesto de relieve Hilario J. Rodríguez en su estudio sobre el director o recientes libros –a cargo de César Ballester y Christian Aguilera para Cátedra y J.C.-, el director checo debido a la experiencia histórica de su país se ha convertido más o menos en el realizador que de manera más sistemática ha abordado la lucha del individuo contra el totalitarismo. Valmont, el personaje De Laclos, se distingue por su independencia, su desprecio a las convenciones, su libertad, su firme voluntad a la hora de conseguir determinados propósitos. Por eso no es de extrañar que la muerte de Valmont en manos de Milos Forman represente la agonía del individualismo y por ello, al revés que el filme de Stephen Frears, opte por un enfoque humanístico: la globalización ya enterraría a sus propios Valmont y nuevos estilos de corporativismo, disfrazados con coartadas políticamente correctas, se encargarían de callarlos. Y de esta manera Valmont queda embargada de una aureola romántica de la que carece Las amistades peligrosas, cuyas pretensiones críticas contra una clase social corrupta y conspiradora se estrellan contra un molde narrativo frígido y rígido. Ello no quiere decir en ningún instante que Valmont renuncie al humor y a la denuncia de un modo de comportamiento abyecto, sino que lo sabe dosificar e integrar en un retrato de personajes cuyos sufrimientos merecen ser considerado tales. Unas palabras para distinguir a los principales.

La Marquesa de Merteuil (una fascinante, radiante Annette Bening que demuestra lo gran actriz que ya era entonces) es presentada al principio del relato como una mujer que vive plácidamente tras su viudez y cuyo mundo se descompone al enterarse que su amante Gencourt (Jeffrey Jones: tan bien como siempre) quiere casarse con su prima, la virginal Cecile (Fairuza Balk supera en el papel a una Uma Thurman muy lejos de lo que es capaz de ofrecer en la actualidad). Al revés que en Las amistades peligrosas, la marquesa experimenta una transformación: es víctima del engaño y no por ello deja de ser la maquinadora despiadada que Frears y su guionista Christopher Hampton se encargaron de señalar aún a costa de mostrarla enfurecida desde el primer momento. Para Forman y Jean Claude Carriere es una mujer que todavía tiene sentimientos, y que no duda en emplear a su cómplice, el Vizconde de Valmont (un Colin Firth menos seductor que John Malkovich, pero cuya caracterización se ajusta al tratamiento de la película), para desvirgar a Cecile y de paso humillar a Gencourt.
La marquesa es toda oídos

Valmont, por su parte, es un conquistador nato, que se enamora de Madame de Toruvel (Meg Tilly expresa con gran propiedad la firmeza de una mujer que quiere revelarse contra sus deseos íntimos) precisamente por la negativa de la misma a convertirse en su nueva amante, y que una vez colmada su pasión ya se sentirá saciado y comprenderá que en el fondo sólo quiere pasar sus días con La Marquesa. Egoísta y a su vez vulnerable, a pesar de actuar en su propio beneficio sin reparar en las repercusiones de sus actos, terminará por cargar injustamente las culpas de los demás…

Cecile a pesar de su inocencia, de enamorarse su profesor de música (el Caballero Danceny: un Henry Thomas muy por encima de Keanu Reeves), terminará por caer bajo los brazos de Valmont y aceptando su boda con Gencourt. Su madre, Madame de Volanges (Sian Phillps, tan eficaz como Swozie Kurtz) por el amor que procesa a su hija termina comportándose de manera autoritaria. El Caballero Danceny aunque mate a Valmont por el amor a Cecile tampoco duda en acostarse con la Marquesa de Meuteril y aceptar convertirse en el amante de su enamorada. Madame de Tourvel es retratada como una víctima de Valmont, al que más tarde le dispensará el mismo trato, a pesar de seguir enamorada de él, tal como evidencia la delicada panorámica que relaciona una rosa blanca que deposita en su tumba con su propia persona…

A este complejo y exhaustivo estudio de personajes le favorece un trabajo de puesta en escena, atenta, repleto de detalles que no hacen sino enriquecer el significado de la historia, algo que se echaba en falta en Las amistades peligrosas…. En ese sentido Milos Forman trabaja a fondo cuatro aspectos: a) la manera de retratar el estado anímico de sus criaturas al enfrentarse a sus desengaños amorosos, b) el empleo del plano contra plano que lejos de resultar mecánico aquí se convierte en la máxima expresión de los conflictos y choques de intereses, c) un particular sentido del montaje, y d) un uso de la banda sonora particularmente refinado.

En lo primero abundan los ejemplos. Pienso en el travelling que sigue a la Marquesa por el salón de su prima y que se detiene justo cuando se entera de la traición de Gencourt: el corte de la planificación expresa el shock mental. El plano de ella encerrada en su carroza la muestra absorta, ideando su venganza, sugiere que ella misma "se ha encerrado" en sus planes. No menos notable resulta la forma en la que visualiza Forman a Valmont rechazado por Madame de Tourvel mientras llega Cecile y la Marquesa al lugar donde se encuentra: el travelling de retroceso no sólo empequeñece su figura, sino que está queda cubierta por la arena que desprende la carroza a su paso: Merteuil con su presencia sólo conseguirá levantar el polvo de viejas heridas. Frente al fracaso que experimentan los protagonistas, Cecile se verá tentada una y otra vez. En la primera ocasión, una cita con Danceny ideada por Merteuil, se enfrenta a su propia imagen mientras aguarda la llegada del profesor. Las panorámicas y travellings hacia los dibujos que decoran las paredes –y que van desde ángeles que tocan el sexo de varias mujeres hasta imágenes de parejas fornicando, pasando por el de una maja desnuda- insinúan el impacto de tales visiones sobre sus deseos más íntimos. Más adelante, cuando Valmont la desvirga, Forman filma las piernas de Cecile jugueteando en plano fijo: una bonita manera de expresar su transformación respecto a aquella ocasión frustrada. Y frente a esos momentos de dudas e iniciación encontramos a una pletórica Madame De Tourvel preparando el desayuno ideal para Valmont: Forman contagia al público el entusiasmo de ésta comprando fruta y pan en el mercado…aunque a su regreso se encuentre con el abandono del Vizconde, anunciando la tragedia. La enemistad que se granjea entre Valmont y Meuteril a raíz del incidente ocurrido con Madame De Tourvel desencadenará el desenlace. El inserto de unos cómicos en plena calle escenificando un número histérico preludia el final, acentuando el papel que han desempeñado los celos en él.


Valmont es una obra sustentada sobre el conflicto que enfrenta a sus personajes entre sí. De ahí que el plano contra plano se convierta en una figura de estilo que lejos de causar rutina visual logra acentuar los recelos y diferencias… Así ocurre cuando Forman los usa para filmar la última conversación como amantes entre Meuteril y Gencourt. O cuando Valmont aborda por primera vez a Tourvel mientras esta sostiene una sombrilla: en un momento dado de la conversación Valmont queda encuadrado en la mitad del plano mientras que la otra lo hace el objeto: Valmont todavía no logrará ponerse bajo su techo porque Tourvel todavía está protegida –gracias a la sombrilla- contra él… Hay un ejemplo de una gran sofisticación. Cecile quiere confesar a Meuteril todo lo que siente: se suceden los planos contra planos hasta que uno de ellos llama la atención poderosamente: en él la oreja de Meuteril queda en primer término del encuadre y Cecile resulta más baja de lo que es: ella simbólicamente está por debajo del hombro de su interlocutora –quien la maneja a su antojo- mientras la Marquesa es toda oídos… Previamente a ese momento, Meuteril había instado a Valmont a hacer el amor a su protegida: de nuevo la conversación está rodada con un plano contra plano, pero en el momento en el que Meuteril se propone que Gencourt no sea el primer hombre que penetre a Cecile el plano dura más de lo habitual, dando parte de la firme determinación de la mujer.


Ese dominio a la hora de aprovechar el espacio escénico y objetos se transluce en un sentido del montaje que opera en varias direcciones: a) preconizar determinados sucesos, b) insinuar la relación directa de los personajes con estos. Entre lo primero destacar el montaje que relaciona un duelo a espada entre Danceny y Gencourt con Valmont derrotado por el sable de madera de Cecile, augurando la muerte del tercero a cargo del primero (el momento en cuestión queda fuera de campo mientras un travelling se dirige hacia los ojos de los testigos que contempla horrorizado la desgracia). Entre lo segundo llama la atención la forma con la que Forman sugiere cómo sus protagonistas piensan los unos en los otros: Meuteril en Gencourt cuando Cecile le pregunta si tiene un amante; Valmont en Tourvel cuando Meuteril le pregunta qué le retiene en casa de su ti Madame de Rosemonde (Fabia Drake, una gran sustituta de Mildred Natwick); Rosemund en sus invitados cuando intenta indicar a Meuteril donde se encuentran… Adelantándose un año a Francis Ford Coppola en El padrino III (1990), hay un montaje que merece destacarse: aquel que relaciona las instrucciones que Meuteril da a Cecile para engañar a su madre con su puesta en práctica, y que responden a la visualización mental de ambas mujeres sobre los acontecimientos.

Ese montaje proporciona a Valmont de una cadencia casi musical, insuflándole un aire sinfónico que contrasta con la teatralidad mal entendida de Las amistades peligrosas, y la aproxima a otras obras de Forman como la magnífica Ragtime (una estupenda versión de una novela E.R. Doctorow, un autor difícil de adaptar: cualquiera que haya leído la estremecedora Daniel sabrá a que me refiero) y a otras grandes muestras de cine literario de los últimos años, tales como La casa de alegría (Terence Davies, 2001). Ya desde su primera escena, la película asocia los cánticos de Cecile con el candor de una muchacha que va a perder su inocencia. En su segunda actuación, Cécile entona una letra sobre un caballero que va a tentar a una joven chica mientras a su alrededor aparecen otras rosas: la cámara sabe captar la tensión que emanan los rostros de Meuteril y Danceny. En la tercera, la muchacha interpreta una canción sobre alguien que es observada, como lo es ella misma por su madre: un plano general en el que quedan encuadrados ella y Danceny se encarga de trasmitir esa sensación de vigilancia.


Si ya el poder de sugestión de la música diegética merece destacarse por derecho propio, no menos acertado se muestra Forman con la partitura que le brinda Christopher Palmer, la cual queda interrumpida de vez en cuando en la secuencia en la que Cecile pierde la virginidad a modo de expresión de sus indecisiones. Un último ejemplo. Madame Rosamund contrata a una orquesta para amenizar una de las veladas. Valmont será obligado a bailar con todas las invitadas, proyectando en su danza su relación personal con cada una de ellas. Junto a Madame Rosamund se detecta su cariño y el respecto que caracteriza su relación. Cuando le llega el turno a Meuteril se manifiesta el reconocimiento mutuo entre dos semejantes mientras que su danza con Madame de Tourvel pone de relieve el temor de esta última…


Ese tipo de detalles son los que dotan a Valmont de una inusual fuerza y poder de sugestión. Si no fuera por la existencia de la fascinante Pasaje a La India (David Lean, 1986) y de la bellísima Tess (Roman Polanski, 1980), merecía ser destacada por derecho propio como la mejor adaptación de un clásico realizada durante los ochenta. El estudio crítico de Frears sobre como el utilitarismo termina por destruir al hombre quedaba en entredicho cuando unos años más tarde Alex Corti lo superó ampliamente en ese terreno con la hermosa La puta del rey (1991). Valmont (1989) por el contrario permanece en el recuerdo como una de esas grandes obras sobre el fin del romanticismo en el advenimiento de la era Windows, a la que replicaba con un clasicismo expresivo. Las revoluciones de terciopelo no coronarían la libertad de los individuos que se verían subyugados bajo nuevo formas de poder… Y de ahí que el entierro de Valmont no fuese más que los funerales de una década, de otros tiempos, no sólo de la Guerra Fría. Y sus exequias todavía siguen conmoviéndonos.

miércoles, 23 de enero de 2008

Heath Ledger

La sombra de la muerte
Por Alejandro Cabranes Rubio
Habría que remontarse hasta 1993 para encontrar una muerte que haya causado tal impacto en Hollywood. En aquella ocasión se trataba de River Phoenix. Las circunstancias de la muerte de Heath Ledger no han sido aclaradas del todo, y son objeto de carnaza sensacionalista. Es muy probable que sin Brokeback Mountain la repercusión hubiese sido menor, por mucho que en la misma semana haya aparecido muerto otro actor en su apartamento, Brad Renfro.
Nunca he compartido ese gran entusiasmo hacia Brokeback Mountain (de Ang Lee me gusta más La tormenta de hielo), que tenía el defecto de prolongar un cuento bonito a base de obviedades. Cuando se presentó en Venecia, Carlos Boyero descubrió su desconocimiento previo sobre el intérprete, que le había impresionado por su mirada instrospectiva. Aunque particularmente me guste más la composición de Jake Gyllenhaal (porque saber matizar mejor el paso del tiempo en el personaje), debo reconocer que hay dos imágenes -extraidas literalmente de las páginas de Annie Proux- que Ledger dejó a la posteridad: el abrazo por la espalda de Ennis del Mar a Jack -único instante que se podía permitir mostrar su afecto-, y su visita a la casa de su amante fallecido y en la que encontraba una camisa que éste le había robado.
Cierto que la sensibilidad demostrada en esas escenas hicierao de Heath Ledger "el actor revelación del año", pero a mi -y les juro que no es por presumir- no me pilló desprevenido. Había visto en alquiler la nefasta El patriota y sin entusiasmarme su composición comprendí que Ledger iba a ser un actor que iba a hacerse un hueco en Hollywood. Su papel de hijo muerto en la guerra de independencia lo repetió en Monster Ball. En esta ocasión, con ese papel que en principio iba a desarrollar Wes Bentley, sí recuerdo muy bien sus escenas. Su encuentro con la misma prostituta que "atendía" a su padre. Su vomitona en el corredor de la muerte. Su posterior disparo mortal. En Las cuatro plumas (que a pesar de sus irregularidades se deja ver más gratamente de lo que muchos aseguran) era Bentley quien fenecía mientras Ledger recobraba su dignidad. Después vinieron divertimentos, quizás no satisfactorios pero también menos despreciables de lo que se comentó en su momento, como El secreto de los hermanos Grimm y un Cassanova que no figura a la misma altura de los mejores de su director (Lasse Hallström) pero al menos filmada con gusto, pese a su acomodaticia estructura narrativa. Y llegamos a Brokeback Mountain. De ahí a los Oscar. Todavía no hemos visto su trabajo del Joker. Pero lo cierto es que la presencia de la muerte fue recurrente en su propia filmografía personal. Toda una (macabra) premonición que pone fin a una carrera prometedora en la que dos gestos le harán entrar en la historia de Hollywood. Por mi parte no buscaré una prenda suya en mi armario, pero sí que me animaré a revisar en dvd/VHS alguno de sus trabajos.

Agente 007 contra el Doctor No

AGENTE 007 CONTRA EL DOCTOR NO
Su nombre es Bond, James Bond
Por Alejandro Cabranes Rubio
Agente 007 contra el Doctor No (Dr. No, Terence Young, 1962) es de todos los títulos basados en el personaje ideado por Ian Flemming el más conocido entre los cinéfilos y ello en virtud de un hecho: se trata del primer filme de la franquicia. Eso no significa que se trate del más logrado de ellos (Al servicio de su majestad es mejor), pero sí es el que menos se pliega a una fórmula narrativa, puesto que esta todavía no había sido probada. Ello revierte en un tipo de relato menos mecánico. Eso no exime a Agente 007: contra el Doctor No de algunos lastres: el filme ya adelanta varios de los defectos endémicos de las producciones de Harry Saltzman y Albert R. Broccoli. Entre estos, destacar por supuesto el predominio de personajes abocetados y definidos de manera unidireccional (no estamos hablando de seres humanos), cierto esteticismo audiovisual (cf. en este caso una serie de fundidos en negro con los que concluyen determinadas escenas como en la que el protagonista besa a una chica; y a las que suele proceder una imagen estereotipada como, por ejemplo, la de un camarero agitando un cóctel); movimientos de cámara demasiado “prefabricados” (cf. la presentación de 007 en un casino donde enciende un cigarrillo, acción que Terence Young remarca sobremanera), una ausencia de turbiedad moral en el fondo de la trama, y también la inclusión de planos innecesarios, y que en este caso están destinados para que admiremos los bustos de la protagonista (Honey: Ursula Andress) y el torso de James Bond (Sean Connery) mientras se duchan para limpiarse de radiación (la escena se demora más de la cuenta por eso).

Quedando muy claro que al abordar estas líneas sobre el Dr. No no se hace con el ánimo de reivindicar una obra maestra, vaya por delante que la película posee bastante interés y no sólo sociológico, sino meramente cinematográfico. No me refiero a su descripción sobre el agente del MI6 con licencia para matar cuyos rasgos expeditivos y machistas no están tan bien perfilados como en otras ocasiones, sino a su aprovechamiento de la coyuntura histórica (la crisis de los misiles) para desarrollar un relato opresivo y conciso sobre el miedo al calentamiento de la guerra fría. La destrucción del programa espacial estadounidense por parte del Doctor No (Joseph Wiseman), un agente de la organización terrorista de ESPECTRA, opera de marco argumental para hablar sobre la esencia del terror.
Ese pavor está más presente en la trama por el tratamiento visual de Terence Young que por el discurso literario de la película. Esa forma de filmar muestra a una serie de personajes que se enfrentan al horror. A veces este cobra la forma de una araña negra que se infiltra por la ventana del apartamento de Bond (y cuya llegada se visualiza mediante una panorámica): los primerísimos planos de partes del cuerpo sudoroso del agente británico combinados con otros que informan sobre la andadura de la araña saben expresar la sensación de angustia en el personaje hasta el punto de que por única vez en la función parezca vulnerable. Como también ocurre con el teóricamente fuerte Doctor No, que al tener las manos mutiladas no se puede agarrar a una barra y salvarse de los efectos de la radioactividad: esos primerísimos planos que muestran sus impróvidos esfuerzos por conservar la vida equiparan su comportamiento con el que anteriormente habíamos visto a James Bond ante la amenaza de la araña. También otro personaje en apariencia fuerte como Honey, una recolectora de conchas que vende en el mercado estadounidense a cincuenta dólares, confiesa que le da miedo la isla del Doctor No…porque habita en él un dragón… Al que también teme un ayudante jamaicano de Bond, Quarrel (John Kitzmeller)…

El resto de personajes también de alguna manera comparten esa sensación de “vivir bajo el miedo”. Como el aliado del Dr. No, el Profesor Dent (Anthony Dawson), que teme a su superior -cuya voz oímos sin que salga en el encuadre- tal como se encarga de señalar un travelling. O como otro esbirro de No, Jones (Reggie Carter), que se suicida con un cigarrillo de cianuro antes de que su jefe lo elimine por haber fracasado. O la secretaria de un agente de la corona británica. Strangways (Tim Moxon), que es asesinada: al no verse el rostro de sus asaltantes durante el tiroteo esa sensación de soledad ante el peligro hace que incremente su indefensión. Esa técnica beneficia directamente a la película, dotándola de una atmósfera opresiva donde cobran fuerza determinados detalles (cf. el travelling que relaciona la huida de Honey y 007 por la isla del Doctor No con un cartel que prohíbe el paso a todos los visitantes; el travelling que descubre al agente de la CIA Félix Leiter mientras observa la llegada de Bond a Jaimaica), muchos de ellos vinculados a una forma frontal de mostrar la violencia sin movimientos de cámara que distraigan la atención del espectador. Así ocurre en el asesinato de Stransgway (en el que vemos cómo se desploma en el interior de un coche en un único plano), o durante los enfrentamientos (respectivos) de Dent y Jones contra James Bond. Gracias a ello, una estilo seco y directo, cierto gusto para describir los espacios (cf. el travelling que recorre la casa de Bond, el notable partido dramático que se extrae de la guarida del Doctor No) hacen de Agente 007 contra el Doctor No un thriller dinámico, divertido, imperfecto, pero del que puede aprender memeces como El ultimátum de Bourne (The Bourne Ultimatum, Paul Greengrass, 2007), por mucho que sus elementos míticos sean lo menos atractivo de la función.

El custodio

EL CUSTODIO
La vida de los otros
Por Alejandro Cabranes Rubio

En El custodio un guardaespaldas llamado Rubén (magnífico Julio Chávez) es desenfocado por la cámara del director. Tras años de servir a un ministro, es un hombre sin identidad, “desenfocado”, que amolda su rutina a la de su jefe y delega su voluntad en él. Rubén, como el protagonista de La vida de los otros, espía una vida ajena, caracterizada por el mismo vacío afectivo y moral que la suya propia: admira y aborrece a la vez –como le ocurría al Tom Ripley de la extraordinaria A pleno sol- el confort representado por el ministro. El custodio elabora una digresión sobre la situación de Argentina, sumergida en un pozo sin fondo. El filme habla de un mundo alienante poblado por seres abyectos, en el que se establece una dicotomía entre señores y criados. De ahí la jerarquización de términos visuales en el encuadre, aislando a Rubén en el plano. De esa sumisión, de esa perpetua obligación de “guardar las formas” emana la frialdad del personaje y su indiferencia hacia lo que le rodea: impera el silencio porque no hay nada que hablar; la cámara permanece fija en el interior de el coche –cuando el protagonista conduce- porque no hay nada que ver; abundan los planos generales de acuerdo a esa idea de distanciamiento emocional; incluso la secretaria del ministro queda desenfocada a los ojos del guardaespaldas.

Por tales motivos, El custodio no sólo es una prometedora primera película de Rodrigo Moreno, sino también el ejemplo de un cine intelectualmente inquieto, excelentemente planteado, en ocasiones muy preciso en sus imágenes. Pese a todo, es una pena que el filme no esté conseguido: su abundancia de buenas ideas lo ahogan en su propia retórica. Cuando adopta un tono antropológico –en la estela de directores como Mike Leigh- Moreno fracasa por las cuantiosas escenas alargadas cuando ya habían dado todo de sí, deteniéndose en aspectos redundantes, tanto las que corresponden a las largas esperas del personaje como –sobre todo- como otras más cotidianas (cf. las muy horribles secuencias del restaurante y en el prostíbulo, extenuadas hasta la náusea). No ayuda que varias acciones (1) y diálogos (2), en principio creíble resulten subterfugios con los que el director obliga –desde un dictado demiúrgico- a “despertar” del letargo a su protagonista, que, a pesar de algunos matices, es un personaje tan simbólico como el propio ministro. El director precipita al filme a un esquematismo que limita el alcance de su propuesta; más cuando intenta captar gestos subrayándolos en demasía (3), o cuando, incurriendo en el terreno de Ernesto Sábato en El túnel, explora la locura instalada en el quehacer diario en un final, en teoría tan duro como liberador, en el que las luces parpadeantes de los coches simbolizan la confusión de Rubén. Atrapada por esos lastres, El custodio, como el propio Rubén, renuncia a su propia personalidad, quedando desenfocada en la retina del espectador.

NOTAS
(1)Entre estas destaca la iniciativa del ministro de que Rubén dibuje a unos amigos suyos, una secuencia que impregna de ambigüedad la relación entre ambos (¿Rubén es humillado o rebajado?), pero poco probable dada el mutismo del personaje, poco dado a compartir nada.
(2)Me refiero particularmente a dos, en los que se le recrimina a Rubén no haber estado con el ministro cuando le dio un pequeño ataque, o por el contrario se le anima diciendo que debería por su profesionalidad “haber llegado más arriba”: parecen más clichés que preludian el estallido de la violencia, frases superpuestas a la propia cadencia de acontecimientos, más retóricas que orgánicas.
(3)Sobre todo cuando se recrea en la majadería de una amiga del ministro o en la profunda estupidez de la hija después; rematado con otra de esas acciones teóricamente posibles en la vida cotidiana, pero que aquí deviene en convención, superponiéndose también al propio filme.
Aviso
Esta crítica la publiqué -en versión abreviada- en la Guia del Ocio en el número 1672, que corresponde a la semana que va del Viernes 28 de diciembre de 2007 al Jueves 3 de enero de 2008. La página en concreto es la número dieciocho.

Un pequeño juego sin importancia

UN PEQUEÑO JUEGO SIN CONSECUENCIAS
Las hiedras y el estanque
Por Alejandro Cabranes Rubio

Uno de los principales personajes de Un pequeño juego sin importancias, Clara (Alexandra Jiménez), lleva un traje blanco combinado con una chaqueta roja. La cuestión no es baladí ya que desde el mismo uso narrativo del vestuario se establece una de las principales cuestiones de la obra: la dialéctica entre la estabilidad representada en una tonalidad cromática neutra y la necesidad de introducir una nota de color en la vida. No en vano, Clara debe decidir si quedarse con la camisa azul clara y pantalones marrones de su novio de siempre (Bruno: Mariano Alameda) o los elegantes ropajes de Sergio (Luis Rallo), el enemigo de infancia de su compañero. Su relación se ha instalado en la rutina y la pasión ha dado paso al aburrimiento. El simulacro de ruptura que Bruno y ella llevan a cabo ante los ojos de los demás deviene en un juego, en un engaño que saca a relucir sus propias carencias como pareja. Como si fuesen los personajes de La importancia de llamarse Ernesto, los protagonistas precisan de la mentira y el equívoco para despertar de su letargo vital. Y su situación personal podría convertirse en una inesperada metáfora sobre la transformación del mundo en los últimos diez años y cómo La Era Clinton, en apariencia idílica internacionalmente, ha dejado translucir en el 11S y en la guerra de Irak sus heridas más sangrantes. El ideal de prosperidad traducido en incrementos de los PIB, las firmas de Tratados de Libre Comercio, o la llegada del Euro se ha desvanecido una vez que se han derribado las apariencias. Como en los años cincuenta en los que la sociedad de la opulencia pronto sufriría sus más profundas convulsiones en la década siguiente a pesar de sus esfuerzos por fabricar luminosas estampas de confort y felicidad. Por entonces autores como John Keats (La grieta en el tejado) o Golbreith (La sociedad acomodada) denunciaban tanto un estilo de vida enajenada basado únicamente en la consecución de la creación de la familia y la compra de la casa, como una ausencia de voluntarismo político que reflejaban la creencia de que los problemas se resolverían por sí solos.

Un pequeño juego sin consecuencias plantea temas muy similares a los que entonces padecían la sociedad estadounidense a través de las inofensivas peripecias de sus personajes anulados por su instalación en el conformismo. Bruno ha de salir de ese estanque en el cual casi se ahogó de pequeño, en esa fosa donde aguó sus iniciativas; para aprender a apreciar las hiedras plantadas en su casa familiar, cuyos tallos pueden conducir a lugares inesperados donde volver a sentirse vivo. Sobre él y el resto de los protagonistas se cierne una opresión que se traduce en sus necesidades de escapar lo más rápidamente del espacio escénico (huyendo en definitiva de su vida), o en un escenario que desmengua a lo largo de la función limitando sus movimientos, prácticamente reducidos a la práctica del balmington… Sus sueños se interrumpen constantemente, tal como sucede en el momento en el cual la mejor amiga de Clara, Silvia (Natalia Barceló), escucha música con sus auriculares y la canción que oye deja de sonar en la sala en el instante en el que se ve obligada a quitarse los cascos. Sólo la irrupción en sus existencias del jazz y de luces violetas que alumbren su pensamiento pueden lograrlos despertarlos de su letargo. Un pequeño juego sin consecuencias habla de unos personajes que desean cambiar y dejar de acometer empresas tan poco recomendables como invertir en terra… Sólo de esa manera se puede producir de nuevo la apertura del espacio escénico en consonancia con la apertura de nuevas alianzas y esperanzas… Sólo así quizás las personas y objetos que han permanecido siempre fuera de campo empiecen a ser corpóreas: su inmaterialidad en la función redunda la idea de que vivimos en un mundo en el que ya no damos importancia a aquello que tenemos a la vista, y cuyo contacto visual ya nada nos dice.

De esta manera Un pequeño juego sin consecuencias rebasa su estructura vodelisca (en la que la relación de todos los personajes entre sí y la repercusión de sus actos sobre los demás está delimitada) al despojarla de elementos posmodernos y al exigir a sus actores interpretaciones orgánicas nada histrionizadas salvo en los momentos en los que los personajes exageran sus reacciones deliberadamente. Alexandra Jiménez dota a Clara de su habitual desparpajo. Mariano Alameda le devuelve la réplica, demostrando sus habilidades como intérprete de comedia. Luis Rallo confiere a Sergio de la inteligencia, aire seductor y avispado que requería el personaje. Eduardo Antuña y Natalia Barceló componen unos entrañables perdedores. Gracias a ellos Un pequeño juego sin importancias se convierte en un divertido espectáculo (dentro de sus limitaciones) que logra interrogarnos sobre la conveniencia de volver a introducir un poquito de color en nuestro vestuario, en nuestro ser.

Hoy apagón a 19:55-20:00

Hoy, día 23 de Enero de 19:55h a 20:00h. se propone apagar todas las luces otra vez para darle un respiro al planeta (la propuesta proviene de Francia). Si la respuesta es masiva, el ahorro energético puede ser brutal.
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Las brujas de Salem

LAS BRUJAS DE SALEM
El diablo está entre nosotros
Por Alejandro Cabranes Rubio

Cuando en 1953 Arthur Miller redactó Las brujas de Salem, el autor de Panorama desde un puente estaba en el punto de mira de aquellos que decían velar por la moral del país –como si alguien se lo pidiese- y mermaron varias carreras. Concebida como una respuesta a tales actividades anticomunistas, la pieza más allá del carácter coyuntural que amparó su creación sorteaba las trampas del teatro de tesis a pesar de que el argumento se prestase a ello –cf. la recreación del proceso inquisitorial en el siglo XVII contra los habitantes de Salem acusados de brujería por unas adolescentes-, matizando de manera magistral a sus personajes. John Proctor, un terrateniente, era un hombre atormentado por la infidelidad a su mujer (Elizabeth); a quien su antigua amante (Abigail) quería eliminar aprovechando la idiosincrasia de un estado en el que se perseguían a las brujas y a aquellos que habían (sic) firmado en el libro del demonio. Un ser que claudica verbalmente (pero no a través de palabra escrita) puesto que se sabe no merecedor de morir como un santo. Elizabeth, víctima del relato, a su vez es capaz de mentir –algo que jamás había hecho- y mostrarse como una mujer distante. Un miembro del tribunal, el Reverendo Hale, firma varias penas de muerte y cuando comprende en qué clase de farsa ha participado incita a llevarla a término para salvar vidas inocentes…

A pesar de evitar el simbolismo más demagógico, Las brujas de Salem no dejaba de ser una brutal diatriba contra la hipocresía, los intereses creados, la apología de la delación, la cobardía, la envidia… Y no sólo eso. Una defensa absoluta de la necesidad de decir la verdad como único modo de restablecer los cimientos de la civilización; como arma contra la irracionalidad que emana del fascismo, contra el histerismo y plagas de puritanismo… Por eso cuando hace unos años el propio Miller adaptó su obra al cine en El crisol (The Crucible, 1996) me llevé una notable desilusión: más allá de las humanistas interpretaciones de Joan Allen y Paul Scofield, y la riqueza del texto; la película fracasaba por una errática dirección de Nicolas Hyther.

En 2007, es decir diez años después de aquella insatisfactoria experiencia, ¿por qué adaptarla de nuevo en las tablas? Las brujas de Salem, entre otras cosas, también captaba certeramente una comunidad escindida, tal y como también lo hacía el filme de Nicholas Ray, Johnny Guitar (1954). En ese sentido la asistencia casi simultánea en el tiempo de la obra de Miller y el montaje que ha orquestado Gerardo Vera en torno al texto de Ibsen Un enemigo del pueblo resulta aleccionadora. Medio siglo después de la pesadilla Mccarthysta, y ya finalizada la Guerra Fría, somos víctimas de una política internacional bipolar que se cobra muertos en atentados y sucios bombardeos; de unos tiempos propicios para despertar los temores impidiendo afrontar las cosas que más nos afectan –como el final del alto el fuego de ETA- con serenidad y sin fracturas sociales. Después de Guantánamo, del juicio del 11M, tanto Un enemigo del pueblo como el texto en el que se basa Las brujas de Salem reconfortan por su defensa de la dignidad humana, por su despiadada crítica al cinismo de aquellos que con tal de preservar el poder a costa de mentiras (que pueden ir desde unas inexistentes armas de destrucción masiva a la manipulación más vil de informaciones vitales); de quienes quieren crear el estado de alerta en el suelo patrio, alimentando miedos y falsas sospechas.

En el montaje que nos ocupa, dirigido por Alberto González Vergel, una imagen precisa alude a esa riada putrefacta de impostura: Abigail (María Adánez), sus amigas y los miembros del tribunal conforman una cadena mientras las primeras simulan ver una encarnación del demonio. John Proctor (Sergi Mateu) y Hale (Juan Ribó) son los únicos que se apartan de ese hilo. Y la escisión se traduce en unas composiciones que enfrentan a grupos contrapuestos (un poco también como en Un enemigo del pueblo), en los que a veces hay infiltrados del otro bando. Pienso por ejemplo en la que se forma cuando la criada de Proctor, Mary Warren (Carmen Mayor), quiere declarar. En el otro extremo de la tabla están reunidos los miembros del tribunal, menos el Juez Hathorne (Francisco Grijalvo), acechando a Proctor y Mary… Apenas un minuto después, Abigail se trasladará al lugar ocupado antes por Hathorne… Pero hay más ejemplos de esa división (relativa) del espacio a dos: la pelea entre Proctor y el reverendo de Salem (Parris: Manuel Aguilar) cada uno rodeado de sus partidarios (y que dura casi diez minutos en los que un venerable anciana, Rebeca, situada en la mitad del escena intenta mediar entre ambos mundos); la claudicación frustrada de John; el arresto de Elizabeth en plena noche… No es de extrañar en tales circunstancias que cuando esa fractura y odios ya escandalizan al mismo Díos, una cruz mengue de tamaño súbitamente…

Si esa división moral está delimitada por el trabajo del director, también cabe admitir que éste también sabe acorralar a sus personajes cuando sobre ellos pesa la sospecha, como la criada negra Tituba (Lia Chapman), quien rápidamente se une a la farsa y se dirige acompañada de Abigail hacia la mitad del la tabla); o la misma Mary Warren… Pero aún la puesta en escena esconde más apuntes suculentos: algunos atañen al cariño y distanciamiento que sienten los Proctor (John abraza por detrás a su mujer; e instantes después se sitúan uno en frente de otro); y otros al carácter instigador de Abigail. Uno de ellos viene reforzado por el hecho de que María Adánez –bastante más entonada que Winona Ryder-, que encarnó a Salomé la temporada pasada, interprete a Abigail. Otros son más abstractos: mientras todos los personajes rodean a Tituba, ella observa lo que sucede desde una prudente lejanía; evidenciando su poder demiúrgico sobre los hechos que allí tienen lugar. En ese sentido cuando se traslada circularmente por el espacio escénico, envuelve de alguna manera a toda la población en su mentira. …Una sociedad cuyos atributos derivan en estilos interpretativos distintos, pero que confluyen armónicamente.

Frente a la gallardía que imprime Sergi Mateu a su personaje; la honradez y serenidad con la que Marta Calvó se despoja de la malvada Virginia de Motivos personales; la bondad que transmite Carmen Bernardos, Pablo Isasi y José Albiach; la duda que expresa Juan Ribó y la incredulidad de Elías Arriero; hallamos en el resto del elenco expresiones faciales que van del miedo (Virginia Méndez, Lia Chapman, Carmen Mayor, Sheila González, Inma Cuevas); a la mezquindad (Manuel Aguilar, Victoria Rodríguez, Manuel Brun) y el despotismo (Francisco Grijalvo y Manuel Gallardo).

Pero no todo en Las brujas de Salem produce admiración, pues es cierto que a la propuesta le falta “furia” y modernidad, y que limita bastante el alcance de la propuesta. Ahora bien su discurso moral y la funcionalidad de su decorado permite suplir en parte ese déficit, a lo que también contribuye algún instante como en el que Elizabeth dirige la mirada a su marido sentado en un carro que le transporta a las entrañas del infierno… Cincuenta años después del McCarthysmo, la sociedad occidental ha permitido que se perpetúen los mismos demonios de siempre, convenientemente disfrazados, pero siempre dispuestos a infiltrarse entre nosotros…
Nota
Se ha rescatado el artículo a raíz de la candidatura de Pablo Isasi a los premios de la Unión de Actores.

El coleccionista

EL COLECCIONISTA
Mariposas atrapadas

Por Alejandro Cabranes Rubio

En la primera secuencia de El coleccionista (The Collector, William Wyler, 1965) un joven que ha ganado una fortuna en las quinielas (Freddy: Terence Stamp) pasea por el campo, cazando mariposas y las encierra en un tarro. En muy pocos minutos, se compendia el significado de una cinta sobre seres humanos que se coleccionan los unos a los otros, privándose de libertad entre ellos para satisfacer sus anhelos… Y en medio de tal discurso, una nada despreciable digresión sobre las relaciones de poder en una sociedad que oculta en su interior sus más profundas patologías y las desigualdades entre sus miembros. …Un desequilibrio que se salda en una inesperada venganza del proletariado sobre la burguesía… Entonces, no estamos muy lejos del terreno de esa obra maestra absoluta llamada Frankenstein creó a la mujer (Frankenstein created Women, 1967), en la que Terence Fisher ya anuncia el advenimiento del mayo francés con sus habituales dosis de escepticismo.

Marc Ferro señaló en sus artículos sobre las relaciones entre el cine y la historia la capacidad del primero para plantear respuestas diferentes a una misma temática. Y de ahí que no sorprenda que un autor tan progresista como William Wyler se aproxime como Fisher –en palabras de Carlos Losilla “un puritano con ganas de participar en el ambiente revolucionario”- a las profundas convulsiones que iba a experimentar el país, y a pesar de que sus conclusiones son diametralmente opuestas en el terreno ideológico ambas propuestas distan mucho de ser conciliadoras…. Pero hay una diferencia: Terence Fisher era genuinamente británico mientras que William Wyler (a pesar de haber nacido en Francia) la quinta esencia del cine estadounidense a tenor de títulos como Mrs. Minniver, El forastero, Los mejores años de nuestra vida, La calumnia… En ese sentido la labor del segundo en El coleccionista queda emparentada con la magnífica Llamada para un muerto (The Deadly Affair, 1966), realizada por un Sidney Lumet que se adentra en los suburbios de Londres con la visión de quien se adentra en territorio ajeno… Y yendo aún más lejos también no resulta difícil establecer comparaciones entre El coleccionista y La huella (Sleuth, 1972), adaptación del yanki Joseph Lee Mankiewicz del texto teatral del británico Anthony Shaffer en la que el control del espacio escénico puntúa el dominio que ejercen las clases dominantes sobre las trabajadoras. Y eso indica que El coleccionista surge de un estado de cosas concreto, en el que los sueños revolucionarios de igualdad sexual y laboral pronto cobrarían forma a través de la toma de los espacios.

Consciente de todo ello, William Wyler se reserva una gran idea de puesta en escena para marcar la peculiar relación que Freddy va a tener con la casa que se compra: primero con el travelling que recorre la estancia donde va a permanecer secuestrada su adorada Miranda (espléndida Samantha Eggar), hija de un médico, y después con un primer plano del propio Freddy. Con semejante sencillez expositiva, el realizador afianza la comunión entre el protagonista y su lugar en el mundo, donde se aísla para sobrellevar las continuas humillaciones padecidas…. Y su terror a perderlo se concreta en un encuadre excelente en picado que relaciona a Freddy atendiendo a un vecino de la comarca con el agua que sale debajo de la puerta del baño donde está encerrada Miranda, quien ha abierto un grifo para llamar la atención del invitado.

La opresión que emana de la puesta en escena y la horizontalidad de los encuadres expresan la tensión subyacente de este filme que se podía considerar en toda regla como una muestra de cine-teatro, es decir una película que retoma procedimientos teatrales para otorgarles una forma cinematográfica. Ya no sólo en el empleo simbólico de escalera cuyos peldaños marcan el viaje de la vida a la muerte, como en todas las películas de Wyler desde (como mínimo) los tiempos de La loba (The Little Foxes, 1940), sino su particularmente atractiva manera de escenografiar la privación de libertad de Miranda. Pienso cómo ésta queda encerrada a través de las persianillas del coche que conduce Freddy; o cómo su rostro se refleja en la cristalera donde están atrapadas las mariposas cazadas también por su raptor, o el modo en el que queda “enjaulada” en el retrovisor del vehículo del secuestrador… De todos esos momentos, destaca uno por sutil: la secuencia en la que Miranda se dedica a pintar (su actividad cotidiana) mientras en segundo término Freddy la contempla, casi violando su intimidad…

Si la forma de secuestrar en cada fotograma a Miranda resulta particularmente notable, no lo es menos su manera de insinuar sus temores y miedos, dignos de los personajes ideados por Harold Pinter en sus obras teatrales… Como ejemplo de lo segundo se podría citar el travelling que avanza lentamente cuando Miranda pasea de nuevo al aire libre por primera vez (y que comparte con ella ciertos titubeos), en el otro travelling que descubre al mismo tiempo que ella las molestias que se ha tomado Freddy por reconstruir en la habitación el tipo de vida que llevaba antes de ser secuestrada, o el inserto de una pala que simboliza sus anhelos de liberación… El coleccionista es una obra dotada de una gran violencia, una turbación que Wyler puede sugerir con un escueto plano de los pelos de la protagonista (el objeto del deseo de Freddy), con los contraplanos que marcan las diferencias entre los dos personajes, e incluso con el empleo del fuera de campo en el momento en el que tiene lugar el secuestro…

Esa agresividad visual tiene su correspondencia con otra de tipo verbal que estalla definitivamente en torno a un debate literario sobre ese estupendo libro que es El guardián entre el centeno (John Salinger) que Fredy detesta por su forma de denigrar al ser de humano y que Miranda posiblemente ama por su manera de reivindicar la búsqueda de la pureza en un mundo abyecto, incapaz de superar sus propios traumas… En ese sentido la película descarga buena parte de su eficacia en la antológica composición de Terence Stamp, en un papel en las antípodas del que representase en la formidable La fragata infernal (Billy Budd, Peter Ustinov, 1963), uno de los mejores largometrajes de los sesenta sobre los derechos del hombre. Como aquella, El coleccionista rehuye cualquier maniqueísmo expositivo al convertir a sus dos protagonistas en verdugos y víctimas a la vez, invirtiendo sus roles constantemente… Y de esta manera la película, a pesar de ligeros defectos (un uso indiscriminado del teleobjetivo, el paseo innecesario de Freddy bajo la refrescante lluvia), emerge como uno de los más apasionantes testimonios cinematográficos sobre la privación de libertad en una sociedad en plena transformación. Una que sustituiría sus antiguas patologías por otras nuevas.