viernes, 8 de diciembre de 2006

¿Una historia verdadera?

¿UNA HISTORIA VERDADERA?
Por Alejandro Cabranes Rubio. Escrito en 2002

En el homenaje que la Academia de la Historia rindió a Antonio Domínguez Ortiz, el pasado cuatro de octubre de 2002, José María Aznar criticó a aquéllos que desde su punto de vista “pretenden poner la historia del revés e intentan convencer a los demás de es así como se ha de ver”.

Dejando a un lado los posibles conocimientos históricos del presidente, nos sorprende el hecho de que una autoridad política conciba una única historia verdadera, unidireccional y científica. Nos fascina que la máxima autoridad gubernativa de un país apueste por el modelo histórico de Leopold Von Ranke y realmente crea que se pueda escribir lo que realmente sucedió en otras épocas. Nos asombra su fe positivista y el tono condescendiente de sus palabras, ya no sólo por su atrevimiento a la hora de sentar cátedra en una larga polémica (descrita por Moradiellos en Las dos caras de Clío) y por su autosuficiencia al despreciar otras propuestas que no se ajusten a su ideología sin argumentaciones sólidas, sino porque niega de forma sistemática cualquier tipo de evolución en la disciplina.

La historia como algo electivo (FEBVRE, 1970), como estudio sometido a muchas selecciones previas a la propia investigación (CARR, 1961), es ignorada en favor de unos intereses públicos que necesitan dominar la ideología de los ciudadanos. Con una sola frase el presidente no sólo pierde de vista la misma naturaleza de la historia, resultando ofensivo sin necesidad, sino que además de forma ilegítima “impone un referente nacional obligatorio” (LÓPEZ FACAL, 2000), ignorando todo pluralismo político y que la objetividad histórica difiere de la científica (WALSH, 1968) y, en fin, empleando la misma terminología de los “otros nacionalismos” que pretende criticar.

En este contexto resulta imposible “reemprender el proyecto de construir una historia de todos, capaz de combatir con las armas de la razón los prejuicios y la irracionalidad que dominan en nuestras sociedades” (FONTANA, p.16, 2001), ya que, parece ser, es notoria la necesidad de legitimidad política. Una legitimidad política que pretende descansar en exclusiva en hechos, como prueba fehaciente de que el conocimiento histórico es perceptivo (WALSH, 1968) ya que éste se construye a base de reliquias (MORADIELLOS, 2001) o huellas (PROST, 2001). Huellas en todo caso que nunca deben ser tomadas como datos puros: no debemos hacer fetichismo con ellas si nos queremos establecer símbolos risibles de la magnificencia de un estado o de cualquier otro tipo de vertiente nacionalista.

Pero la realidad es muy otra y para desautorizar al PNV y CiU, el gobierno decide recurrir a la misma clase de Historia chovinista de sus oponentes. En otras palabras, el ideario histórico de Aznar pasa por cargar a los acontecimientos de significación (NORA, 1974), y lo que es peor derivar valores de los hechos (CARR, p.177, 1961). De esta forma se olvida el hecho de que la verdad científica, fruto de una actividad constructiva, es siempre parcial y relativa, nunca absoluta o totalizadora, por lo que no la podemos considerar como una unidad analítica (MORADIELLOS, 2001). Porque la historia no consiste en un “cuerpo de hechos verificados”, puesto que, insistimos, estos son elegidos previamente por el historiador y porqué no hablan por si solos de las sociedades donde tuvieron lugar, por más que los acontecimientos sean espejos de dichas sociedades (NORA, 1974) y que estén abiertos a la inspección directa de los historiadores (WALSH, 1968).

Como recuerda Carr “historiar es interpretar” y por ello no nos resulta factible que “un hombre, trabajando sobre hechos particulares establecidos por el mismo, se proponga ligar estos hechos entre sí, coordinarlos y después analizar los cambios políticos, sociales y morales que los textos nos revelan en un momento determinado” (FEBVRE, p.177, 1970). Por mucho que a veces los acontecimientos reflejen a veces movimientos muy profundos (BRAUDEL, 1958).

Como historiadores capaces de interpretar el pasado, el presente y el futuro, como profesionales sabedores de que cualquier acontecimiento humano emerge a partir de unas condiciones previas (MORADIELLOS, 2001), debemos olvidarnos de establecer un registro de hechos sin preguntarnos que se oculta tras ellos. “El pasado es una masa de hechos (...) Pero esta masa no constituye toda la realidad” (BRAUDEL, p.151, 1958).

En fin debemos enterrar una historia demasiado descripcionista y atenta al tiempo breve, generalmente expuesta en relatos precipitados y que cayó en el error de elegir una de las historias excluyendo al resto (BRAUDEL, 1958); y empezar a escribir una historia protagonizada por distintos actores, por “sujetos operatorios” (MORADIELLOS, 2001), por hombres que fabrican los hechos (FEBVRE, 1970) y que interactúan entre ellos, generando y modificando estructuras.

De la historia inconsciente a la micro-historia y a la historia de género.

Para abordar esta tarea podemos emplear diversas aproximaciones, con intencionalidades y métodos divergentes, sí, pero que al menos no presumen de falsas objetividades y que tienen el valor de plantearse hipótesis y preguntas sobre los periodos históricos y los hechos (PROST, p. 85, 2001). Tendencias, que pese a sus diferencias, pretenden entender la realidad más allá del mero relato de los hechos y, aunque con distintos presupuestos, demuestran una clara voluntad de comprender el funcionamiento de las sociedades y de las estructuras que se formaron en torno a ellas.

La primera de tales propuestas entiende por estructuras conjunto de relaciones, dotadas de coherencia interna; como elementos estables en las sociedades que dirigen el discurrir de la historia (BRAUDEL, p.154, 1958).

Así las cosas, el estructuralismo supuso la primera clara ruptura total frente a la historia historizante (para Braudel la historia de las instituciones no prescindió del tiempo breve) y tomó como bandera el racionalismo. De ahí que considerase que la realidad social no dependiese de los deseos humanos y que los acontecimientos se explicasen en relación con las estructuras. De esta forma surgió la apetencia de “poseer la verdad de la conexión entre las cosas para tener el poder de control sobre los fenómenos” (MORADIELLOS, 2001).

Con la pretensión de hacer visibles la confrontación entre las estrategias sociales (y económicas) y las condiciones sociales concretas, los estructuralistas apostaron firmemente por una historia inconsciente -es decir una historia de las formas inconscientes de lo social-, despreciativa con el “tiempo breve”. Una historia inconsciente que mostraba una clara preferencia a trabajar en un tiempo en ralentí que permitiese analizar con detenimiento el origen y evolución de los distintos fenómenos (BRAUDEL, 1958).

Una historia inconsciente con la aspiración de conocer la duración precisa de los movimientos sociales, ya fuesen ciclos económicos, crisis estructurales de la sociedad, o simplemente la interacción de los movimientos. Una historia inconsciente que desafiaba a una historia en la que los hombres retratados en ella tomaban demasiada conciencia de sus actos. En suma, una historia consciente y que acentuó sus rasgos cuando la opinión pública empezó por un lado a consolidar la importancia de cada hecho y por otro a presionar sobre el devenir de los acontecimientos (NORA, 1974).

Esta historia estructuralista tuvo la virtud de renovar con fuerza antiguos ejemplos de “historia historizante”, convirtiéndolos en otra cosa. Por ejemplo: el estudio de las relaciones internacionales dejó de ser “una historia de los tratados” para abarcar una muy amplia gama de condicionantes (económicos, mentales, demográficos, geo-estratégicos) que incidían sobre ellas, es decir considerando las diversas estructuras que subyacían en la firma de paces y de acuerdos entre los diversos países.

En fin el paradigma de Braudel sorteó las rigideces de la historia historizante, pero tropezó con las limitaciones propias del determinismo más absoluto e ignoró la historia de las mentalidades, craso error en una clase de historia que pretendía abarcar todo el espectro social en toda su complejidad. Ítem más: “la historia total difícilmente puede calificarse de total si no tiene en cuenta no sólo el efecto de las ideas y los individuos, sino también de la casualidad, junto con el desorden y confusión puros y simples, en la marcha de los acontecimientos” (ELLIOTT, p. 8, 2000). Un desorden, en ocasiones, relacionado por el mero azar. Un azar por otra parte que sólo acelera o retarda el curso de los acontecimientos, sin alterarlo nunca de forma radical (CARR, 1961).

Sea como fuese, por fin se había planteado la historia como disciplina dedicada a reflejar las fluctuaciones de las sociedades, aunque por el camino se habían apagado las voces de múltiples actores que desempeñaron un rol en el devenir histórico. Se había formulado una historia sobre la evolución de los hombres, ocultando muy a menudo sus rostros y siendo relegados, como evidencia la preciosa Soldados de Salamina (CERCAS, pp.199-201, 2001), al anonimato: se había perdido la memoria histórica de los individuos.

Para recuperarla surgieron diversas alternativas encaminadas a establecer la interacción entre el individuo y la coyuntura que le rodea, ya fuese para matizar las generalizaciones efectuadas por los partidarios de “la historia inconsciente” (la micro-historia), ya fuese simplemente para resaltar la importancia de entidades colectivas borradas hasta ese momento de los libros (historia de género).

En este panorama, en los años setenta un conjunto de historiadores marxistas, a la cabeza de Carlo Ginzburg, respondieron al determinismo con una propuesta propia, la micro-historia, desde la cual se opusieron al estructuralismo por “maximizar los resultados prefijados, describir los procesos sociales de acuerdo a la disponibilidad total del esfuerzo en dirección a un objeto, resaltar la coherencia de intereses de todos los grupos sociales; obviando la interacción entre las personas y el contexto específico, así como el papel de la inercia” (LEVI, p.12, 1990), y sobre todo por analizar fenómenos de forma estática (LEVI, p. 126, 1991).

Como alternativa a tanta simplificación, se procedió a la reducción de la escala de observación para comprender en toda su complejidad la capacidad de elección del individuo frente a la realidad normativa. Así pues, la micro-historia indagó en los límites de la voluntad libre de las personas en la estructura general del estado, examinando las redes de relaciones, las decisiones en situaciones de incertidumbre, el cálculo de probabilidades y los juegos de estrategia (LEVI, 1991). La teoría de la acción racional estaba a la orden del día y de ahí que se destinasen ríos de tinta al estudio de “la teoría de juegos”.

De esta forma la historiografía hacía un considerable intento de asistir a los momentos de la toma de decisiones y de entender “la ambigüedad de las reglas, la limitada capacidad de información que permite actuar, la consciente utilización de las incoherencias entre sistemas de reglas y sanciones y las incomprensiones entre los grupos sociales” (LEVI, p.12, 1990). Para ello estos autores se centraron en agentes históricos (como Chiesa, Lucrecia de León o Menocchio) que en su coyuntura histórica representasen “el frágil equilibrio de intereses irreconciliables, de perspectivas inciertas y de prestigio social” (LEVI, p. 15, 1990).

Bajo estos presupuestos teóricos, autores como Ginzburg y Levi pudieron hablar de “el carácter cotidiano de la vida de un grupo de personas, complicadas en acontecimientos locales, pero relacionadas con hechos políticos y económicos que escapan a su control directo” (LEVI, p. 13, 1990).

Estas pretensiones reflejaban un notable interés por comprender las motivaciones de los individuos y las estrategias de la acción política, por narrar aspectos relevantes la historia cuando aparentemente no sucedía nada, por describir “la inestabilidad de las preferencias individuales, las órdenes institucionales, las jerarquías y los valores sociales” (LEVI, p. 15, 1990), por recobrar el protagonismo activo de las personas en la historia, por eliminar inútiles fronteras políticas inválidas para explicar fenómenos, por dibujar “una geografía de los vínculos reales” (PRO RUÍZ, 1995), por captar la complejidad de interrelaciones, la multiplicidad de tiempos y espacios que afectan a los fenómenos sociales, por sacar a la luz aspectos historiográficos hasta entonces desconocidos...Así, por ejemplo, se logró minar no buena cantidad de tópicos sobre la situación social de las comunidades autóctonas originarias de la Nueva España.

Con el propósito de entender los periodos históricos en toda su dimensión se recurrió a técnicas propias de la antropología (entre ellas el empleo de la descripción densa), no se desdeñó ningún tipo de documentación (desde actas notariales a archivos no oficiales) y se partió del supuesto de que los individuos actúan de acuerdo a una racionalidad plena, pero limitada (LEVI, 1990). En otras palabras intentaron hacer un considerable esfuerzo de empatía con los actores, sin justificar sus acciones; cualidad que muchos historiadores como Prost exaltan, por mucho que éste autor en concreto se muestre partidario de análisis coherentes a través de la estructura y la búsqueda de las causas.

Se había abierto camino a una historiografía adscrita al individualismo metodológico y que lo hacía renunciando a la inútil historia de los grandes hombres criticada, por ejemplo, en el libro ¿Qué es la historia? (CARR, 1961). Su repercusión se pudo palpar en nuevas disciplinas académicas como las historias de las políticas exteriores de países concretos. Asignaturas que podían explorar la intencionalidad de los agentes históricos, la incidencia del marco internacional y nacional en la toma de decisiones, los medios con los cuales se pudieron llevar a cabo dichas decisiones y los resultados obtenidos por llevar a cabo “un conjunto de líneas de actuación”.

Por fín se había pulvorizado las historias falsamente universales que se construyeron después de la segunda guerra mundial y que se especializaron en el estudio por áreas (COMISIÓN GULBENKIAN, 1998). Se enterraban las generalizaciones y las aspiraciones de construir historias caracterizadas no por su carácter total, sino por su etnocentrismo: la suma de las historias nacionales no da como resultado la historia de la humanidad, por mucho que se pongan algunos autores.

Sin embargo su propuesta exigía por un lado definir los diversos “habitus” y campos de los individuos, es decir no tomando a los actores históricos como seres unidimensionales. Por otro se obligaba al historiador a captar las múltiples relaciones de los agentes históricos con el mundo que los rodeaba.

Ello requería recurrir a las generalizaciones de la historia inconsciente para delinear mejor el periodo histórico elegido por el autor y hacerlo sin que ambas propuestas (la estructuralista y la del individualismo metodológico) se anulasen entre sí en la exposición: la acción no se puede escribir sin su entorno, ya que ésta se adecua a aquél y se aplica a unos fines determinados. Desde luego existen tantas historias como uno quiera pensar, pero no por ello deben ser incompatibles a la fuerza.

A la anterior dificultad se le añadieron obvias limitaciones endémicas de sus presupuestos metodológicos: las acciones de los seres humanos tienen a menudo resultados que no se proponía ni deseaba el actor (CARR, 1961). Ítem más: la realidad social no equivale a la suma de las actitudes individuales, existen consecuencias no deseadas y resulta notoria la dificultad de acceder a los deseos inconscientes de los individuos (que pueden venir dados por pertenencia a clase y a un sitio, por educación y por la presión social) y a los conscientes (que también pueden obedecer a la presión social).

Dichas críticas se endurecieron cuando algunos autores descalificaron la falta de representatividad de la micro-historia. Autores que consideraron que el género era en realidad un nuevo tipo de historia local, alejado de concepciones apriorísticas, que sólo permitía al lector conocer los temas a través del rastreo de los individuos.

A su lado, la historia de género provocó bastante menos polémica, ya que se vio en ella otra forma de incorporar nuevas caras a la historia, defendiendo la diversificación de ésta, sin por ello perder una perspectiva global. Citando a Prost, “el recurso a la noción de clase social permite conjugar una realidad plural” (PROST, p.218, 2001).

Esta historia de entidades colectivas conoció múltiples ramas, una basada en la etnicidad y la otra relacionada con la división entre hombres y mujeres. Así por ejemplo, Renahit Guha abogó por escribir una historia de los indios no excluyente, al revés de la que construyeron los ingleses durante el colonialismo. De nuevo la historia se convertía en una herramienta que afianzaba la propia identidad frente al otro: la alteridad no dejaba de ser “el elemento clave en la dinámica de la configuración de la historia contemporánea” (NASH, p.91). Ítem más. Esta historia de género bajo su apariencia más plural en realidad escondía otra historia simplificadora que ocultaba la diversidad de las mujeres como agentes de la formación histórica. Una historia que asociaba a las mujeres con lo irracional y a los hombres con lo racional, y que fue contra-atacada por antropólogas como Sherri Ortner. Esta realidad llevó a pensar a las diversas autoras que “el discurso de género emerge con la propia sociedad contemporánea y actúa como mecanismo para reforzar la exclusión femenina” (NASH, p.91). En todo caso se había barrido del mapa una historia historizante que a pesar de sus ansías de objetividad en realidad luchaba a favor de una causa política concreta. Por fin la historia reconocía su intención de interpretar la realidad vigente y de explicarla a la sociedad: la historia como diálogo entre la sociedad de hoy y la sociedad de ayer, como entidad que ínter-actúa entre los acontecimientos del pasado y las metas del futuro, por fin encontraba su propia identidad (CARR, 1961).

Una disciplina que ya no juzgaba la vida de los personajes, prescindía de generalizaciones abstractas y que dejaba de suponer que se adquirían nuevos conocimientos tras establecer una ley[1] (CARR, 1961). Se encontraban nuevas propuestas metodológicas que ya no precisaban echar mano de la causalidad más simplista para explicar fenómenos históricos en virtud de unas determinadas causas finales, materiales y accidentales. La incorporación de los testimonios indirectos a la investigación no resultaba ajena a ello.

Esta renovación investigadora incluía el estudio de la procedencia de los documentos, su conservación y la identidad del autor (PROST, 2001). Las tablas estadísticas ya no eran tomadas como dogmas, sino como datos sobre los cuales se debía analizar otras realidades: se procedía a la desmitificación de cifras y datos. Por su parte los autores prestaban mayor atención al uso correcto del vocabulario y la terminología. En fin: los historiadores abandonaban la idea de que la cronología de una época era un objetivo histórico en si mismo para empezar a considerarla como un indicador de la intensidad de los fenómenos.

En esa coyuntura historiográfica se producía un retorno a la narración y un nuevo empleo de la comparación. La historia narrativa, nacida como respuesta a la historia estructuralistas[2], fue definida por autores como Kocka como la estructura temporal de textos y argumentaciones (KOCKA, 2002). Dicha historia narrativa, muy a menudo descuidada en el trabajo con las fuentes, confundía amenidad como superficialidad y resultaba deficitaria en la contextualización histórica de los acontecimientos que analizaba.

El empleo de la comparación, anteriormente relacionado con la necesidad de comprender un determinado hecho social y de perfilar más claramente los casos particulares, en estos momentos servía ante todo para fomentar ideologías a través del principio de alteridad (KOCKA, 2002). En efecto, el efecto distanciador que genera el uso de la comparación en la actualidad otorga a los textos historiográficos mayor rigor y por ello sirve eficazmente para definir modelos de estado frente a otros o , por el contrario, para estimular el proceso de construcción de una entidad europea.

La historia como manipuladora de conciencias.

Por ello no dudamos en afirmar que la historia es la más peligrosa de las ciencias sociales, ya que posee la cualidad de inculcar determinados valores y moldear la concepción del mundo de todas las generaciones sin excepción.

La historia como disciplina acostumbrada a trocar su perspectiva acorde a las necesidades de cada época (PROST, 2001) veía sistemáticamente vulnerados sus enfoques por las necesidades políticas nacionales e internacionales. Las clases gubernativas decidían los contenidos de la enseñanza para defender sus propios intereses, agrediendo constantemente el concepto de relativismo cultural y en muchos casos eliminando convenientemente la pluralidad y convergencia de los diversos tiempos históricos, sobre todo en el caso de la historiografía americanista.

Todas estas molestias de los grupos dirigentes obedecían a la necesidad de controlar el estudio del pasado para dominar así el rumbo de los acontecimientos presentes[3]: desde su poder actual (presente) fijaban las pautas del estudio histórico en la enseñanza pública. Al respecto, Guha lamentaba el hecho de que el estado tuviese la pretensión de escoger para nosotros los acontecimientos que debían ser considerados históricos, impidiendo nuestra propia relación con el pasado (GUHA, 2002).

Se estimulaba desde las aulas y los medios de comunicación una memoria histórica común, en nombre de la cual se podía justificar las decisiones políticas e incluso el ejercicio del poder. No hace demasiados años Clifford Geertz recordaba que en la Inglaterra Victoriana se lograba la legitimidad del poder mediante la puesta en práctica de escenificaciones públicas del pasado, como por ejemplo la elaboración de desfiles monárquicos por las calles de Londres (GEERTZ, 1994). ¿Podemos seguir diciendo cuarenta años después de la publicación del libro “¿Qué es la historia?” que los educadores siguen estando empeñados en contribuir en dar a la sociedad una nueva forma? La respuesta es claramente afirmativa.

Los historiadores, como productos y portavoces conscientes o inconscientes de la sociedad a la que pertenecen, progresivamente se interesaban más en demostrar la veracidad de sus valores que en plantearse nuevas hipótesis de trabajo, en reafirmarse en sus principios que en procurar innovar los metodología histórica y el abanico temático. En estas circunstancias, no nos sorprendía que Antonio Domínguez Ortiz cerrase su producción historiográfica con un manual que insistía desde su mismo título sobre la antigüedad de la nación de España.

De esta manera una buena parte de la historiografía se dedicaba a seleccionar imágenes del pasado y hechos históricos atribuyéndoles una notable carga de simbolismo y de connotaciones ideológicas; olvidando por completo que los acontecimientos por si solos no iluminan el estudio de la historia (VILAR). En todo caso se había logrado el objetivo de generar un efecto psicológico en la sociedad, manipulando su conciencia. El acontecimiento, vaciado de su significado intelectual y oxigenado con cualidades sentimentales, se había convertido en un espectáculo emocionante caracterizado por su eficacia a la hora de lograr una conciencia común (NORA, 1974). La enseñanza y la mass informativa se habían transformado en meras transmisoras de conocimientos seleccionados (MAESTRO). La historia pasaba a estar considerada como un saber acabado, como una disciplina con una cronología determinada “al servicio de la justificación o condena de una política en el presente” (MAESTRO, p. 166).

Al asegurarla un marco institucional en la universidad, en realidad se creaba un refugio a ideas preconcebidas de determinadas instituciones y profesores, con todas las excepciones y matices que se quieran objetar: se había olvidado algo tan fundamental como el mero hecho de que no hay nada más opinable que la propia historia. Por ello indigna especialmente que ciertos políticos que durante años han apoyado un tipo de enseñanza destinada a generar conciencias nacionales (y no a fomentar el pensamiento personal o creativo) en la actualidad nieguen la participación de la ciudadanía en la política y en la toma de decisiones fundamentales.

¿Y cómo lograron el adoctrinamiento social? Los nacionalismos eran explicados con una metodología basada en la causalidad, recurriendo sólo a términos simplificadores como la etnicidad y la cultura e incluso negando la existencia de fenómenos -como el nacionalismo español- para lavar la imagen de los políticos e intelectuales (LÓPEZ FACAL, 2000). Se promovían valores compartidos desde las aulas. Los mapas de los manuales daban a entender al alumnado que las realidades políticas vigentes habían permanecido inmutables. Se estudiaba la literatura para estimular cualquier clase de ideario nacional (español, vasco, catalán, francés...).

Mientras se gestaban estas conciencias nacionales, la enseñanza de la historia corría pareja a nuevas metas políticas: desde los inicios de la construcción europea se incidía en historias pretendidamente universales que rescataban el pasado común de cada uno de sus miembros con el resto (LÓPEZ FACAL, 2000). Aunque por el camino de la homologación en materia educativa de dichos países se tropezase con contradicciones ideológicas de los propios estados, tal y como paso aquí en España y la LGE.

En fin, quién nos iba a decir que sustituyendo el culto a la batalla de Covadonga por la veneración al Tratado de Roma las cosas seguirían igual en el panorama educativo e historiográfico. De esta manera se enterraba la historia de las diferencias entre los países para formar modélicos ciudadanos europeos.

La historia en vez de ayudar a cimentar mentalidades inquietas, abiertas a todo tipo de formulaciones y de realidades, atrincheraba su campo de estudio y establecía sus propios dogmas. Porque siempre habrá alguien que tome decisiones por nosotros, decisiones que afectan nada menos que a nuestra propia formación como individuos, como libres pensadores. Porque siempre también habrá alguna causa que defender, por más que en la mayor parte de los casos desconozcamos la última de las intenciones de esas causas. Porque no podemos poner en cuestión la información suministrada por la falta de otras aproximaciones. Por eso resulta tan penoso que no se haya podido encontrar en las aulas un espacio para que los ciudadanos aprendan a tener su propio criterio, defenderlo ante la sociedad y enriqueciendo (e incluso sustituyendo) sus ideas con la de los demás. Lamentamos profundamente que por el contrario en la escuela se adoctrinen niños con el único recurso pedagógico que el de cliché y la superficialidad. Por mucho que cambiemos el vocabulario rancio de Ricardo de la Cierva por el verbo educado de Don Antonio. Porque hay emociones con las que no se puede jugar.
NOTAS

[1]Tal como recuerda Moradiellos no se pueden derivar leyes universales de un número finito de datos experimentales MORADIELLOS, 2001).
[2]Kocka señala acertadamente que los estructuralistas también narran, notable paradoja.
[3]Poniendo un ejemplo tendencioso y hasta polémico, el PP se ha esforzado recientemente en recordar a la sociedad que apoyó al PSOE durante la crisis del golfo para poder así recriminar la postura actual del grupo político: José María Aznar y sus ministros usan la memoria histórica en función de sus intereses y seleccionando una parte parcial de los hechos pasados. Para que luego digan que la historia no es electiva.